Cuba: ¿Hacia dónde vamos? (Parte 3 de 3)
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La crisis de los valores es un asunto que me obsesiona, y aunque sé que no podré cambiar el mundo, me complace saber que, al menos, no estoy sola de este lado y que somos minoría —quizás—, pero trabajamos por rescatar, o al menos llamar la atención sobre esa parte buena de todos nosotros de manera individual, tanto como socialmente, esos elementos que tienen que ver con la sensibilidad que aportaría mucho a las relaciones humanas y a la calidad de los servicios.
Si ya antes me exorcicé un poco de la experiencia en el sector tradicional cubano, quiero ahora dedicarle un tiempo a los negocios privados que desde hace un tiempo predominan como agentes económicos de la sociedad. Sin tocar el tema financiero que no domino y sin querer satanizarlos porque son necesarios y su aporte ayuda a que tengamos variedad de ofertas, quiero añadir una inconformidad compartida que tiene que ver con el trato hacia el cliente, con la naturaleza del carácter, y con otras cuestiones evidentes que pueden marcar la diferencia.
Fotografía tomada de la cuenta de Facebook Fotos de La Habana
No me referiré a un hecho específico, sino a comportamientos comunes que a veces creía exclusivos del sector estatal, pero que si fuera así que lo han arrastrado de un contexto al otro, está mal, no debe existir, en ningún caso es justificado, ni permitido, ni es ético ni educado.
Ofrecer un servicio no puede hacernos creer omnipotentes. Existe un mínimo de requisitos que se deben cumplir si se quiere ser medianamente exitoso y perdurable en el tiempo. Unas veces no tiene que ver con ser amable o no —aunque de esto escribiré enseguida—, sino con las condiciones a las que nos exponen como usuarios.
En primer lugar, creo que en no pocas oportunidades dejamos como último aspecto la posibilidad de brindar bienestar o, al menos, un ambiente seguro para el cliente. Y aunque es cierto que muchas actividades comerciales de nuevo tipo no cuentan con locales amplios para recibir personas porque a veces solo empiezan con lo que tienen pretendiendo crecer y disponen de unos metros en una sala, un portal, garage u otro tipo de espacio, y que por eso, mientras un gran por ciento solo trabaja con entregas a domicilio para evitar el trasiego, otros, simplemente, disponen sus productos casi en la calle, en la acera, no importa si llueve, si hay 37 grados de temperatura o si se es un anciano que teme sacar su dinero en sitio tan desprotegido.
Claro, cuando el establecimiento es tan reducido que no cuenta con medio metro para que entre una persona más, es evidente que no posibilita la atención al público como corresponde, y en ese caso es entendible, aunque sugiero trabajar en ello y no dejarlo así, pero en otros —que son a los que en realidad me refiero—, se trata de locales con comodidad, con amplitud para moverse y permitir la entrada de compradores, y no lo hacen. Quedamos entonces desamparados por esas pequeñas administraciones que en su diseño de actividad no tienen en cuenta ese tema y se muestran temerosos de recibir un oportunista ladrón, cuando pueden pensar en el mecanismo para tener seguridad y hacer que su servicio marque la diferencia al dar, al menos, ese punto a favor.
Otro asunto que me inquieta es encontrarme con gastronómicos, vendedores, y otros protagonistas de servicios que actúan sin ningún tipo de cortesía y que desde su puesto de trabajo se desempeñan con vagancia y nos dan la impresión de que atender al público no es lo que realmente prefieren hacer porque pierden la paciencia, hablan de manera grosera, sin educación, y que son así, incluso, delante de la señora de avanzada edad que demora en decidirse, ante el que manifiestan mucho interés, al de poca y suficiente solvencia económica.
En otros casos, algunos lo disimulan, y cuando lo que esperamos los clientes es recibir un trato correspondido, es feo darse cuenta de la amabilidad hipócrita porque se lo exigen, porque el jefe está cerca o porque únicamente pretenden que consumamos, y cuando termina el servicio, si ha sido poca o no dejamos propina, el rostro se agria por completo.
Fotografía del fotógrafo Roberto Suárez tomada de su cuenta en Facebook Cuba en Fotos
Una vez más, ¿dónde queda la compasión, el altruismo, la bondad? Debe ser que me he tropezado con personas que no quieren en realidad hacer sus trabajos, durmieron mal la noche anterior, o tuvieron recientes experiencias que los llevaron al límite. No obstante la razón que sea, nadie tiene el derecho de maltratar o minimizar.
Afortunadamente, la situación no está por completo a oscuras, existe una lucecita tanto en el sector estatal como en el privado donde siempre encontramos actitudes positivas que nos hacen reflexionar y decir «no todo está perdido», personas con verdadera motivación e interés en esforzarse por desempeñar bien su labor, en ofrecer tratos personalizados, velar por la calidad y cumplir los protocolos de atención al consumidor, sin importar la presión de un supervisor, de si trabajan para una marca ya reconocida o para un negocio chico y humilde de barrio, sino porque les nace y porque probablemente así serán donde sea que se encuentren porque entienden de responsabilidad y valores éticos.
En otros países viví que la cultura del servicio es toda una especialización; que por nada del mundo quieren que la clientela se retire para siempre, sino que vuelva y sea fiel; que se vive demasiado aquello de que «el cliente siempre tiene la razón»; que los requisitos son fuertes y los empleadores muy exigentes —en ocasiones rayando el servilismo, y eso tampoco lo aplaudo.
Es muy seguro que en todo el mundo existirá personal descarriado que no merece el puesto porque muestra costumbres alejadas de la generosidad, y que en parte todos somos culpables porque no exigimos nuestros derechos; porque a veces callamos, nos levantamos, nos vamos y dejamos el asunto así; porque creemos que no merecemos trato superior; porque no criticamos con honestidad para hacer crecer y no para destruir.
Para resumir esta triada de textos sobre un segmento de la pérdida de valores orientada al servicio público, pero aplicable a cualquier escenario, quiero puntualizar, basada en mis observaciones personales, que la juventud no es la única que está perdida, somos todos, es el niño de primaria que repite lo que escucha y ve, el joven que se encuentra en el Servicio Militar Activo y en la unidad se expresa condescendiente y cuando sale de pase se desenmascara, es el trabajador de cualquier empresa que lucra con la propiedad social, el médico que mercantiliza su atención, el botero que irrespeta las normas de cobro, el vendedor que hace marañas con la pesa, el señor que saca su perro a pasear y permite que orine en mi puerta, el dirigente doble moral, el vecino que no me deja dormir porque pone la música tan alta que vibran hasta las copas del seibó, yo misma cuando estoy apurada y me falta paciencia para escuchar a mis padres. Somos todos.
La pérdida de valores no tiene un único rostro, la padecemos, unos de manera más crónica que otros. ¿Cuál es la causa? Tengo pistas o veo coincidencias, pero no certezas de cuál motivo forzó el deterioro que ahora nos tiene en una especie de «sálvese quien pueda» por el abandono de los buenos modales. ¿Qué podemos hacer? ¿Lograremos recuperar lo perdido? Ojalá no se quedara todo en papel o discurso de índice erguido, pero para estas preguntas tampoco encuentro respuestas. Sí creo que no basta con políticas públicas, debemos querer, predicar con el ejemplo, y empezar ya a fomentar principios humanistas como la honestidad, el respeto, la dignidad, la disciplina, el buen trato, la educación formal, las normas elementales de convivencia social, el sentido de reciprocidad, la sensibilidad, en fin, sentimientos y costumbres éticas y morales que no nos son ajenas, muchos crecimos con ellas.
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Carlos de New York City
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