Cuba: ¿Hacia dónde vamos? (Parte 2 de 3)
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Fotografía tomada de la cuenta de Facebook Fotos de La Habana
Es cierto, admito que somos una sociedad desgastada, hastiada, que siente que están agotadas sus fuerzas; no obstante, debemos continuar. Me parece vago abandonar el barco y huir del problema, eso sería aportar al descalabro social. Por eso quiero escribir de valores humanos, y no me quiero cansar de llamar la atención sobre la evaluación desfavorable que hago de cómo estamos. Si mis textos no ayudan a que construyamos un mejor país y seamos mejores, al menos me sirven de desahogo, y si alguien se siente identificado, ya será bastante.
En una entrega anterior consideré negativo cómo estamos viviendo en primera fila la pérdida de los sentimientos más nobles y ese sentido de solidaridad que nos distingue como seres pensantes, además de otras cualidades con las que crecí y que de repente son escasas.
A veces me pregunto si los seres humanos somos egoístas y malas personas por naturaleza y es la vida en comunidad lo que hace que suavicemos tanta maldad innata para adaptarnos unos a otros, o si, en realidad, por el contrario, somos buenos y es el entorno lo que nos transforma y nos hace ser mezquinos.
Y digo esto porque últimamente siento que se recrudece un comportamiento por todas partes que pretende hacer daño, actitudes ceñudas que tienen que ver con la posición privilegiada en determinados puestos, con los pequeños espacios de poder.
A dos experiencias me quiero referir.
El domingo 10 de septiembre mi hermana y yo caminamos, ida y vuelta, desde el Parque El Curita, en Centro Habana, hasta la calle Aguiar, en La Habana Vieja. Aprovechábamos las sombras que nos ofrecían los edificios de la zona, que como todos saben, tienen, por suerte, unos portales que favorecen el paseo porque las aceras son muy estrechas, irregulares, además de estar castigadas por el terrible sol de verano y otras costumbres sociales.
Alrededor de las dos y diez minutos de la tarde estábamos en la calle Teniente Rey entre Zulueta y Monserrate, en la entrada principal del Gran Hotel Bristol, de la firma Kempinski Hotels. Una privilegiada ubicación posee esa instalación boutique, y sus pisos son de un mármol precioso. Conté al menos cuatro hombres en esa cuadra, uno en cada extremo y dos justo en el centro, por donde se accede al lobby. No sé qué funciones cumplían exactamente, pero, a todas luces, querían impedir el paso por esa fachada techada tan característica, aunque eso lo pensé después. El primero que nos tropezamos, en la esquina a Zulueta, exigió en buena forma que no podíamos caminar por allí. Eché un vistazo para tratar de entender si estaban limpiando —porque, lógicamente, por educación no iba a pisar lo mojado—, pero no, estaba todo despejado, solos los cuatro individuos, mi hermana y yo.
Nunca me detuve, y a mi segunda pregunta respondió que «acababan de pasar el brillador y no querían que se empañara el suelo». Me molesté y seguí caminando por la orilla más cercana al exterior, mi hermana sí bajó porque se puso nerviosa, supongo que acostumbrada a seguir órdenes aunque no tengan fundamento porque así nos criaron, pero yo, tozuda y con una dosis de irreverencia y anarquismo que aprendí con los años, quise hacer valer mi derecho de tránsito que luego pude comprobar en la Constitución de la República de Cuba. Sin embargo, no pude llegar a la siguiente esquina porque ella, más angustiada que objetiva, «no quería buscarse un problema».
Por su tranquilidad abandoné el portal a unos pocos metros de la calle Monserrate, donde estaba apostado el cuarto hombre. Ese y los otros dos del centro, con evidente turbación al no hacerme ceder, me trataron mal verbalmente, me llamaron «caprichosa por hacer lo que me daba la gana», amenazaron con «llamar a la patrulla», y la justificación era que simplemente por allí «no se podía caminar»; para mí, insuficiente.
Esperé varios días para canalizar mi incomodidad, consultar y documentarme. Decidí entonces escribir, segura de que si no hacemos valer nuestros derechos, nos los van a robar. El Título V de nuestra Carta Magna, que se refiere a los Derechos, Deberes y Garantías, en su Capítulo I, Artículo 42, establece que todas las personas somos iguales ante la ley y debemos recibir el mismo trato de las autoridades; además, se supone que nos corresponde gozar los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin ninguna razón discriminatoria; y que todos estamos facultados para disfrutar de los mismos espacios públicos y establecimientos de servicios.
Mi hermana y yo no pretendíamos hacer estancia en ese portal del Gran Hotel Bristol; de hecho, solo transitamos por allí de casualidad porque nos hizo camino. Con orgullo le contaba a ella cómo en noviembre de 2022 participé en unos spots publicitarios que grabamos en el área de la piscina que se encuentra en la terraza del piso nueve y desde donde se ve una bella vista nocturna de la ciudad, adornada por un Capitolio iluminado y prepotente.
Muy a mi pesar, todo recuerdo bonito de ese lugar de opulencia y de los trabajadores que conocí hace casi un año desapareció de un momento a otro por la actitud de cuatro hombres que seguramente seguían las indicaciones de un superior y que con seguridad sin razón, o al menos, tergiversada, exagerada. Tal vez solo no supieron explicarse, les faltó claridad, y por eso con el público no puede interactuar cualquiera, sino personas que sean capaces de hacerse entender. De la situación me llevé todo lo contrario, me quedó en la mente una actitud imponente, autoritaria, con pretensiones de hacerme saber que mi posición como ciudadana no es válida, como si fuera yo apestada, terrorista, no sé.
Que un suelo no se pueda pisar para no empañarlo no tiene sentido porque para eso está el personal de limpieza. No para limpiar inmundicia que la gente deja de manera deliberada —aunque también porque no les queda más remedio, hay mucha indisciplina social y personas que dejan sus residuos pestilentes por donde quiera, sin importar que sea sitio concurrido, de lujo, humilde, lo que sea—, pero, en este caso, se trataba de dos muchachas que evidentemente solo caminábamos del punto A al B porque era parte del recorrido y queríamos escapar del sol, no llevábamos los pies lodosos, ni mojados. Me parece excesivo prohibir el paso con esa justificación que me resultó vaga, facilista.
Fotografía del fotógrafo Roberto Suárez, tomada de su cuenta en Facebook Cuba en Fotos
En el Capítulo IV de nuestra renovada Constitución, que aborda específicamente los Deberes, en su Artículo 90, Inciso h, establece que debemos conservar, proteger y usar racionalmente los bienes y recursos que el Estado y la sociedad ponen al servicio del pueblo, y hacerlo con respeto. En ningún momento me enfrenté de manera ordinaria a los censores, simplemente continué mi marcha preguntando el porqué del impedimento. No los ofendí, no me detuve a buscar pleito, mientras ellos sí me intimidaron sin darme una respuesta coherente, medianamente con lógica.
Puede que estuvieran esperando el arribo de alguna personalidad y que, por tanto, aspiraran a que ese hermoso y lustrado piso estuviera más que resplandeciente, y eso nos sucede a todos hasta en la casa cuando esperamos visita; lo entiendo, aunque no me lo dijeron. Pero de igual forma, si esa fuera la razón, me parece desmedida. No se trata de un área vedada, no es el interior del edificio, no es una de las zonas militares que tanto respeto, no había una cinta amarilla, ni un cono, sino varios metros de portal de un hotel urbano, muy lindo, pero en el corazón de La Habana, donde más popular no puede ser su ubicación.
¿Acaso cualquier persona de este mundo no sabe que los pisos son para caminar y que si pasan cien personas puede que se empañe? ¿Cómo un visitante puede creer que en el medio de una ciudad concurrida no va a pasar por allí ni una mosca? Si es que esta es la justificación de la medida, ¿no bastaría con pasar el brillador con alguna frecuencia? ¿Por qué siempre lo más fácil es coartar a la gente? Y, sobre todo, ¿por qué tiene que ser de ese modo? ¿Por qué la supuesta eficiencia tiene que ser alcanzada con indiferencia?
No puedo asegurar que hayan seguido una disposición tal cual o si fue una libre interpretación, y, además, tengo en cuenta que tal comportamiento no es exclusivo de esta experiencia, se repite en otros escenarios: en el banco, cuando no permitimos sentar adentro habiendo asientos libres; o en la tienda, cuando solo poquísimas personas pueden entrar; o cuando demoramos un servicio a propósito; o negamos un proceso; y así, una larga lista de ejemplos que hablan de cuán malos seres humanos somos, de cómo ejercemos autoridad ciega cuando podemos ayudar a los demás.
A veces mucho se resuelve con al menos ser condescendientes, aportar a la calidad de vida, que puede resumirse con pequeñas acciones que van desde permitir estar bajo un techo porque la cola para entrar es inmensa, ofrecer información, responder con amabilidad, y tanto más. Es en los detalles donde nos vamos perdiendo, donde cada día cedemos terreno de la bondad, y cuando podemos ser mejores seres humanos, dejamos salir lo peor, las miserias, la ruindad.
Un próximo texto lo dedicaré a algunas experiencias en el sector privado.
Lea también: Cuba: ¿Hacia dónde vamos? (Parte 1 de 3)
Comentarios
jorge luis garcia sancez
Carlos de New York City
jorge luis garcia sanchez
Carlos de New York City
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