No me disculpo ante el poeta
especiales
Decidí faltar al encuentro convocado para evocarlo. Ese primer domingo de julio se cumplían 10 años de su último viaje, el sin retorno. Pero en mis recuerdos y vivencias junto a él nada había más antagónico que el binomio Guille-muerte, por eso me resistí a sumarme.
Como siempre estuvo contra convencionalismos, almidones y otras rémoras, me entenderá. No me disculpo. Creo que tampoco él hubiese asistido, optando por permanecer en quién sabe qué espacio, acompañado por su sonrisa a veces medio burlona y siempre tierna.
Adonde no faltaba el Guille era cuando la vida convocaba, y si era para ofrecer ayuda, no esperaba ni el aviso.
No voy a olvidar aquella tarde de los años 90 cuando yo permanecía en casa, en una especie de ingreso domiciliario a causa de anemia —era período especial— y en el umbral de mi puerta, sin aviso, se recortó su figura, sofocada por la escalera y alzando triunfante un cartuchito.
En sus ojos había una felicidad tan magnífica por ayudarme, un amor a todo y a todos tan desbordante, que aunque hubiera querido ocultarlo camuflando la mirada azulísima tras gafas oscuras, no lo hubiera conseguido.
—Flaca, toma —siempre me llamó Flaca, aunque ya no lo era tanto cuando pasaron los años de habernos conocido.
Entreabrió el paquetico con el cuidado que su precioso contenido merecía: «Mi cuota de huevos y un poco de miel, dicen que es buena para la anemia».
Quien no vivió aquellos años como nosotros, quizás no pueda calibrar bien la magnitud de aquel regalo. El Guille se estaba quitando su valiosísimo y casi único alimento, y lo hacía con una alegría tal, que… no sé cómo escribirlo.
Estoy convencida de que si hubiera necesitado yo un trasplante de riñón, con la misma simplicidad y contentura me lo hubiera ofrecido. Y no a mí, que era su compañera de trabajo, su subordinada; lo hubiera hecho con cualquiera, porque a cualquier necesitado brindaba su hombro, y sobre todo su amor, convencido de que ese era el remedio más eficaz.
Son muchos los recuerdos, las anécdotas que guardo de ese ser maravilloso, pero de entre todas, me gusta evocarlo una y otra vez tensando el arco que adornaba su humilde apartamentico de la calle 42, donde permaneció un puñado de años.
Como vivíamos relativamente cerca, había ido yo allí con mi hijito, de quizás 2 o 3 años, a no sé qué asunto de trabajo; y el niño, curioso y sin riendas, como casi todos los de su edad, fue directo a tocar el arco, a preguntar.
Guille —cuánto le gustaban los niños; él también lo era, a veces— descolgó el artilugio tensándolo, como buen arcabucero, para mostrarle a Gabriel el modo de usarlo.
Mi hijo se le quedó mirando con toda atención, analizando, y le preguntó como para cogerlo en falta:
—Pero ¿y la flecha? Sin flecha no sirve.
—La flecha la vas a poner tú.
El niño, de seguro, no comprendió en aquel momento la sabiduría y grandeza de tal respuesta, pero a partir de ese momento, cada vez que me veía en la necesidad de llevarlo al periódico, siempre pedía ir a la oficina del Hombre del Arco y la Flecha.
Y sí, Guille es una especie de Robin Hood contemporáneo, pretendiendo hacer diana en el centro de la maldad, la ambición, la envidia, las tristezas varias… No siempre lo consiguió.
Al Hombre del Arco y la Flecha debo algunas de las más importantes lecciones de periodismo. Sin ninguna ínfula de académico o de subdirector —que eso era—, me enseñó lo equivocado de escribir para un destinatario indeterminado, tan multitudinario y amorfo, que no se le pudiera vislumbrar la expresión del rostro.
Cada palabra que teclees debe ser pensando en el ser humano que va a leerte y necesita de lo que escribes; algo así me decía, y yo trataba de hacerle caso. Aún hoy lo intento.
Cómo no creer a pie juntillas en quien llamaba Poeta a todo el mundo.
Al preguntarle por qué, explicaba: «Cada cual es poeta hasta que no se demuestre lo contrario».
Han pasado diez años, y de Guille, nadie ha podido ni podrá demostrar lo contrario.
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