Viaje al recuerdo de Mario Balmaseda
especiales
Mas allá de su muerte, ocurrida recientemente, viven la experiencia de vida de Mario Balmaseda, formación, reflexiones sobre el teatro, búsquedas artísticas, y otros aspectos sobre los que conversó años atrás con la periodista.
Con Mario Balmaseda iniciamos un largo viaje a su niñez y adolescencia. Cara a cara con el tiempo, el popularísimo y valioso actor se enfrentó, al cabo de los años, a hechos de su vida que nunca se había atrevido a analizar profundamente, a cómo se fue operando el fenómeno del cambio en él, y de qué manera una y otras cuestiones definieron su derrotero artístico y revolucionario.
El protagonista del filme De cierta manera, de Sara Gómez, pasó su primera infancia en el circo Santos y Artigas, donde su mamá trabajaba «haciendo de la mujer sin cabeza». Fueron años de intenso peregrinar, recorriendo en tren la Isla.
«Tal vez, en el circo nació mi vocación por el arte. Hay imágenes, recuerdos que vienen a menudo y me dejan un sabor amargo, una nostalgia, qué sé yo... Recuerdo mucho a Polydor, el payaso más famoso de América. Un hombre que vestía de alegría su tristeza para hacer reír a los niños.
«Polydor fue mi gran amigo cuando yo tenía cuatro o cinco años. Me maquillaba, jugaba conmigo. La última visión que tengo de él es su figura sobre el césped, un césped hermoso, lleno del rocío de la mañana. Sí, porque la gente del circo se levantaba tempranito para ejercitarse o jugar a la pelota, y a Polydor le encantaba jugar a la pelota con otros payasos como Gallito y Camello.
«El circo, esa fue mi primera relación con la vida artística, de ahí que siempre he tenido la aspiración de trabajar algún día como clown, expresarme dentro de esa línea en una forma fina, delicada. El humor es un género muy difícil. Solamente el hombre tiene el don de la risa. Quien no entienda a profundidad la esencia humana, quien no sienta ternura por el hombre, no puede conmoverlo, hacerlo reír o llorar».
Lo artístico le llega a Mario por otros familiares como su tía Digna Zapata, una vedette bellísima que tuvo un destino trágico, pues enloqueció muy joven, y por el propio papá de Digna, el destacado actor Armando Zapata, quien acostumbraba a llevarlo al teatro Martí a ver ensayos y puestas de escenas.
«Mi madre viajaba constantemente al extranjero. Una de las veces me dejó con mi tía en el Cerro. Vivíamos allí como once o doce primos. Yo era el más chiquito. Me mandaron a una escuela que primero fue comercial y luego militar; se llamaba Toledo. Pasé incontables vicisitudes.
«Toledo, el director, no me soportaba. ¿Sabes por qué? Sobre todo porque soy mulato. Le molestaba que un mulato estuviera en aquel centro. Además yo era indoblegable con los castigos que me imponía. Como tengo la piel clara y el pelo rizado me obligaban a pelarme bajito para como decía que "pasara entre los blancos"».
De aquella escuela, lo único que le gustaba a Mario era la enseñanza militar, una de sus vocaciones más fuertes. La otra es el toreo. De ahí que se sintiera tan feliz cuando protagonizó Juan Quinquín en televisión.
Después de Toledo, estuvo internado durante tres años en la escuela Valdés Rodríguez. De aquel régimen brutal que lo marcó para siempre, salió su primera obra teatral, Fila de sombras, escrita a los l9 años y Premio Nacional de Teatro 1962.
«"Valdés Rodríguez" tenía una característica muy singular. Había gente muy pobre, casi en la indigencia, a la cual el gobierno de turno —Grau, Prío, Batista, cualquiera de ellos— le otorgaba alguna que otra beca. ¿Por qué sucedía esto? Muchas veces el periódico denunciaba que a un niño de un barrio marginal una rata le comió los dedos u otra cosa así por el estilo, tremenda... También estaban como pupilos hijos de familias más acomodadas.
«Desde que llegué me sentí mal. A medida que veía los atropellos me rebelaba. Ese colegio, en aquel tiempo, era un submundo, donde imperaba la injusticia, lo peor. Claro que siempre hay excepciones y las había: profesores honestos que no aceptaban el maltrato».
Esta obra autobiográfica fue representada por el Conjunto Dramático de Oriente y por muchos grupos de aficionados. Ahora el texto anda perdido, aunque cree que hay un ejemplar por Guantánamo.
«Cuando mi madre regresó del extranjero, comencé a vivir con ella. Las cosas mejoraron para mí, tuve cierto equilibrio. Empecé a estudiar en el colegio Randin de Villiers y hasta gané una medalla por aplicación. Luego pasé a la Escuela Primera Superior No. 2.
«Al poco tiempo, empecé a estudiar en Artes y Oficios y a trabajar en salones de juego. Primero, como cajero del cabaret Montmartre, y luego como dealer en la ruleta. Era la carne de cañón ideal... ya me querían enviar a Las Vegas. Tenía, según ellos, las condiciones mejores: juventud, presencia, agilidad. En aquella sociedad era difícil para un joven tomar otro camino, aspirar a otra cosa.
«Después vino 1959. Mi familia volvió a irse y, esta vez, para siempre. De Lawton, donde vivía, regresé al Cerro, con mis primos. Empecé a frecuentar la Biblioteca Nacional, donde tuve oportunidad de conocer a Eugenio Hernández, uno de los teatristas más importantes del país. Un día, tímidamente le enseñé unos versos que tenía ocultos. Si en Montmartre me hubiera atrevido a decir que hacía poemas, esto lo hubieran visto como un signo de debilidad. Entre los tahúres, el machismo es muy fuerte. Eugenio me alentó, me dijo que podía escribir.
«He tenido experiencias muy ricas. Cuando se formaron las Milicias Revolucionarias, estuve de jefe de una compañía en la Quinta Estación. Allí tuve mi primer contacto directo con los trabajadores. Fue fundamental. Tenía bajo mi mando, con solo 18 años, a obreros de 60, de 50. Había recogedores de basura que se cubrían con sacos de yute los pies para aplastar los desechos en los camiones. Empecé a darles instrucción militar y empecé también a sentirme ridículo, tan limpio, con una manilla de oro y un serrijón, frente a aquellos hombres sudados, algunos casi descalzos. A los pocos días, vendí la manilla y regalé la sortija a un primo».
Luego, Mario fue jefe de milicia en el Teatro Nacional, pero se sentía mal porque aún no trabajaba. En el teatro conoció a artistas que admira como Sergio Corrieri, Gilda Hernández, Vicente Revuelta, René de la Cruz. Consiguió un empleo de «hacelotodo» en el propio Nacional, y así estuvo hasta que se formó la primera Brigada Campesina, dirigida por Jesús Hernández. Iban en camión a cualquier lugar a divulgar el teatro.
En aquel momento de agudo enfrentamiento de clases, la Brigada montó Los fusiles de la madre Carral, de Brecht. Actuaron para los combatientes de la Lucha contra Bandidos, incluso en los propios cercos. En avionetas tiraban los programas para que los campesinos supieran a qué lugar y en qué fecha iban a llegar tal o cual día. Para transitar de un sitio a otro, se identificaban con las boinas verdes, las primeras boinas verdes.
Al regreso del Escambray, Mario escribió varias obras, como Permiso para casarme. Esto motivó que lo becaran en el Seminario de Dramaturgia del Teatro Nacional. Después trabajó con las Brigadas Covarrubias hasta que marchó a la República Democrática Alemana, RDA, a completar su formación teatral en el Berliner Ensemble. Para el actor, el viaje que se extendió a la Unión Soviética y Polonia fue de gran ayuda desde el punto de vista técnico. Le sirvió para organizar más las ideas y entrar en contacto con un teatro de un nivel científico superior.
Cuando volvió a Cuba, no trató de hacer teatro a la europea, alejado de nuestra vida, sino tomar lo que mejor servía a nuestra realidad.
—¿Y cómo concibe Mario los personajes? ¿Cuál es su preferido?
—Para abordar un personaje positivo o negativo, el actor tiene que partir de la honestidad. Entregarse con pasión, hacer un análisis correcto. Necesita sensibilidad, técnica, capacidad de imaginar.
«Hay personajes que lo ponen a uno contra la pared, y un caso es Lenin. Aunque uno tenga una ventaja, las referencias de libros, fotos, los documentales... no es fácil. El público, cuando va al teatro, tiene su imagen de Lenin que quiere ver. Entonces, ¿cómo responder a esa imagen que todo el mundo conoce? Muchas veces, a solas, me he preguntado: ¿cómo yo, un simple actor, puedo representar a Lenin, que fue un genio, el constructor de un mundo nuevo?
«Los teatristas soviéticos me orientaron mucho, pero tenía que buscar, sobre todo, la esencia del carácter de Lenin. Y estudié sin descanso, me adentré noche y día en su vida para poder conocer cómo era su visión del futuro, los desengaños que sufrió, su optimismo, sus convicciones marxistas, su fe en el hombre. A partir de lo interno, trabajé lo externo, es decir, su forma de gesticular, cómo caminaba…»
Mario me explica que después de ver el video de El Carrillón del Kremlin, filmado por los cineastas soviéticos para la Televisión de la URSS y Eurovisión, él siente que tiene aún que perfilar detalles. Continuó profundizando en el pensamiento de Lenin como en el de Dimitrov, otro de los personajes que lo han enriquecido como actor y revolucionario.
Para nuestro entrevistado, el Reinier de En silencio ha tenido que ser es uno de sus papeles inolvidables. Y aunque piensa que el actor no debe prejuiciarse con los roles que va a desempeñar, después de hacer Dimitrov, Lenin, Reinier, cree que le va a costar mucho una protagonización al estilo de Marcos, el loco, del filme El brigadista.
«Cuando tengo que ponerme al lado del enemigo, tratar de entender su teoría, cómo piensa, para representarlo, no puedo evitar cierto rechazo, aunque sé que esto, en el plano profesional, no es bueno».
Ante el dolor de su fallecimiento, rememoro aquella charla tan honda sobre la existencia de Mario Balmaseda, destacadísimo actor, pero, ante todo, un gran ser humano. Sus virtudes y talento no permitirán que la muerte nos aleje de él.
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Carlos de New York City
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