No se acabó el querer, ni se acaba

Hay grandes pruebas de esa verdad, y en las circunstancias de una terrible pandemia se ha confirmado de modo ejemplar. Pero a veces también los indicios elementales ofrecen matices significativos.

Un transeúnte, como si no fuera ya un setentón, andaba hoy a paso casi galopante por la habanera calle de Infanta. Cuando se acercaba a la avenida Salvador Allende —nombre con el que ni de lejos se compara en lo honroso el de Carlos III—, el viento le levantó el sombrero, y este voló hacia la nutrida fila de automóviles que se acercaban a notable velocidad.

El reflejo del transeúnte fue lanzarse a salvar su sombrero, nada menos que un panamá apreciablemente nuevo; pero una mujer madura y en plenitud de ímpetus, una cubanaza de la cabeza a los pies, lo sujetó por un brazo cuando él se disponía a saltar de la acera, y le dijo: “¡Cuidado, que lo matan!”. Así lo mantuvo mientras un joven se movía con agilidad, precaución y buen tino, pero no sin riesgo, para rescatar el sombrero, que salió ileso de una rueda que lo mordió.

Entonces la mujer mostró sosiego, pero hasta no ver con su sombrero en la mano al transeúnte no lo soltó. Él le dio las gracias efusivamente, al igual que al joven que le había salvado el panamá, y ambos mostraron la satisfacción de quien ha actuado por el placer de hacer bien. Mientras continuaba con prisa su camino, el joven respondió: “Nada tiene que agradecerme, amigo. Es que, si no lo hago así, los carros le ripian su sombrero”. La expresión que inundó el semblante del transeúnte parecía decir que aquella escena, más que devolverle su panamá, le había ratificado una esperanza o certidumbre necesaria: el querer no se acaba.

Vale imaginar que habría querido saber y grabarse al menos los nombres de aquellas dos personas, a quienes no cree haber visto nunca antes; pero la sorpresa y la prisa no se lo propiciaron.

Tomado del Facebook del autor