EE.UU.: Donde la vida vale cada vez menos

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EE.UU.: Donde la vida vale cada vez menos
Fecha de publicación: 
25 Enero 2025
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Manifestantes reclaman mejoras al servicio de Medicade durante una protesta afuera del Capitolio de Estados Unidos.Foto: Drew Angerer (AP) 

La aspiración a una vida larga es cada vez menor en Estados Unidos, donde su esperanza al respecto es inferior al de hace 20 años, y en ello tiene que ver desde el peligroso modo de llevarla hasta lo caro e ineficiente de la sanidad.

Cuando en el anterior gobierno de Donald Trump la desidia oficial provocó hasta más de un millón de muertes a causa del no tratamiento a tiempo de la pandemia del COVID-19, se dijo posteriormente que las deficiencias sanitarias se borrarían en la saliente administración, pero los intentos y planes al respecto no aportaron mejorías, porque para las empresas que emplean a decenas de miles de personas solo les importa las ganancias.

Y es que, subrayo, la sanidad es uno de los grandes problemas estadounidenses. El negocio que hay alrededor de aseguradoras, hospitales y médicos ha generado un sistema disfuncional que pocos ciudadanos entienden bien. Los resultados tampoco lo justifican: la esperanza de vida es hoy la misma que hace 20 años.

Relata Sputnik que Russell Vought, candidato de Trump para dirigir la Oficina de Administración y Presupuesto, admitió que ocho de cada diez estadounidenses dudan de que sus hijos puedan vivir mejor y casi la mitad considera que su nivel de vida es peor que el de sus padres. 

"Hoy en día, el 78% de los estadounidenses no se sienten seguros de que sus hijos llevarán una vida mejor que la que ellos tienen, casi el doble del 40% de los estadounidenses que decían lo mismo hace dos décadas. Cuando miro el despilfarro gubernamental y nuestra deuda nacional, sé que temo por el futuro de mis hijas", dijo Vought, durante su audiencia de confirmación en el Senado, obviando que durante el primer mandato de Trump el había ocupado igual cargo y tuvo la responsabilidad acerca del continuado deterioro al efecto.

En esa época, una conocida de origen cubano estuvo menos de tres días en un hospital de Georgia donde le hicieron una operación de la vesícula, saliendo con una deuda de 19 000 dólares, la mayor parte de la cual lo pagó la aseguradora.

Y ello no es nada cuando si es un hospital de mucha monta, como el neoyorquino Mount Sinaí, donde una operación cardiaca puede costar hasta 275 000 dólares y una cesárea 55 000. Eso sin contar con otras pruebas, hospitalizaciones o tratamientos. Refugio habitual de famosos y de la élite nacional e internacional, el hospital, fundado a mediados del siglo XIX para la desatendida comunidad judía neoyorquina, tiene un gran mérito: atiende a colectivos empobrecidos de los barrios de Harlem, Brooklyn o Queens, sin ánimo de lucro.

Pero esto no es lo común en un sistema sanitario que es una compleja maraña de hospitales, pólizas de seguro, copagos y burocracia. Privatizado de mala calidad, caro, ineficiente que, lejos de reducir desigualdades, las aumenta. Tanto es así que un 8% de la población no tiene cobertura médica.

Los resultados de todo esto son malos. Estados Unidos invierte un promedio del 16,6% de su PIB en salud, cuando la media de países similares rondaba el 11%. Esta inversión debería verse reflejada en la calidad de vida de los estadounidenses, pero no es así. Si en los países desarrollados la esperanza de vida llega a los 80 años, en Estados y unidos apenas rozan el 76, igual que en el 2004. 

Hay más factores que influyen en la mala salud de los estadounidenses —la alimentación, el sedentarismo, la escasa prevención o la crisis del fentanilo—, pero el sistema sanitario juega un papel central. O más bien, la falta de reformas en él. 

Como ocurre con el debate de las armas de fuego o la violencia policial, un sistema sanitario cimentado sobre lo privado y sobre los seguros de salud se ha convertido en un elemento identitario de ciertos sectores. El sistema no puede cambiar porque es su sistema, el estadounidense. Una vez más, la visión excepcionalista que el país tiene de sí mismo le supone un obstáculo y no una ventaja. Pero para entender por qué el sistema no cambia es fundamental comprender cómo funciona.

SOLO CUENTA LO PRIVADO

El sistema de salud estadounidense está privatizado casi en su totalidad. Los hospitales, médicos, ambulancias y hasta los fármacos son de titularidad privada o siguen una lógica privada. Esto no quiere decir que el Estado esté ausente. Algunas instalaciones son públicas y, sobre todo, la mitad del gasto sanitario en Estados Unidos es público.

La mayoría de este gasto se da en tres tipos de hospitales: sin ánimo de lucro, con ánimo de lucro e instalaciones estatales o locales. Los hospitales sin ánimo de lucro suponen un 58% del total. Sin embargo, el nombre no debe llevar a engaño. El mencionado Mount Sinai es uno de ellos, y no por eso es barato. El gran matiz es que muchos de estos hospitales pertenecen a fundaciones, universidades o congregaciones religiosas que, sin renunciar a la rentabilidad del negocio, también buscan servir a colectivos específicos, realizar investigaciones o tener un impacto en determinadas comunidades. La Clínica Mayo, en Rochester, Minnesota, considerada la mejor del mundo, o el Hospital General de Massachusetts, asociado a la Universidad de Harvard, son dos ejemplos.

Después están los hospitales con ánimo de lucro, alrededor de un 24%. Estas instalaciones buscan exclusivamente la rentabilidad. Muchos de ellos pertenecen a grandes empresas que han desarrollado cadenas de hospitales e incluso cotizan en bolsa. Tal es el caso de HCA Healthcare, Legacy Lifepoint Health o Prime Healthcare Services. Todas ellas poseen decenas de hospitales repartidos por todo el país.

Por último, los hospitales públicos de titularidad estatal o local suponen cerca de un 18%. No suelen ser los mejores, pero son muy importantes en entornos rurales, donde  otras instituciones, y sobre todo el mercado, no están demasiado interesados. En estados como Wyoming, Iowa, Kansas o Misisipi, este tipo de instalaciones suponen más del 40% de los hospitales, mientras que en los estados del noreste, más urbanos y económicamente potentes, no suelen ser más del 5%.

Pero vayas al hospital que vayas, debe ser con un seguro. Desde la aprobación en 2010 del Affordable Care Act, el plan sanitario conocido como Obamacare, es obligatorio para cualquier ciudadano tener un seguro de salud. Este se puede conseguir principalmente mediante tres vías: que lo abone el empleador, que lo pague cada persona o que el Estado lo provea. Del 90% de la población que, aproximadamente, tiene un seguro de salud, un tercio lo hace a través de la cobertura pública y dos tercios mediante seguros privados.

Los seguros de salud que vienen a través de la empresa son los más habituales. En Estados Unidos es frecuente que el empleador, además del salario, añada al puesto de trabajo una serie de ventajas que hagan más atractiva la oferta. Uno habitual es un plan de pensiones privado; otro, más revolucionario, tener días de vacaciones pagadas —en Estados Unidos no hay un mínimo legal—, y uno de los más comunes es el seguro de salud. Este suele abarcar al trabajador y a su familia, por lo que una buena póliza es valiosa para parejas con hijos o donde hay alguna enfermedad crónica. También es útil para las empresas: pueden deducirse impuestos y conseguir mejores precios de las aseguradoras si tienen cierto volumen de empleados.

Pero tener un empleador no garantiza un seguro. Tampoco que, de tenerlo, la póliza ofrezca una cobertura interesante. En ese caso, mucha gente elige costearlo de su propio bolsillo. En el 2024, el precio medio de un seguro individual en Estados Unidos fue de 477 dólares al mes, aunque la horquilla más habitual sitúa su precio entre los 300 y 600 dependiendo del estado, la edad o el tipo de trabajo. Y si alguien no está cubierto por su empresa y tampoco puede pagar un seguro de su bolsillo, existen los seguros públicos, que tampoco son gratuitos. A través de una cuota subvencionada, se puede acceder a uno de los dos programas principales: Medicare y Medicaid.

Además, estos programas públicos no cubren a los inmigrantes que residen de manera irregular. Salvo que se lo puedan pagar por sí mismos, están completamente desprotegidos.

NADA RESUELTO

Podríamos pensar que con estos programas los estadounidenses tienen asegurada una cobertura aceptable, pero no es así. A esto se suma el 8% de ciudadanos que no pueden acceder a un seguro y el 43% de adultos que tienen un seguro por debajo de sus necesidades reales. Además, cada estadounidense tiene que desembolsar al año 1 400 dólares en copagos de media, porque su seguro no lo cubre, algo que a menudo también deriva en deudas hospitalarias. El propio gobierno de Estados Unidos estima que sus ciudadanos deben más de 220 000 millones de dólares por tratamientos que no han terminado de pagar.

Salvo contadas excepciones, los seguros de salud no cubren todos los tratamientos y gastos que tiene un paciente. Ni siquiera los públicos. Medicare, por ejemplo, cubre los primeros 60 días de hospitalización. A partir de ahí el paciente tiene que abonar de su bolsillo entre 400 y 800 dólares —o incluso más— por cada noche extra. Y es que la figura del copago es otro elemento clave del sistema. Por lo general, los seguros suelen estar divididos en cuatro categorías: bronce, plata, oro y platino. Aquellos planes de bronce, además de una cobertura más limitada, tienen copagos de hasta el 40%, mientras que los seguros de platino reducen el copago hasta el 10%.

Pero la calidad de los metales se ve cuando toca ir al hospital y el seguro debe desembolsar su parte. Si los tratamientos, pruebas y cuidados que un ciudadano recibe entran en su póliza, el seguro deberá hacerse cargo de la parte que le toque y el paciente de la suya mediante el correspondiente copago. Estos copagos tienen un límite por ley: 9 450  dólares por persona al año o 18 900 si se trata de una familia. Si se ha alcanzado ese límite, el seguro deberá hacerse cargo del resto.

AGREGOS, COMO EN LAS PIZZAS

A finales de diciembre, el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano publicó un informe que mostró que el número de personas sin hogar aumentó un 18% entre enero de 2023 y enero de 2024, alcanzando el nivel más alto jamás registrado.

Entre otras cosas, el aumento se atribuyó al empeoramiento de la crisis nacional de vivienda asequible, el aumento de la inflación, el estancamiento de los salarios entre los hogares de ingresos medios y bajos y "los efectos persistentes del racismo sistémico", así como a desastres naturales, el crecimiento de la inmigración irregular y a la ya expuesta crisis de salud pública.

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