Maluma y el gran zoo

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Maluma y el gran zoo
Fecha de publicación: 
29 Mayo 2018
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Nadie puede decir que ella no es limpia, baña a su puerca hasta tres veces al día. A Maluma –la puerca- es a la que no le gusta ni un poquito el agua y chilla como alma que se lleva el diablo cada vez que empieza la sesión de higiene.
 

El asunto no tendría trascendencia alguna de ocurrir en algún campo de Cuba, pero su escenario tiene lugar en el primer piso de un edifico en el corazón del capitalino municipio de Playa, a unas quince cuadras de la tienda de 5ta. y 42.
 

En un amanecer apacible y bien silencioso, es probable que hasta en las inmediaciones del teatro Karl Marx se escuchen los chillidos de Maluma.
 

Pero aspirar a un amanecer así es una utopía para los vecinos de la puerquita porque antes de que la susodicha empiece a gritar, ya sea por el baño o por comida, al comenzar los primeros claros el gallo se adueña de los micrófonos con una puntualidad pasmosa.
 

Ese no tiene nombre propio pero sí un potentísimo canto, tanto, que parece irrumpir junto a las almohadas de todos los durmientes del barrio. No importa que sea sábado o domingo, o que entre semana tengas ese día libre, o que estés enfermo, justo a las 4:30 el animalito rompe disciplinadamente a cantar.
 

Ojalá la puntualidad del gallito fuera la de los empleados de la tiendecita cercana, o del taller de reparaciones, o del policlínico... pero para brindar servicios las puertas no se abren con la precisión del gallo aunque sí se cierran compitiendo con su exactitud: ni un minuto después.
 

Como el pobre gallo no podía quedarse tan solito en un barrio como ese, tan poco amistoso con animalitos como él, además de la puerca están las gallinas y los pollitos.
 

Los vecinos más antiguos aseguran que fue por los años 90, en lo más duro del Período Especial, cuando a esa familia le dio por criar pollitos en el balcón. Después, pasó el tiempo y pasó, “pero parece que les quedó la costumbre de criadores”, comenta con resignación la abuela que vive en el piso de arriba.
 

Nada de costumbre. Son como diez, les dicen Los muchos y nada más trabaja uno. De ahí que su crianza de animales no es resultado de ningún hábito y menos de algún viso filantrópico. Los crían para comer y para venderlos. Suerte que no les ha dado por querer tomar leche de chiva.
 

Pero aunque así fuera, la desgracia no sería mayor porque el ruido más grande no lo hacen los animalitos, sino sus dueños.
 

Con los adjetivos cariñosos más impublicables empiezan llamando a voz en cuello, también al amanecer, a las aves de corral para echarles su alimento. Y con la misma “ternura” mal hablada, muy mal hablada, la emprenden a continuación con la puerca para su baño.
 

Sí, la banda sonora de ese pedacito de La Habana es una maravilla... surrealista. Y no es la única encrucijada capitalina donde así ocurre.
 

Cuentan que si en ese lugar de Playa lo hacen para la venta y la alimentación, hay otro punto en Plaza, en el Vedado, donde crían bicho para el solo disfrute de tener un zoológico en casa. Lo han conseguido.
 

Aseguran que allí hay, en sus respectivas jaulas, desde pavorreales hasta iguanas. Con las consiguientes afectaciones no solo para los vecinos sino también para los propios animales, que viven confinados en pequeños espacios tras barrotes.
 

Desde tiempos de los faraones y aun mucho más atrás se han emitido ordenanzas y otras exigencias para regular el ordenamiento y convivencia urbana, de ahí que el Decreto 272 de febrero de 2001, sobre las contravenciones en materia de ordenamiento territorial y de urbanismo y las medidas aplicables no resulte ningún extremo.
 

Publicado en la Gaceta Oficial de la República el 21 de febrero de 2001, en este decreto el Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros establece las contravenciones en materia de ordenamiento territorial y de urbanismo. En la sección De la Higiene Comunal, el inciso f del artículo 18 “prohíbe la tenencia o crianza de ganado equino, bovino, caprino y porcino dentro del perímetro urbano. A los infractores se les imponen multas de 100 a 300 pesos y/o se les decomisa los animales”.
 

Es probable que la cuantía de la multa resulte escasa en relación con los beneficios que pueda reportarles a los vecinos el criar a Maluma.
 

Pero más allá de números, habría que detenerse en los perjuicios que esa práctica puede ocasionar a la salud, incluyendo los daños por contaminación sonora, en los que son reyes los dueños de la puerquita, del gallo y demás animales.
 

Eso de levantarse cada día del año con el cantío de un gallo en la madrugada en medio de una de las urbes más citadinas de la capital constituye por sí solo un motivo casi para desesperar.
 

No por gusto se habla de daños como taquicardia, aceleración del pulso, aumento de la presión arterial, dolor de cabeza y hasta de pérdida de la audición a causa de los ruidos -el déficit auditivo provocado por el ruido ambiental se llama socioacusia.
 

Tales ruidos, en el ámbito psicológico pueden ser causantes de insomnio, fatiga, estrés, depresión, irritabilidad y también agresividad, por solo mencionar algunas de sus secuelas.
 

Considerando estos males, existen normas jurídicas como la ley 81 del Medio Ambiente, el Decreto Ley 141/1988, los códigos de Seguridad Vial y Civil, y el Decreto Ley 200 de 1999, a la vez que hace tres años, fueron creadas a instancias gubernamentales comisiones a todas las instancias para enfrentar con acciones concretas la contaminación sonora.
 

Que a nadie se le vaya a ocurrir restarle importancia a lo que hace la dueña de Maluma, el gallo y compañía, aduciendo que “así somos los cubanos”. No considerar al prójimo, molestarlo y hasta enfermarlo nada tiene que ver con la idiosincrasia de este pueblo.
 

Porque, si hemos sido capaces de ir a luchar por otros pueblos hermanos, si hoy son tantos los cubanos alejados de sus familias para brindar ayuda solidaria a otras naciones, ¿cómo entonces vamos a perjudicar en vez de ayudar al vecino de al lado?

 

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