Cosas y casos en un hospital cubano
especiales
Mucho se dice que a los hospitales hoy en día es mejor ni entrar, y yo me pregunto: ¿cuándo fue bueno? Si mal no entiendo, a ese sitio siempre se llega por un problema de salud más o menos grave, en tanto no tiene solución en la atención primaria, dígase consultorios y policlínicos. Pero bueno, no falta razón a quienes enumeran las escaseces y deficiencias que afronta la salud pública cubana, algunas económicas, materiales, objetivas, y otras de carácter subjetivo, íntimamente ligadas a la voluntad y la vocación de los seres humanos.
Sin embargo, a la par de esas cosas y casos perfectibles, crecen y se multiplican otras historias que también vale la pena contar; no son estadísticas frías, sino testimonios vivos y oasis en medio de todo. Hace una semana mi tía ingresó a la sala de Cardiología del Hospital Faustino Pérez, de Matanzas, con un infarto. Después del gran susto, puedo contar las «anécdotas colaterales»...
Los privilegios de un maestro
En la sala de espera para los familiares de los pacientes graves no se puede menos que conversar para mitigar la ansiedad y la angustia, y terminas esperando el parte aun cuando tu pariente ya está fuera de peligro y de terapia intensiva. Allí encontré a una amiga del pre; su tío, durante años profesor de Matemáticas del IPVCE Carlos Marx, lucha por su vida contra una pancreatitis que lo mantiene en estado crítico.
Una noche le pregunté a la esposa por el parte de las 8: «no han bajado a darlo, pero te diré el extraoficial; estuvieron aquí dos alumnos de él que son cirujanos y están fuera de liga, entraron a verlo, conversaron con los médicos de intensiva y me dicen que hay varios indicadores importantes que están bien, y mañana regresan para apoyar al equipo que le va a hacer la traqueotomía».
Así, todos los días desfilan exalumnos, ahora doctores muy calificados en diversas especialidades, a preocuparse y ocuparse por el profe, a procurar que no le falte nada, que no se descuide un detalle; tanto, que la familia asegura: «la verdad es que en esa sala a todo el mundo le dan tremenda atención, pero gracias a sus alumnos, yo te digo que tiene el hospital para él»…
«El que tiene padrinos se bautiza», dirán algunos que solo miran un lado de las cosas, sin embargo, yo prefiero pensar en los privilegios que no consiguen el dinero o el poder, sino el hecho de haber sido un buen maestro.
¿Todos somos iguales?
En la sala de Cardiología sí. La categoría de humano nos une y nos iguala por sobre todo lo demás. Pude comprenderlo mejor esta mañana, cuando una muchacha bien vestida y arreglada entró al cuarto pidiendo permiso para usar el teléfono.
Noté que la acompañante de la otra cama me hacía una seña, pero no entendí hasta que me fijé en la oficial del Ministerio del Interior que esperaba en la puerta. Para confirmar le pregunté cuando salieron: ¿esa es la presa? «Sí, creo que ya se va hoy de alta». Entonces comprendí también lo que hacía otra uniformada cuidando a la paciente durante toda la noche, tan atenta, que me pareció un familiar.
Del 35 al 2015… grandes diferencias
La enfermera entra risueña jeringuilla en mano. Claro que una inyección nunca es cosa de risa, pero si viene de esta joven mulata, expresiva y cariñosa, duele menos, dice «el Pepillo» octogenario que acompaña a mi tía en su cuarto de terapia intermedia. El brazo izquierdo del Pepillo se ha colmado de inyecciones en más de una semana de ingreso, así que la «seño» intentará encontrar una vena en el derecho, pero antes de poner manos a la obra, la sorprende una desviación notable en el hueso del codo y le pregunta: ¿qué te pasó ahí?
«Cuando tenía cinco o seis años me fracturé, tenía que operarme, pero valía 500 pesos, y por los años 30 mi madre no tenía ni 500 quilos, así que tuve que aguantar el dolor y dejarlo así mismo», explica el paciente.
En los 90, Pepillo necesitó una operación del estómago, y la tuvo en un hospital de la capital cubana. No le costó un centavo. Ni la atención que recibe ahora en 2015 por un edema agudo al pulmón provocado por afecciones cardiovasculares. Quizás por eso su hija, cuando siente los malos olores del baño, no sale a quejarse, sino a buscar utensilios para darle «una buena limpieza». ¿Será que escogió agradecer?
También yo. No solo la ayudé a limpiar el baño de la sala, sino que me animé a escribir esta crónica de dos capítulos que quiero recordar de estos días.
El resto no falta quien lo diga, nosotras mismas hacemos la catarsis cotidianamente y después de maldecir nos reímos de las desgracias. Sin embargo, no sería justo con la enfermera del Pepillo, que viaja desde Alacranes y le alcanza el buen carácter para las 24 horas de guardia; con los asistentes que bañaban a mi tía en intensiva y le aliviaban el dolor con buenos chistes; con los médicos que no les pierden ni pie ni pisada y están pendientes del menor de los síntomas; con el sistema que, en sus más y sus menos, no abandona a nadie. Pepillo, el cochero de Pedro Betancourt, y la reclusa del primer cubículo, son la prueba.
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