USA: Horrores penales, no solo ajenos
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Casi a diario llegan noticias sobre motines carcelarios, horrores que se viven en esos antros no solo del Tercer Mundo, generalmente más abandonados, sino en las más florecientes urbes del Primero.
No importa que militares y miembros de la inteligencia estadounidense acudan en tropel a facilitar ayuda a regímenes que le son caros, como el peruano y el ecuatoriano, para presuntamente aliviar la tensión carcelaria allí latente en medio de la inseguridad general y el incontenible narcotráfico, cada vez más floreciente.
Quienes conozcan del auge de la droga en las naciones donde haya intervenido militarmente Estados Unidos o tenga bases en sus territorios saben del incremento al respecto, como en Afganistán y las más cercana Colombia.
Medios occidentales se dedican a relatar los horrores carcelarios en naciones que ellos consideran inferiores en todos los sentidos, obviando, por ejemplo, la situación de los presos palestinos en cárceles israelíes.
Por supuesto, a cada país, a cada gobierno, le toca responder acerca de las condiciones en que vive la población carcelaria; a cada pifia en ese sentido Occidente saca lascas para denostar a los que considera seres inferiores.
Ahora en Ruanda, por segunda vez en tres años, vuelve a surgir la denuncia de que hay presos que practican el canibalismo en la cárcel de Gitarama, ubicada al borde de la selva y en un terreno totalmente minado.
El recinto tiene una capacidad para 500 personas, pero aloja a 6 000 presos, muchos de los cuales mueren por falta de oxígeno.
Asimismo, viven en una situación insalubre en el centro, donde no existe ningún tipo de atención médica del Estado.
Cada semana, las instituciones penitenciarias entregan los alimentos y recogen los cadáveres. Los débiles y enfermos no tienen acceso a la comida, y tal insuficiencia ha obligado a sus residentes a cometer canibalismo. Los prisioneros matan a sus semejantes y luego se comen su carne.
Los presos en Gitarama duermen en el suelo húmedo. El espacio es tan pequeño que los prisioneros se ven constantemente obligados a estar de pie y tomar turnos para descansar. Entretanto, muchas personas pierden sus piernas debido a la fatiga, la inflamación y las infecciones.
EE.UU., SIEMPRE COMPETITIVO
Quizás muchos piensen que no puede haber algo peor al respecto, pero como conocemos la “competitividad” de Estados Unidos hasta en las cuestiones más enfermizas siempre puede esgrimir algo semejante o peor.
De por si conocemos de la enorme cantidad de personas presas en territorio norteamericano, ascendentes a más de tres millones, la inmensa mayoría negros y muchas de ellas obligadas a aceptar culpas que no tienen, porque no pueden legalmente mostrar su inocencia, y así evitar un mayor número de años en prisión.
En estas son víctimas de un régimen que los obliga a delinquir o perecer, siendo trasladados a centros donde pueden encontrar la muerte o volverse aún más criminales.
PROPAGANDA, SOLO ESO
Pese a la propaganda de que consorcios privados tienden contratar prisioneros, hacerles ganar un buen dinero y disminuir sus penas, lo cierto es que ello no funciona con objetividad y hace inevitable que el horror de lo antes narrado sobre la prisión de Ruanda tenga un parangón en la llamada Angola, conocida como ‘la Alcatraz del Sur’, en Luisiana.
Angola, una plantación que debía su nombre al hecho de que los esclavos que la cultivaban procedían de ese país africano, no es simplemente una prisión de alta seguridad en EE.UU., sino es también un campo de trabajo forzado, donde “la esclavitud es legal”.
No hay periódicos ni monitores frente a sus celdas en los que ver telecomedias, como indican las películas sobre el tema. Están aislados del mundo. Los internos saben que no saldrán vivos con sus propios pies, pero no debido a sus sentencias a muerte, sino por algo más simple: el 90% de los presos de la penitenciaría mueren en ella, debido a sus duras condiciones.
Las luces se encienden a las cinco de la madrugada y el desayuno se sirve a las seis. Desde entonces hasta las tres y media de la tarde, en la que se sirve la cena, los presos trabajan bajo el sol subtropical del Delta del Misisipí. Sólo hacen un descanso de algo más de una hora a las diez y media de la mañana para regresar a los pabellones y comer.
Con una superficie de 7 300 hectáreas, el eje de la actividad de la cárcel se centra en la agricultura, aunque hay algunos que trabajan en talleres y pequeñas industrias. Por ejemplo, todas las matrículas de Puerto Rico son fabricadas allí.
Los presos, casi el 90% negros, cultivan los campos de maíz, soja, algodón y trigo. Trabajan en grupos, todos con su uniforme de vaqueros azules y camiseta de manga corta blanca, mientras los guardias, todos de raza blanca, a pie y a caballo, vigilan el proceso de los trabajos con los rifles en sus manos.
“Angola es muy bonita. Pero es un cementerio. Cuando llegas, estás muerto. Hasta tu familia se olvida de ti”, indicó Robert King Wilkerson, uno de los pocos afortunados que salió vivo de la prisión de Angola.
“Me tiré casi 30 años en el mismo régimen que los condenados a muerte. Me sacaban tres horas a la semana al patio si el clima lo permitía. Hasta me encadenaban para llevarme al hospital. A quien se portaba mal, lo encerraban en celdas con una puerta metálica, sin ni siquiera una reja para poder ver la pared de enfrente. No me hables de incentivos, por favor”, explica a periodistas que pudieron llegar hasta la prisión.
En la sala de ejecuciones —o como se la llama en Estados Unidos, la Cámara de la Muerte— de la Penitenciaría de Angola, de paredes blancas, sólo tiene un extintor rojo, la camilla negra y una pequeña mesa gris con unos botones y un micrófono para que el condenado diga sus últimas palabras.
Frente a ese micrófono hay dos ventanas. Al otro lado de ellas están, en cuartos separados, los periodistas y los familiares de las víctimas de la persona que va a ser ejecutada. En la pared hay dos teléfonos rojos, por si las autoridades llaman para suspender la ejecución. “Pero eso sólo pasa en las películas. Ningún gobernador de Luisiana ha llamado para suspender una ejecución en el último minuto desde que yo estoy aquí”, explica Gary Young, director adjunto de Clasificación de Angola y una de las personas que deciden el futuro de cada preso.
A fines del pasado año, Angola tenía 5 108 reclusos. De ellos, Young es competente sobre 5 033. Los únicos que se escapan de su jurisdicción son los 85 condenados a muerte que, a pocos cientos de metros del edificio en el que se realizan las ejecuciones, esperan a que les llegue la hora de tumbarse en esa camilla y morir.
GUERRA GENOCIDA
La decimotercera enmienda a la Constitución estadounidense reza: “Ni en Estados Unidos ni en ningún territorio bajo su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito por el cual el responsable haya sido debidamente condenado”, pero con una excepción, la cárcel. La esclavitud es legal en las prisiones de EE.UU.
Pero, ¿por qué las cárceles de todo el país están repletas de gente negra y del Tercer Mundo, por qué muchas personas negras no pueden hallar trabajo y se ven forzadas a hacer cualquier cosa para sobrevivir? Una vez que uno está en la cárcel, hay mucho trabajo, y si no lo quieres hacer, te dan una paliza y te echan en un hoyo.
Las prisiones son un negocio muy rentable. Son una manera de perpetuar legalmente la esclavitud. En todos los estados se sigue construyendo prisiones. ¿Quiénes irán a estas cárceles? Sin ninguna duda, no será gente blanca. Las prisiones forman parte de la guerra genocida del gobierno contra la gente negra y del Tercer Mundo.
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