Las suegras no son malas, ni las croquetas ordinarias
especiales

Lo asegura una amiga muy cercana que lleva unos cuantos años con su esposo gracias a las croquetas de su suegra. Todo comenzó en un día de fiesta. Se conocieron, conversaron, se besaron y, como dice la canción, «a la noche se le fue la mano».
Amanecieron juntos en la casa de él, allí les dio el mediodía y la tarde y media, pero llegó una hora en que el romance ya no calmaba las tripas, así que el joven salió a buscar algo que ofrecerle. Entró a la cocina a hurtadillas y, enfocado en evitar el millón de preguntas, agarró unas cuantas croquetas frías para alimentar el amor.
Cualquiera hubiera pensado que ella quedaría «puesta y convidada», pero qué va: «te confieso que volví por las croquetas; si frías estaban tan buenas, no podía perdérmelas recién hechas».
No escribiré sus nombres, pero aclaro, mi discreción vale una buena ración de croquetas, especialmente hoy 16 de enero, cuando el mundo las celebra, porque lo decidió alguna campaña publicitaria, pero, de todos modos, la causa es justa: hay que reivindicar esa receta que tantas veces nos ha salvado en medio de la escasez y, otras tantas, ha sido el platillo top del bufet de bodas, cumpleaños o reuniones de amigos.
Eso sí, para hacerles justicia, habría que recordar su origen, que no es ordinario, sino real —bueno, al menos eso se comenta por estas avenidas digitales—: nacieron en la corte de Luis XIV, en el lejano siglo XVII.
Algunos le atribuyen su creación al chef de origen francés Antonin Cáreme, y aseguran que las preparó para dos insignes invitados: el príncipe Guillermo Federico, de Inglaterra, y el duque Nicolás, de Rusia. Otros están convencidos de que son un invento gourmet del fundador de la cocina clásica, Monsieur Escoffier.
También encontré por ahí referencias a que Alejandro Dumas menciona en las crónicas de viaje a España, cuando fue enviado a la boda de la infanta Luisa Fernanda, su receta favorita de croqueta de papa.
Así que de ordinarias, nada, que mucho antes de las que llamábamos «cielito lindo» o las variantes cubanas a base de yuca y ave-rigua, las croquetas andaban por Europa, de corte en corte, deleitando a la clara y nata de la realeza, la nobleza y todo el que se pudiera colar en los festines.
El vocablo croqueta proviene del francés croquer, que significa crujir, y la Real Academia de la Lengua Española lo define como: «porción de masa, generalmente redonda u ovalada, hecha con un picadillo de jamón, carne, pescado, huevo u otros ingredientes, que, ligado con besamel, se reboza en huevo y pan rallado y se fríe en aceite abundante».
Sin embargo, usted y yo sabemos que, en el país de la siguaraya, esa definición puede tener toda clase de variaciones: sustituir lo del picadillo por un caldito y mucho condimento; olvidar la besamel y envolver la masa directamente en harina de trigo, a fuego lento, hasta que se despegue del caldero, y freírlas con el aceite no tan abundante. Lo que no hemos hecho ni haremos jamás es renunciar a la croqueta. ¡Viva su día mundial y las suegras que saben hacerlas!
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