OPINIÓN: Papeles
especiales

1
La Feria Internacional del Libro de La Habana es el evento multitudinario que reúne y convoca a todas las manifestaciones del arte en Cuba. El libro como objeto autónomo que podía abrazarse o ponerse debajo de la almohada, tiene hoy un competidor en ascenso: el que guarda la computadora o el móvil y no ocupa espacio en casa. Los nuevos libros no necesariamente se imprimen en papel, no se dejan acariciar ni exhalan su antiguo y embriagador olor. Se leen a través de una fría pantalla. Pero uno puede transportar toda una biblioteca en el bolsillo, como la que heredé de mi padre: cientos de libros que ocupan un cuarto completo de mi casa, a los que añado los que compro o me regalan, algunos ya almacenados en cajas, por falta de espacio o de libreros. Valga esta reflexión nostálgica sobre el hoy amigo más íntimo y más caro de los seres humanos: el papel.
2
Los escritores, los amigos y los amores de antaño intercambiaban cartas. Reconocer la letra de la mujer amada, quizás su perfume impreso en el papel, era un regalo inigualable. En la residencia estudiantil de la Universidad de Kíev, en la Ucrania soviética, donde convivían extranjeros de todos los continentes, había una mesa larga llena de cartas con remitentes y sellos de todos los orígenes. Al salir en las mañanas, buscaba alguna señal, algún oasis de papel, con la obsesiva meticulosidad de los náufragos. No existía una alegría mayor que la de hallar el sobre que había cruzado el Atlántico con mi nombre como destinatario. Los que yo recibía, una o dos veces al mes, eran gruesos, porque en ellos venían las cartas de toda la familia. No las leía de inmediato. Me volvía avaro, trataba de aplazar el momento de la lectura, para dilatar el disfrute de su posesión y me escondía a media mañana en un rincón de la Facultad, para degustar las palabras en soledad, con el deseo ya incontenible de devorarlas rápidamente.
Las que yo escribía se transformaban en diarios que a veces alcanzaban las doce o más páginas con letra de molde y un bolígrafo de punta fina, sobre un papel amarillo rayado. Las cartas me permitían conservar mi vocación por las letras, eran el refugio de mi lengua en un entorno donde se hablaba otro idioma. Ser músico no te hace bueno con todos los instrumentos: el mío, yo lo sabía, era el español. Durante muchos años, ya retomada mi vida en Cuba, padecí de una extraña enfermedad: donde quiera que veía una carta, en el buró de una oficina, o en la mesa de una casa cualquiera, sentía la necesidad imperiosa de mirar a quién estaba dirigida.
Pero poco a poco fueron desapareciendo las cartas escritas sobre papel, y yo, que escribí mis primeros libros a mano, con el mismo papel y bolígrafo de mis cartas, en mi letra de molde, recibí un día la primera computadora, y empecé a teclear con lentitud primero, y cada vez más rápido, hasta que ya no pude escribir ni un párrafo a mano. Mi letra hermosa se deformó y se volvió grotesca. Hoy no hay cartas, sino mensajes —la diferencia es sustancial— que corren por el ciberespacio y se agolpan hasta que se hace imperiosa su eliminación. Pero los hijos, los padres, los amigos y los amantes se comunican desde los más remotos lugares del planeta, de manera instantánea y visual. La emoción de recibir una carta una o dos veces al mes, ha sido sustituida por el acompañamiento diario, el consejo o el abrazo oportuno de los seres queridos.
3
He revisado centenares de papeles que yacían inertes, desahuciados, en cajas mortuorias. Papeles de mi vida, no demasiado larga, no demasiado corta. Papeles de una vida que se transparenta, que se refugia y se delata, que se describe en la escritura de cientos de papeles. Notas, fotos, cartas, juegos de la fantasía, dibujos; esperanzas, promesas, fracasos, obsesiones; amigos y amores, que llegan y se van. Una pequeña vida en papeles. Algunos tuvieron suerte, y sobrevivieron a la destrucción prudente. Después de cincuenta o cuarenta años de inútil salvaguarda, fueron aniquilados en mis manos. ¿Cuántas veces los salvé de la nada? En el comienzo no eran papeles, sino caminos; ahora son fósiles encerrados en un simple papel. Volver a recorrerlos, a sentirlos, provoca tristeza, a veces asombro: cuántas esquinas intransitadas, cuántos horizontes perdidos. He sido torpe. Con frecuencia perdí el sentido del tiempo, de la distancia, me aferré a las paredes como si fueran puertas y descarté las puertas que se abrían a mi espalda. Qué difícil es vivir, pero qué lindo es. He condenado al olvido una parte de lo que fui, y he salvado otra, como un pequeño Dios; dentro de algunos años más, posiblemente, liquidaré los que hoy salvo. Cada vez importa menos lo que se fue: toda la vida de un hombre (de una mujer) se decide en un breve instante de tiempo, en unos pocos años, o en unos pocos segundos. Uno nace y vive durante un tiempo relativamente largo o corto, pero vino a este mundo para estar en el lugar exacto, en el momento exacto: entonces se salva o se condena. Lo demás no importa (o sí importa, porque nos prepara), es pura prehistoria o posthistoria. He sido muchas personas —aunque siempre la misma— eso dicen mis papeles, pero solo una importará. Después de todo, he tenido suerte, no he permanecido quieto. En mis manos solo sostengo papeles, la vida es mucho más.
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