Tesoros manuscritos

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Tesoros manuscritos
Fecha de publicación: 
26 Abril 2025
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Imagen tomada de https://unamglobal.unam.mx

Hubo un tiempo en que recibir cartas y postales era normal, cotidiano. Ahora ya nadie escribe a mano. No escuchas al cartero con su silbato. Y hasta creo que en este momento deben tener un trabajo muy aburrido solo repartiendo periódicos y facturas, perdiéndose de las caras que ponían los usuarios al recibir correspondencia y adivinar en la sorpresa si era una misiva de mover el piso o portadora de mal augurio.

Habemos algunos dinosaurios que nos resistimos a extinguir este ejercicio, que disfrutamos el proceso y escribimos en papeles escogidos y los plegamos con cierto ritual en su sobre, lo timbramos y ponemos en el buzón o en la puerta o en las manos indicadas con la expectativa de que sea recibida con la misma emoción.

Me gustan las cartas, me encanta recibirlas, pero más me gusta hacerlas. Siempre fui así. Desde pequeña escribía a mi amiga Giselle, y aún lo hago. Y si hacía un presente siempre incluía notas escritas de mi puño y letra. Me parece un detalle personalísimo, y es tan bonito encontrar esos recuerdos 30 años después y recordar tiempos felices de la infancia, por ejemplo.

También me pienso escribiendo a mis padres cuando debía estar lejos de La Habana. Hubo un fin de año en que la nostalgia me mataba y escribí casi todos los días y el efecto fue un contagio de tristeza mezclado con alegría. Existía el teléfono, pero les gustaba el asombro de recibirlas, y cuando hablábamos me contaban que las leían juntos en la mesa del comedor y moqueaban por mi ausencia, pero se sentían felices de tenerme así.

Este gusto lo heredé de mis padres. En una gaveta mi mamá guardaba todas las postales que recibió en su vida, sobre todo por el día de las madres, también todos los papelitos con recados y las cartas de mi tío Delmar cuando estuvo en Angola a finales de los años 80 y se escribían una vez al mes. Mi papá también tiene su propio rincón de evocaciones similares. Y yo, en cajas de zapatos y tabacos conservo desde la hojita más minúscula porque antes había una iniciativa llamada “amigo secreto” que consistía en escribir de manera anónima a un “amigo” que tocaba al azar.

Quizás así empezara todo en mí. Esa actividad se hacía en todos los niveles desde la escuela primaria hasta el preuniversitario. La idea era socializar y al mismo tiempo practicar la escritura, desarrollar la creatividad con palabras.

Escribir cartas es un acto romántico que no debería desaparecer. Es un arte, dicen unos. Nada como encontrar correspondencia de manera inesperada en la mesa de noche o en la puerta de la casa, ver la letra del ser querido y quizás con la carta recibir un aroma familiar, unos garabatos, una flor disecada, una hoja del camino, unas semillas, una papeleta del cine al que fuimos un día. Es que en el sobre cabe todo lo que se nos ocurra.

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Imagen tomada de Internet

Actualmente la era digital casi ha sepultado la magia de las cartas postales. La inmediatez es muy atractiva ante la demora de mucho tiempo y a veces el extravío porque el sistema no es perfecto. Los mensajes de texto, SMS (Short Message Service: Servicio de Mensajes Cortos) o a través de aplicaciones de correo electrónico o mensajería instantánea nos han adaptado a escribir y recibir respuesta en poco tiempo, pero tienen un punto débil según mi punto de vista: son efímeros.

Lo práctico mata poco a poco esta tradición. Sin embargo, exceptuando la celeridad de lo digital, las cartas no se comparan. Desde el primer momento es un acto único. Escribir es un proyecto introspectivo que empieza por escoger una hoja, el sobre, el sello, el bolígrafo o lápiz. Es un proceso más extenso, es cierto, porque también lleva desplazamiento hasta el buzón y certificarla si queremos asegurarnos un poco más de que no se desvíe de su destino.

La espera es insignificante ante el placer de tener en las manos una carta que llevó el protocolo anterior, que dio todas las vueltas del mundo dentro del correo emisor, el correo receptor y el resto del recorrido hasta la puerta de la casa.

Más allá de lo que se siente al prepararla, es todo emoción imaginar que la reciben, que para abrir el sobre se acomodan en un sitio con toda la calma, la intimidad y la atención posible, y que se sensibilizan y tocan y huelen el papel como para atrapar con todos los sentidos momento tan sublime para luego destinarle un sitio especial en el recuerdo y el estante.

Es inigualable. Un mensaje digital no tendrá jamás ese impacto, no se puede guardar debajo de la almohada o entre las páginas de un libro para ser encontrado de imprevisto. Escribirla exige reflexión, abstracción, y lo mejor de todo, perdura. Es un golpe para la nostalgia, pero también fomenta la remembranza de manera positiva.

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Fotografía de la autora

Las cartas son un testimonio muy personal, pero gracias a la literatura sabemos de colecciones epistolares de gran valor como las hechas por Vincent van Gogh (Países Bajos, 1853-1890) a su hermano Theo (Países Bajos, 1857-1891); también las de amor escritas por Napoleón Bonaparte (Francia, 1769-1821) a su amada Josephine de Beauharnais (Francia,1763-1814); las de Frida Kahlo (México,1907-1954) a su Diego Rivera (México,1886-1957), y las de Ignacio Agramonte (Cuba, 1841-1873) a Amalia Simoni (Cuba, 1842-1918) que, por cierto, están compiladas en un libro con título muy bonito: Para no separarnos nunca más (Casa Editora Abril, 2009).

Durante siglos el correo postal fue más que esencial para la interacción humana. Ya en el antiguo Egipto y en el Imperio Romano existieron sistemas organizados de mensajería, pero no fue hasta que llegó la expansión del ferrocarril y los barcos de vapor cuando se aceleró e internacionalizó. Se agilizó, fue más eficiente y de mayor alcance porque antes dependía de medios simples que le hacían un recurso moroso, sobre todo cuando el destino estaba alejado y una persona debía acudir en caballo, o lo que fuere.

Funcionó muy bien durante mucho tiempo, luego, lentamente, perdió protagonismo. Con el surgimiento de la telefonía y la Internet, mermó su uso, casi relegado para paquetería y documentos oficiales. En la actualidad es un recurso en picada que da pérdida. Por eso hace muy poco tiempo en Dinamarca la empresa PostNord anunció que a partir de 2026 dejará de recoger y distribuir cartas.

Tras cuatro siglos de funcionamiento ya no es rentable y esta decisión implica el despido de miles de trabajadores y menos opciones para quienes queremos seguir escribiendo. Si sucede lo que a largo plazo se espera y otras compañías hacen el mismo análisis, el gesto de escribir cartas y hacerlas llegar a un buzón está en peligro de extinción. Sin embargo, podemos seguir haciéndolas si eso ocurre y darlas en la mano o dejarlas en sitios estratégicos, si queremos.

Desde la nostalgia, las cartas son tesoros manuscritos para las personas de almas sensibles. Es un gesto poderoso. Nos resistimos a perder el impulso aunque sea una actividad en declive, quizás menos valorada por el receptor, pero que nos da una felicidad interior tremenda que sea recibida y, quizás, forme parte de su museo individual y que con los años allí encuentre belleza y aporte a su memoria afectiva.

Es cierto que la que depositamos en el buzón del correo postal es una prueba enorme de paciencia, pero también de conexión. Como leí por ahí, es “un acto revolucionario elegir lo lento en un mundo rápido”. Pero se trata de un hecho simbólico. Las cartas son fósiles emocionales, documentos que nos recuerdan nuestra existencia. Me gusta pensar que las últimas que he escrito las verán en el futuro y devolverán a un pasado feliz.

Por eso, aquí termino y me pongo a escribir a mano, no importa que el frío de la oficina me tenga temblando y sabotee mi caligrafía. Improviso un escenario de música inspiradora y encuentro apoyo en mis compañeros para los detalles de papel, tinta, sobre, incluso la golosina que le agregaré. Le sumaré todo lo que encuentre y considero fundamental como perfume, flor silvestre del camino, garabato, semillas de calabaza, dibujito y poesía. Mucho sentimiento, y lista mi carta. Ahora solo quedará esperar su itinerario.

El Día mundial del correo se celebra el 9 de octubre y alrededor de esa fecha se organiza la Semana internacional de la carta. El 7 de enero se conmemora el Día mundial del sello postal, y el 7 de febrero el Día de mandar una carta a un amigo. No obstante, cualquier momento es el indicado.

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