Fidel, presencia
especiales

Fidel Castro. La Habana, julio de 1964. Foto de Jack Manning / The New York Times
La Habana amaneció inusualmente silenciosa. Cuba toda. La noticia se había dado tarde en la noche. Muchos se enteraron por la mañana. Para algunos era difícil asumir que el hombre que había sido presencia y referencia durante tantos años ya no estaba. Hacía poco se habían publicado fotos suyas recibiendo a un dignatario extranjero. Y estaba, como siempre, sonriente. Ya la gente se había acostumbrado a no saber de él todos los días (por su propia decisión se había retirado en buena medida de la vida pública, sus apariciones eran contadas, ya no escribía sus columnas en la prensa). Pero de él se seguía hablando. Él estaba.
Unos meses antes, en la clausura del 7mo. Congreso del Partido Comunista de Cuba, había pronunciado unas palabras que emocionaron a muchos: “Pronto deberé cumplir 90 años, nunca se me habría ocurrido tal idea y nunca fue fruto de un esfuerzo; fue capricho del azar. Pronto seré ya como todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos como prueba de que en este planeta, si se trabaja con fervor y dignidad, se pueden producir los bienes materiales y culturales que los seres humanos necesitan, y debemos luchar sin tregua para obtenerlos”.
Sonó a testamento político. Él mismo concluyó diciendo: “Tal vez sea de las últimas veces que hable en esta sala. (…) Emprenderemos la marcha y perfeccionaremos lo que debamos perfeccionar, con lealtad meridiana y la fuerza unida, como Martí, Maceo y Gómez, en marcha indetenible”.
Fueron, en definitiva, palabras de despedida. Pero no había en ellas pesar ni arrepentimiento. Eran un llamado. No solo a los que estaban en el Palacio de las Convenciones. Era un llamado a la nación.
Él nunca dejó de soñar un mundo mejor. Y nunca dejó de luchar por ese mundo. Incluso sus adversarios le reconocieron siempre ese afán, esa constancia. Como si comprendiera que la vida es demasiado corta como para vencer todas las batallas que presenta. Como si estuviera siempre comprometido con la continuidad de una idea, de un proyecto.
Él dijo adiós sin dramatismos, convencido de que de los hombres depende el futuro… e instando a sus compatriotas a no perder la esperanza. Él, como Martí, confió siempre en las reservas morales de su pueblo.
El 25 de noviembre de 2016, en la noche, dejó de existir. Y, contra lo que pensaron siempre tantos de sus enemigos, no se escatimó la noticia. El país se paralizó. No por decreto, no por imposición de ninguna instancia de poder. Fue algo espontáneo. Algo sentido. Millones —aquí y fuera— perdieron a su guía: era natural el dolor. E incluso, muchos que no compartían sus ideales hicieron silencio respetuoso. Las multitudes que lo acompañaron en su viaje final hasta el cementerio de Santa Ifigenia lo hicieron por amor, por agradecimiento, por admiración. Las lágrimas, la frase tantas veces repetida de “Yo soy Fidel”, fueron expresión de un sentimiento nacional.
El 25 de noviembre de 2016 murió el hombre y se consolidó el símbolo. Fidel Castro Ruz entró a la eternidad. Es y será presencia.
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ramos
Miguel
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