Dos amigos que ya no están: Enrique Saínz y Jorge Lozano

Dos amigos que ya no están: Enrique Saínz y Jorge Lozano
Fecha de publicación: 
24 Mayo 2022
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Acaso no se conocieron. Sin duda, no se parecían, ni sus intereses intelectuales eran exactamente los mismos. Pero la cubanía (no la cubanidad) es ancha, y ambos fueron apasionados defensores de la cultura nacional.

Eran conversadores excepcionales, eruditos en sus saberes. Pero Enrique Saínz era más íntimo e irónico (su campo de acción era la poesía), incapaz de improvisar un discurso público. Cuando entré como investigador en 1985 al Instituto de Literatura y Linguística, inmediatamente después de cumplir el servicio social, se convirtió en uno de mis mentores; así, al menos, lo asumí yo. Él ya era un maestro, un crítico e investigador reconocido. Fueron diez años de intenso aprendizaje en la preparación de una monumental Historia de la Literatura Cubana cuyo tomo dedicado a la república neocolonial estaba bajo su dirección. Pero me encantaba escucharlo hablar de las cosas mundanas, lo provocaba incluso; su mirada escéptica, burlona, pero inteligente e inofensiva (era un hombre noble), imantaba. Cuando sonreía, irónico, sus ojos incandescentes atrapaban al interlocutor.

Nuestros caminos divergieron después, pero solíamos tropezar, para suerte mía, en las calles del Vedado, donde residió durante casi toda su vida. Entonces, hacíamos un alto y de pie, en la acera, conversábamos sobre lo humano y lo divino, nos contábamos chismes y hablábamos también del amor —fue un enamorado del amor—, en sus formas más sublimes y carnales.

Lo vi por última vez cerca del parque H, hace un mes, más o menos; me contó que había sido admitido en un Hogar católico de ancianos, donde lo trataban de maravilla y no tenía que comprar ni cocinar sus alimentos.

Jorge Juan Lozano Ross fue también un conversador nato, pero cuando bajaba la voz, era para conspirar: me agarraba el brazo con fuerza, y clavaba sus ojos en mí, haciéndome cómplice, partícipe, de su imaginaria y real «sociedad secreta» de martianos comprometidos con la salvación de la Patria. Era un orador desbordado, capaz de atrapar con su verbo a las multitudes, pero no jugaba con las palabras, construía conceptos; su formación filosófica y su inteligencia nos legaban sorpresivos ahondamientos en el tema tratado, que luego no sabía cómo llevar al papel.

Lozano, como Leal, era un orador, no un escritor. Su pasión lo hacía parecer excesivo, desmesurado; era un Quijote de la palabra, y lo mismo que al personaje cervantino, algunos descreídos lo juzgaban con sorna. No tenían la altura necesaria para ver. Dejó una huella profunda en sus alumnos, en sus amigos. Ojalá puedan transcribirse y recogerse en un libro algunas de sus intervenciones. Nos lo debemos. También fue un enamorado del amor.

El 20 y el 21 de mayo se fueron estos amigos. Apenas nos distrajimos un poco, y ya no están. Sean bienvenidos a la posteridad.

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