Hace muchos años una asignatura llamada “El mundo en que vivimos” me enseñó sobre los contaminantes medioambientales y la gravedad del constante vertimiento de residuos químicos en ríos y mares, así como la emisión de gases a la atmósfera a través de muchas formas de ensuciar el aire que respiramos.

Para entonces sonaba exagerado. El aire se sentía “normal”, no se veían partículas flotando en la nada salvo cuando el sol entraba por la ventana en un ángulo determinado que hacía ver diminutos puntos de polvo que parecían medio mágicos, como de hadas, y no lo que era, en realidad, una forma de polución que respirábamos sin darnos cuenta.

Sí veíamos el humo de los carros, de las chimeneas y las fogatas, pero ¿cómo podía ser malo aquello minúsculo repartido en un espacio de atmósfera tan enorme como la que tenemos en el planeta? ¿Cómo podía hacer daño preparar una cena romántica con velas e incienso? Pues sí. Sano no es, aunque sea en menor escala.

Hace ya más de treinta años de aquella introducción de materias, que, con distinto nombre a medida que avanzaba el nivel como Geografía y Biología, nos acercaba al tema de la relación del ser humano con la naturaleza, y el daño importante que nos ocasionamos. El tiempo pasó y el pronóstico de futuro irreversible ya está aquí.

De la contaminación del aire no se habla mucho, solo de manera esporádica. Sin embargo, es una emergencia sanitaria. De acuerdo con varias fuentes nueve de cada diez personas respiran partículas toxicas y muchas son las ciudades ahogadas en la niebla del smog y otras formas de contaminación ambiental.

Pareciera insignificante porque no es palpable, tampoco se ve. Quizás lo sentimos más los alérgicos, asmáticos y otros, pero esto va más allá de enfermedades respiratorias, afecta a todos. Y si cualquiera presta atención podrá encontrar restos de suciedad en su nariz que funciona como filtro biológico, y hasta pueda percibir un regustillo extraño en su garganta.

Claro, hay zonas con mayor contaminación que otras. En ciudades de México y China no se ve —dicen— el cielo azul por la mala calidad de su aire, y esos son casos extremos porque a veces no se ve y ahí tenemos alrededor la materia sólida y los gases. Es por eso que la estadística refiere que el 99% de la población mundial respira más partículas tóxicas de las consideradas permisibles por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Esto, por supuesto, provoca daños, algunos serios, incluso la muerte prematura.

No obstante, no nos damos cuenta, solo cuando estornudamos “sin razón”, tenemos irritación ocular o debutamos con alguna enfermedad respiratoria, pero hay muchas más dolencias asociadas.

¿De dónde viene tanta contaminación? De todas partes. La culpa la tiene, sobre todo, el desarrollo industrial y el incremento de vehículos de combustión que repletan el aire de insalubridad, también las centrales eléctricas y otras actividades humanas relacionadas con la agricultura, la minería, los residuos y los hogares.

Entre todos favorecen la quema de combustibles fósiles como la gasolina, el carbón y el gas natural, y otras formas que disparan la emisión de partes solidas y gases en alta concentración como dióxido de carbono, monóxido de carbono, dióxido de nitrógeno, óxido de nitrógeno, dióxido de azufre, plomo, metano, los clorofluorocarbonos, y más.

También influye la creciente tendencia de incendios forestales y las erupciones volcánicas. El hollín, el humo, el moho, el polen y el polvo de las construcciones y carreteras llenan el aire de gases nocivos y partículas diminutas invisibles que el viento se encarga de esparcirlo, por eso muchas veces un cielo azul no garantiza un aire limpio.

Este es uno de los principales retos a los que nos enfrentamos. ¿Qué podemos hacer? Aunque existen purificadores de aire y podemos permanecer aislados del exterior o usar mascarilla, es imposible mantener esa actitud, y el aparato, además de caro, no es suficiente. La concientización ciudadana es la única vía, todo está en nuestras manos porque el principal daño viene de las personas.