Crucero MS Braemar: Cuba lava vergüenzas ajenas
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Al momento de redactar estas líneas, ya vuelan rumbo a Gran Bretaña los pasajeros del crucero que nadie, excepto Cuba, quiso ayudar.
Cuando recibió a los 682 pasajeros y 381 tripulantes del crucero, entre quienes se incluyen cinco casos positivos a la Covid-19 y varios pasajeros en cuarentena por sospechas de contagio, Cuba no solo estaba lavando vergüenzas ajenas de este presente. También, simbólicamente, lavaba otra vergüenza con 80 años y 10 meses de antigüedad.
Las recientes son ya conocidas: desde que se supo que el nuevo coronavirus iba a bordo de la embarcación, fueron intensos e infructuosos los esfuerzos diplomáticos de funcionarios británicos para que algún país permitiera atracar, para posibilitar la evacuación y traslado de esas personas, al crucero de la compañía Fred Olsen Cruise Lines.
Historia de otro buque malquerido
Las mismas aguas de este Golfo de México que en la mañana de ayer vieron atracar en el puerto del Mariel al navío inglés —víctima no solo del virus, sino de la falta de humanidad de muchos—, fueron también testigos del arribo de otro buque malquerido: el trasatlántico SS Saint Louis.
El Diario de Navegación del trasatlántico indicaba que vivían el 27 de mayo de 1939. Supuestamente, con su entrada a la rada habanera llegaba el fin de una travesía iniciada 14 días atrás desde el puerto de Hamburgo.
Ya en cubierta, 909 refugiados judíos respiraban esperanzados aquellas desconocidas brisas tropicales. Llegaban escapando del nazismo, de la muerte. Luego, planeaban trasladarse a los Estados Unidos.
Pero cuando la angustia que llevaban dentro parecía haber terminado, autoridades cubanas informaron al capitán de la nave, Gustav Schroder, que nadie podía desembarcar.
Aun antes de que el navío zarpara de Hamburgo, el presidente de Cuba por aquel entonces, Federico Laredo Bru, bajo presión yanqui, había denegado por decreto los permisos de desembarco que cada cual había pagado. Si quería pisar tierra cubana, debían ahora tener dos autorizaciones, de la Secretaría de Estado y de la Secretaría de Trabajo; además, tendrían que abonar 500 dólares, salvo los turistas (junto a ellos viajaban algunos pasajeros de otras nacionalidades).
Únicamente 28 personas pudieron abandonar el barco, entre ellos, dos cubanos y cuatro españoles. Aquellos judíos habían gastado todos sus ahorros, e incluso se habían endeudado, para poder pagar la visa que ahora no les servía de nada.
Permanecieron fondeados en la Bahía de La Habana hasta que el 2 de junio, instados por Laredo Bru, se vieron obligados a zarpar, escoltados por dos lanchas de la Marina de Guerra. No pocos habaneros fueron a darles el adiós, solidarizados con su dolor y sintiendo vergüenza ajena por la conducta de su presidente.
Pusieron rumbo a la Florida, pero allí no quisieron recibirlos; tampoco en Puerto Rico. Como mismo se hicieron gestiones diplomáticas para que alguna nación permitiera atracar al crucero de Gran Bretaña, también entonces muchas fueron las gestiones infructuosas intentando ser recibidos. Llevaban el estigma de ser judíos; los de ahora, la sombra del nuevo coronavirus.
Después de casi un mes dando tumbos en el mar, varios países europeos —Gran Bretaña, Holanda y Francia— acogieron a los judíos refugiados en campos de internamiento. En Amberes, Bélgica, concluyó la travesía el 17 de junio, donde desembarcaron los judíos que aún permanecían a bordo.
En mayo del siguiente año, la Alemania fascista invadió el occidente europeo, y más de 600 de los judíos pasajeros del SS Saint Louis terminaron sus vidas en campos de concentración; otros 240 lograron sobrevivir, pero llevando siempre consigo aquellas horribles vivencias.
Gratitudes
Por suerte, los pasajeros del crucero MS Braemar no fueron finalmente víctimas de la insensibilidad humana.
Aquel letrero que pudo verse sobre la cubierta anunciando «Te quiero Cuba» ratifica que no todo está perdido; que siempre, como recuerda el trovador, habrá quien venga a ofrecer su corazón, aun en tiempos de coronavirus.
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