Ser madre: la mejor decisión
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Hoy sí, lo declaro sin tapujos, voy a hablar de Amanda Sofía… y de Javier Luis. Después de un rato frente a esta página en blanco buscando entre lo mucho que se puede decir sobre las madres algo bueno o nuevo, algo suficientemente interesante y que no sea más de lo mismo, noté que justamente ese par de enanos traviesos que me interrumpen cada dos minutos para cualquier cosa, que no me dejan concentrarme en el apremiante blanco de esta página son y serán para siempre mi mejor tema.
Hace más o menos cinco años, cuando me sorprendió la vida con aquella noticia de que un gusarapito casi invisible en el ultrasonido me convertiría en madre, sentí un poco de miedo. Ya había echado las cuentas y la decisión estaba tomada, mis viejas negativas no servían entonces como argumento: había terminado mis estudios, tenía un trabajo tan solvente como lo puede ser el de cualquier profesional en Cuba y el gusarapito contaba con el apoyo incondicional de un padre que lo deseaba sin la menor duda.
Otros temas también estaban a favor: mi madre y mis tías ya no “se morirían sin tener nietos”, bocadillo dramático que copiaron textualmente de mi abuela, quien en definitiva ayudó a criar a siete; en mi consultorio del médico de la familia teníamos a la mejor doctora posible y una enfermera que no da respiro; una amiga obstetra cuidaría de mil amores mi embarazo hasta el parto y Lidia, una mujer que siempre sabe lo que dice, se ocuparía del seguimiento genético.
El gusarapito, ya ven, había llegado con el pie derecho y estaba decidido: nacería. Meses después una de mis mejores amigas se vio frente a la misma decisión. Para entonces yo amaba aquel gusarapito que ya no lo era tanto, ya iba tomando formita de bebe y los del ultrasonido conspiraban poniendo a todo volumen los latidos de su corazoncito incipiente que para mí eran un contundente signo de que se formaba sano y fuerte.
Sentirse madre sucede casi de un día para otro. Basta saber que está el hijo como una posturita, como un trocito de tu propio cuerpo, como una tripita rara que existe a través de ti, pero con vida propia. Sentirse madre ocurre incluso antes de la confirmación del embarazo, empieza con el deseo, con la ansiedad de saber, hasta con la sospecha que te lleva a no tomarte un trago por si acaso, a acariciarte la pancita como si ya pudieras abrazar lo que todavía ni estás segura de que crece ahí dentro.
Para mí, empezó incluso desde el hambre desaforado de las primeras semanas, cuando habría pasado los días con mucho gusto entre comer y dormir. La maternidad surge y se expande rápidamente, es una sensación que no puede esperar al alumbramiento, nunca fui tan importante para mí misma como en mis embarazos y es que llevaba dentro un tesoro.
Así, con aires de madre experimentada, aunque apenas había visto el pliegue nucal de mi bebé, miré a mi amiga solemnemente y le dije: de tener a tu hijo no te vas a arrepentir jamás, de abortarlo podrías arrepentirte toda la vida. En aquel momento la frase me pareció tremendamente oportuna, sin embargo, solo ahora, cuando fuimos juntas a inscribir a Carlos Ernesto y Amanda Sofía en la misma aula, de la misma escuela donde nosotras nos conocimos hace más de veinte años comprobé que era sencillamente verdadera.
Ser madre es más que la mejor decisión. Desde que ese par de enanos traviesos me interrumpen a cada rato tengo menos tiempo para todo y mucho para ellos, pero soy más creativa, más alegre, entre lo que ha perdido espacio está la depresión, la tristeza, el cansancio, lo cual es una paradoja que solo las madres que me leen van a entender: terminas el día agotada, pero no puedes darte el lujo del cansancio.
La mía, mi madre, tomó su decisión después de la duda, todo el mundo tiene ese momento, alguien la amenazó con contármelo cuando fuera grande, alguien que estuvo ausente cuando ella desafinaba para dormirme con Los Zapaticos de Rosa, cuando se aprendía conmigo las poesías para el matutino del día siguiente, o me las escribía si no encontrábamos alguna, cuando me enseñó a apreciar los versos de Guillén, las canciones de Silvio y los textos de García Márquez, cuando me explicó sin prejuicios lo que es un orgasmo y tampoco está ahora cuando mis hijos la llaman abuela, abuelita y la abrazan.
Mi abuela no dudó, no tenía cómo, ella los paría y les daba el pecho y la vida. Tuvo siete y perdió tres. Se endureció entre la ignorancia, el trabajo incesante, se curtió todo en ella, todo menos ese lado blando donde sus siete hijos y sus cuatro nietos siempre tenían “alpiste y revolcadero” (frase suya). Mi abuela no tenía que escoger entre estudiar y ser madre, no sabía de anticonceptivos ni aspiraciones, no pretendía culeros desechables inexistentes ni lujos impagables para la mujer de Wamba. Ella fue madre en otra Cuba y en otro mundo, lejano en el tiempo, pero en el que ser madre era naturalmente el mayor anhelo y la mejor decisión.
Más planificadas, más capaces, con mayores aspiraciones y conciencia de sus derechos, las mujeres de mi generación, las de las generaciones siguientes, las que están por nacer, las mujeres se completan y se redimen en esa decisión que es más sencilla de lo que parece y que me atrevo a asegurar en nombre de mi abuela, en nombre de mi madre, en el mío propio, que es la mejor posible.
Nota: Conste que ahora mismo puse el punto final apurada porque Amanda Sofía y Javier Luis me atormentan con su palabra preferida a gritos: mamá, mamá, mamá… pero regreso a suscribir mi último párrafo, qué otra cosa puedo hacer si Javier Luis solo quería darme “un beso de novio” y Amanda Sofía me mira como quien lo sabe todo y dice: “no te preocupes, eso le pasa a todas las mamás, todas se atormentan”. Definitivamente, ese par de enanos traviesos me completan y me redimen de todo.
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