Estados Unidos 2024: el legado de la Independencia y los límites de la tradición liberal
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Como cada año, Estados Unidos celebró el pasado 4 de julio el Día de la Independencia en la capital del país con llamativos festejos, ambiente jubiloso y fuegos artificiales. En esta ocasión, se conmemoró el 248 aniversario de su aparición como nación autónoma, desgajada del árbol colonial británico. Según es conocido, la fecha simboliza, desde 1776, el surgimiento histórico de la primera nación moderna, anticipando de cierta manera el proceso que consagraría en la siguiente década la Revolución Francesa, al inaugurar la época de la modernidad en su modalidad clásica. En sentido figurado, la certificación de nacimiento de Estados Unidos le designa como un modelo de tradición política del liberalismo anglosajón, basado en el ideal de la democracia burguesa representativa.
Más allá del habitual colorido que aportan los tradicionales fuegos artificiales al acostumbrado espectáculo anual con el concluyen ese día las diversas actividades festivas en la ciudad de Washington, en la que se concentran miles de residentes y visitantes, y de las palabras que pronuncia el presidente desde la Casa Blanca, donde junto a su esposa agasaja a los militares y a sus familias, lo sobresaliente en esta oportunidad fue, como era de esperar, y así ha sido el reflejo en todos los medios internacionales de prensa, el complicado escenario electoral, fuertemente marcado por el reciente debate televisivo entre los precandidatos que compiten en la contienda, de cara a los comicios que tendrán lugar el próximo mes de noviembre.
Sin embargo, pareciera que la cultura de la banalidad que impregna a la sociedad norteamericana, y ante todo, a su sistema político, opaca la significación de la profunda crisis de legitimidad que define hoy a la nación, cuyas manifestaciones inéditas actuales se aprecian desde que, tempranamente, comenzó la campaña presidencial, la cual cada semana se torna más patética.
Cubasí ha brindado una atención sistemática a este asunto, sobre todo a través de la mirada aguda y bien informada, del colega Arnaldo Musa. Seguramente los lectores recuerdan que hace varios meses, de modo breve y gráfico, exponía claves analíticas en su artículo ¿Biden? ¿Trump? ¿Juana o su hermana? Y más hacia acá, en Presidenciales USA: Barruntos de cambio, presentaba una radiografía del contexto político electoral más reciente. Así, quedaría esperar, por ahora, los resultados de las Convenciones Nacionales de los dos partidos, de próxima realización, y evitar las tentaciones previas, que podrían llevar cualquier pronóstico apresurado por el camino de la especulación.
A los efectos de las presentes reflexiones, que se acogen a tal perspectiva, sólo interesa retener que la crisis mencionada-- en cuyo marco se visualiza a un Partido Demócrata en un estado de debilidad y falta de coherencia nunca visto, exhibiendo el agotamiento de la tradición liberal, y a su homólogo Republicano hegemonizado por las tendencias de extrema derecha, que han descolocado a las corrientes del conservadurismo convencional--, se resume en la pérdida de identidad ideológica que era intrínseca al bipartidismo norteamericano. El legado de la Revolución de Independencia, tal como se le ha concebido, no tiene que ver, en su 248 aniversario, con el entorno real del 4 de julio de 2024. Y a la vez, ese legado está muy alejado del proceso que culminará en noviembre. En realidad, no es para sorprenderse. La situación estaba prefigurada desde la culminación de las elecciones de 2020, con el estremecimiento de la legitimidad del sistema, ante el cuestionamiento de que fueron objeto el Colegio Electoral y el mecanismo bipartidista, llevado ello a su máxima expresión con el asalto al Capitolio. No se pierdan de vista, además, los antecedentes que, desde comienzos del siglo, había aportado el proceso del año 2000 (prolongado, irregular, fraudulento), que fue incapaz de determinar el resultado. Recuérdese que, entonces, George W. Bush no fue electo presidente, sino que sería la Corte Suprema la que lo designaría como tal.
Estados Unidos vive un período de transición histórica multidimensional: económica, productiva, tecnológica, clasista, demográfica, ideológica, cultural, política. Esta última expresa los límites de la tradición liberal que le dio vida como nación, al separarse formalmente del imperio británico hace 248 años, apuntalada en valores como la democracia, negados a diario por su propia historia.
Durante el festejo en la residencia oficial, Biden reiteró que no abandonará su propósito como candidato a la presidencia. irá a ninguna parte”. Cuando uno de los asistentes le exhortó: “Sigue luchando. Te necesitamos”, respondió: “Me tienes, hombre. No voy a ninguna parte”. Aprovechó el momento para tratar de compensar el saldo negativo que dejó su reciente desempeño en el debate con Trump, del cual salió maltrecho. Y es que la celebración aludida implica reafirmaciones orgullosas de patriotismo, triunfalismo y glorificación. De modo que las circunstancias, puntualmente, le fueron propicias. Pero, vale la pena reiterar, es aconsejable posponer, por ahora, ese tipo de análisis.
Dejando a un lado los caminos por los que pueda seguir transitando la contienda electoral, es oportuno repensar la Independencia de Estados Unidos, a la luz de su conmemoración, acudiendo una vez más a la relación entre historia y contemporaneidad.
En la Declaración de Independencia dada a conocer el 4 de julio de 1776, se proclamó, por primera vez en la historia, la soberanía del pueblo, lo que se convierte desde esa fecha en principio fundamental del Estado moderno. Como se conoce, con ello se reconocía el derecho del pueblo a la sublevación, a la revolución: se declaraba la ruptura de todas relaciones entre las colonias en América del Norte y la metrópoli británica, exponiéndose las bases sobre las que se levantaba, de manera independiente, la naciente nación.
Desde el punto de vista histórico, la Revolución de Independencia de Estados Unidos, sin embargo, fue un proceso limitado, inconcluso, sobre todo por el hecho de que conservó intacto el sistema de esclavitud, que ya se había conformado totalmente para entonces, con lo cual quedaría pospuesta casi por un siglo la consecución de ese anhelo universal --la abolición--, hasta la ulterior guerra civil o de secesión, que se desatará entre 1861 y 1865.
Adelantando el derrotero de las revoluciones burguesas europeas --aún y cuando sus especificidades impidan catalogarla, con exactitud historiográfica, como un acontecimiento de idéntico signo, pues esencialmente fue una revolución de liberación nacional--, la independencia de las trece colonias que la Corona Inglesa había establecido en la costa este de América del Norte expresó tempranamente la vocación de lucha por la liberación. También reflejó la magnitud de la conciencia nacional que despertaba en la vida colonial y, sobre todo, la capacidad de ruptura con los lazos de dominación que las potencias colonizadoras habían impuesto en las tierras del Nuevo Mundo.
Es cierto que ese hecho no llevó consigo una quiebra de estructuras feudales preexistentes, como las que preponderaban en la escena europea, ante las cuales reaccionarían los procesos que en Francia e Inglaterra le abren el paso a las relaciones de producción capitalistas, lo que sí permite bautizarlas como revoluciones burguesas. No podía ser así, ya que desde que aparecieron los gérmenes de lo que luego sería Estados Unidos de América, nunca se articularon relaciones feudales como tales. Las trece colonias nacieron definidas con el signo predominante del modo de producción capitalista, es decir, marcadas con el signo de una embrionaria, pero a la vez pujante y dinámica matriz social burguesa.
Roberto Fernández Retamar ha resumido lo esencial de dicho proceso, con su habitual maestría, en un trabajo titulado Cuba Defendida. Contra Otra Leyenda Negra: “Es imprescindible considerar la gran aventura que inició un nuevo capítulo en la historia cuando en 1776 las Trece Colonias, entonces sólo un puñado de tierras y de gentes, emitieron una inolvidable Declaración, previa a la francesa de 1789, habiendo desencadenado contra Inglaterra la que iba a ser la primera guerra independentista victoriosa en América. Esa independencia nos parece admirable, a pesar de que aquella Declaración, donde se afirmó desafiantemente que todos los hombres han sido creados iguales, sería contradicha pronto, pues la esclavitud se mantendría durante casi un siglo en la República nacida de esa guerra. Los hombres que en el papel eran iguales resultaron luego ser sólo varones blancos y ricos: no los indios, que en su gran mayoría fueron exterminados como alimañas, ni los negros, que continuaron esclavizados. La nación que entonces surgió, era además, para decirlo en palabras de Martí, cesárea e invasora”.
Y es que, según ya se ha señalado, la Revolución de Independencia de Estados Unidos se adelantó, no cabe dudas, a la enorme contribución histórica que aportaría, algunos años más tarde, la Revolución Francesa, cuyo impacto es ampliamente conocido, a partir de que abre una época de profundas transformaciones, que cambian de modo definitivo todo el panorama social, cultural, científico, productivo, industrial, en Europa, con implicaciones incluso de índole mundial. Estaría de más insistir en el hecho de que la misma ha sido fuente de inspiración de luchadores contra tiranías, sistemas absolutistas, monárquicos, clericales y feudales.
Con razón se ha insistido por no pocos historiadores y especialistas en el origen burgués y sobre todo, en el carácter antipopular de la célebre Constitución de Estados Unidos (ese texto jurídico y político que es el más antiguo en el continente, y que se toma como modelo por otros países, a la hora de concebir sus propios documentos constitucionales. O que, en algunos cursos sobre historia de América o mundial, se presentan como ejemplos de los más completos), al caracterizarla como el fruto de cincuenta y cinco ricos, entre quienes se encontraban comerciantes, esclavistas, hacendados y abogados, que sin rodeos no hicieron más que defender sus intereses clasistas. Por supuesto, a pesar del tremendo aporte intelectual y político de figuras como George Washington, Thomas Jefferson, Alexander Hamilton, James Madison, Benjamin Franklin, entre otros, conocidos como los “Padres Fundadores”, ninguno de ellos tuvo proyecciones de beneficio mayoritario, ni incluyó en sus reflexiones a las masas populares. Desde el punto de vista constitucional, lo cierto es que, con la conquista de la Independencia, ni los obreros de las manufacturas, ni los artesanos ni los esclavos no lograron sustanciales mejoras en sus condiciones de vida.
El historiador Howard Zinn lo esclarece, en su excelente libro La Otra Historia de Estados Unidos, publicado en Cuba por la Editorial de Ciencias Sociales hace veinte años, cuando señala que “los Padres Fundadores no tomaron ni siquiera en cuenta a la mitad de la población” al referirse a los segmentos sociales que quedaron excluidos del marco de reclamos e inquietudes por los que se preocupaban los documentos fundacionales de la nación estadounidense.
Las bases doctrinales e institucionales sobre las que se levanta el aparato político de Estados Unidos --y en general, los soportes que sostienen el diseño de la sociedad norteamericana, incluido su sistema de valores-- están contenidas, podría afirmarse, en una serie de documentos, entre los que se distinguen tanto la mencionada Declaración de Independencia, de 1776, como la referida Constitución del país, rubricada unos años después, en 1787, en Filadelfia. El primero sería un texto revolucionario, enfocado hacia la arena internacional, procurando dotar de legitimidad al tremendo proceso que tenía lugar. El segundo fue un documento conservador, dirigido hacia dentro de la sociedad norteamericana, en busca de la preservación o consagración de la normatividad, de la legalidad que sirviera de garantía a los cambios ya logrados.
Para decirlo en pocas y sencillas palabras: la Constitución ponía fin a la revolución convocada por la Declaración de Independencia. Elitismo, exclusiones, limitaciones, restricciones, se levantarían como realidades, desde allí, en contraposición con los ideales y promesas de participación, libertades, posibilidades y derechos, que se proclamaban antes.
¡Qué paradoja! En esta síntesis, que pareciera un juego de palabras --lamentablemente, no lo es-- está contenido el legado real de la Independencia en ese país, que hoy se pretende recrear como símbolo mundial de la democracia. Es un legado de retórica, demagogia, inconsecuencia, plagado de intolerancia, violencia e injusticias. Quizás lo más relevante consiste en que, más allá de estas realidades, la Revolución de Independencia auspicia el camino del progreso --a la luz del proceso histórico mundial--, al viabilizar la formación de la nación norteamericana y el desarrollo capitalista, abriéndole paso a una historia (compleja, contradictoria, cambiante) cuya sociedad y cultura merecen atención y respeto.
Cabría preguntarse, al calor del contexto real en que se conmemoró el 4 de julio de 2024 el aniversario de la Independencia, acerca de las condiciones en que se hallará la tradición política del liberalismo con que nació ese país, basado en la democracia burguesa representativa y el bipartidismo dentro de un par de años, al festejar el 250 aniversario de la Independencia. ¿Qué quedará del legado de los “Padres Fundadores”?
Obviamente, la interrogante trasciende un pronóstico electoral. Sugiere una perspectiva de análisis sobre las tendencias en curso y la ponderación de los escenarios posibles por los que podrían transitar las contradicciones que definen a la sociedad estadounidense, asumida en su conjunto. Es decir, procurando conjugar miradas que focalicen tanto a los árboles como al bosque, proyectando la vista más allá de las coyunturas. Es decir, retomando la lógica de las reflexiones expuestas en anteriores artículos publicados por Cubasí, como los titulados El rompecabezas: Estados Unidos entre crisis y elecciones y Entendiendo a Estados Unidos y al imperialismo: Modelo para armar.
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