ConCiencia: Silencio
especiales
Hoy, intoxicada por las hieles de una realidad que, muchos, se cansaron de glosar de ese modo.
Pero el guion vuelve a quedarse por debajo del deseo de hilvanar un drama de altura, desde la sutileza de ciertas claves. Unas bien sinceras. Otras, francamente, calculadas.
Con una dramaturgia muy básica, el episodio no fue más allá del recuento, casi documental, de un hecho que esta vez sí convence como ‘real’, factor que tanto se ha invocado para justificar sus amarguras:
La obtención de un componente indispensable para seguir adelante un proyecto vital, al que Cuba no tiene acceso por las limitaciones del bloqueo (palabra que, por cierto, no se mentó ni en una ocasión, haciendo la experiencia más fuerte que la consigna).
Incluso, al ataviarlo con un elemento altamente sensible y que nos permeó más (mucho más) por el majestuoso desempeño de Isabel: la especialista que lo lleva a cabo padece la enfermedad que investiga y con cada minuto se acorta la distancia del abismo.
Sucede que tal intención solo queda clara de la mitad hacia adelante, pues hasta entonces la fábula navega al garete, entre una y otra circunstancia incidental.
Parecía que fuera a desviarse por los derroteros del amor, en una fórmula que no es totalmente original, pero podría resultar interesante al conjugar a un empresario negro, extranjero, con una científica blanca y, a ojos vista, enferma, por la que este nutre una discreta compasión.
Aunque se insinuara en algunas actitudes, no hubo misterio alguno en el interés del inversor.
No hay que tener mucha imaginación para darse cuenta de que la hija de este padece el mal y esto guía su interés y generosidad ‘injustificada’.
Los retos, nada pequeños, sin embargo, no tenían la dimensión dramática como para tejer una madeja de sucesos que nos amarrara al receptor durante tres cuartos de hora.
Didáctico, hasta lo escolar, fue el preludio, en que Soledad hace un balance sobre la ataxia en pleno congreso de ciencias, rodeada de colegas.
Por más que cualquier presentación vaya antecedida de un repertorio de generalidades, no lucía coherente.
Pero bien, era un recurso necesario para ilustrar y, sobre todo, comprometer a la masa poco ducha en los temas de la ciencia con el desafío que tenía delante.
Innecesario era recalcar tanto que la investigadora sufría la dolencia, cuando unas pocas señas ya nos lo dejaban claro desde el primer instante.
Lo cocinaron demasiado.
El segmento final trajo consigo un clímax poco anticipado, lleno de escollos, que no pasaron de golpes de efecto, muy mal vistos en la escritura de calidad.
A pesar de que en la vida las cosas se enredan —¡si lo sabré yo!—, fue excesivo el número de baches en el trayecto y la simplicidad con que se salió de ellos.
La desmayada que hay que recoger por el camino (la ecuación fue elemental, no hubo ni oposición, ni conflicto: ¡hay que ayudarla!).
La llave que se pierde y se devuelve sin más.
La CVP que, con razón, pero con dogma, exige abandonar la entrada del cuerpo de guardia, sin que le valgan argumentos.
La aduanera cubana que va a poner trabas, en contraste con el dominicano, que solo cuestiona las facturas de una reproducción (ojo con eso), pero que le franquea el paso (en una elipsis que prueba lo dicho líneas arriba).
Finalmente, a punto de consumar el experimento, los frascos, que con tanto trabajo han llegado a la isla, parece que van a caer, ¡mas son atrapados en el aire por una mano con buenos reflejos!
Pregunta lógica: ¿cómo, si la motricidad de la científica está comprometida, le dan el santo grial de estas peripecias? ¿Para crear un segundo de tensión artificial?
O sea, son momentos que podrían no existir y el resultado sería idéntico, pues no elevan el relato a un escalón narrativo superior.
Nunca dijeron por qué había esa presión para tener el preparado, cuando se infiere que el ensayo clínico se programe en relación a su disponibilidad, no se hace esperando a que llegue (un hecho futuro e incierto).
La caída de la científica, que tanto se vio en el tráiler, no aportó nada, porque no significó un límite o un punto de giro.
Accesorios totalmente prescindibles y muy vistos como el conflicto del hijo con su exmujer (más dignos de la serie de abogados) y el desmayo que, según avance, rendirá en el próximo capítulo, tampoco tributaron al cauce ficcional.
Rudy Mora, en la dirección y el libreto, no deja de sembrar, para que el espectador coseche por su cuenta.
Por ejemplo, la madre (Nilda Collado) oyendo música guajira nos sugiere el origen de la experta.
El contraste visual entre La Habana y Santo Domingo. O que el CIGB solo pueda abonar un pasaje y le cause resquemores un donativo inesperado.
Subrayados nada sutiles cuando va una y otra vez de la computadora espacial del hijo, que se dedica a la música, al cacharro de la madre, que es científica, con un proyecto de punta, conectan con esa especie de denuncia que atraviesa toda la serie, pero que no evidencia su causa, con lo cual sus alcances menguan.
Al menos, si nos atenemos a los postulados de la crítica local, que suele ser muy exigente en este aspecto con las realizaciones extranjeras, a las que les cobra disecciones sociológicas sobre los fenómenos que tratan. Cuando, en la mayoría de los casos, basta con que nos cuenten una historia. De preferencia, bien.
La de Rudy, aunque logra una dignidad en el apartado de puesta poco vista en nuestros lares, sigue resentida en la parte del relato.
Por ello, se vuelve tan imperativo que, junto a científicos de talla mundial, modestos, pero capaces, aparezcan guionistas que sepan hacer de su oficio, más que una ciencia, un arte, y entierren para siempre esta lapidaria sentencia de la propia Isabel:
"Tenemos un cine de autor porque no tenemos quien lo escriba".
PS. Nuevamente, el leitmotiv del accidente —que debería enlazar todas las historias, al decir de Mora— quedó relegado como un simple injerto (lo cual, obviamente, va más allá de decisiones de edición de última hora).
Tomado de El Blog de la Hormiga
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