Al filo del cuchillo (+ Fotos y Video)
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Cortan, perforan y hasta pueden matar, pero las tijeras y cuchillos que afila Rosel no exhiben su guapería más allá de la cocina, de la máquina de coser o del espejo.
Cada día, excepto los lunes, y desde hace ocho años, este hombre de Puentes Grandes monta en su bicicleta y sale a ganarse el pan.
Lo interesante es que se lo gana sin bajarse nunca del ciclo. Inventiva, ingeniosidad y necesidad se juntaron para que convirtiera su bicicleta china en una herramienta de trabajo.
Le acopló al caballo un aditamento con dos discos de amolar que giran cuando se les da a los pedales. Uno es para asentar y el otro para desbastar, explica sin temor a que le roben el derecho de autor.
“Sí, sí tengo competencia. Pero no me preocupa porque yo hago bien mi trabajo y mis clientes lo saben. Y se lo dicen al de al lado, me recomiendan. En esto no hay invento: o corta o no corta”.
Cuenta que antes había trabajado en la construcción, en la plomería, pero aprendió del abuelo los secretos de sacarle chispas a tijeras y cuchillos dejándolos como nuevos, y pudo más esa herencia de familia que cualquier otra cosa.
El trabajo del afilador sigue resultando bienvenido y útil a la comunidad.
Pasadas las ocho de la mañana, parte en su bici rumbo a municipios bien diferentes y no pocas veces lejanos de su casa.
Siempre va sonando su armónica. Es una melodía simple, como las paticas de un gorrión subiendo y bajando una escalera de cinco peldaños. Pero solo bastan las primeras notas para que empiecen a aparecer vecinos.
A la armónica que avisa al barrio de la llegada del amolador, en otros países de Latinoamérica le llaman chifle, opito o corneta.
Sobre todo son mujeres, pero también suele verse a hombres. Asegura el amolador que quienes más solicitan sus servicios son las amas de casa, pero no faltan, dice, peluqueras o manicuris y también costureras. Barberos no, no sabe por qué.
Aunque tiene que dar mucho pedal, por las calles habaneras y también parqueado para hacer girar las ruedas de esmeril, este trabajador por cuenta propia no se queja. Tiene entre sus clientes hasta un par de paladares a las que afila los cuchillos de cocina.
“No le digo que me haga rico, pero me da para vivir. Y lo mío es dormir con la cabeza tranquila sobre la almohada, sin miedos y sin deberle nada a nadie. Mis papeles están en regla, van conmigo para todas partes, ¿quiere verlos?”.
Como es de poco hablar y mucho trabajar, cuando le pregunto por alguna anécdota curiosa enlazada a su quehacer, sonríe mientras de la tijera que afila brota un surtidor de chispas como fuegos artificiales en miniatura.
Es difícil saber qué recuerdos andan chisporroteándole en la memoria, por eso le pregunto de amores, de odios... ¿Alguna vez le han dicho que van a matar a alguien con el cuchillo que usted está afilando?
“¡Alaba’o sea Dios! A un amigo mío sí le pasó algo de eso, aunque todavía no sabe si fue en broma o en serio que se lo anunciaron. Pero a mí, basta con que nada más me digan algo parecido para que me entre un tembleque de rodillas, que ni le cuento”.
Lo que sí cuenta a renglón seguido, como si de momento le hubieran destapado la caja de los recuerdos, es que le alquilaron por dos días su bicicleta de amolador para utilizarla en un programa de Pánfilo. Lo dice orgulloso y entre sus avales.
No se sabe a ciencia cierta sobre la historia de este oficio, pero parece ser que uno de sus orígenes más precisos estuvo en España, entre los gallegos, sobre todo del ámbito rural.
Al menos, quedan pruebas documentales de su existencia desde finales del siglo XVII. Y tan integrados parecen haber estado a la dinámica de campos y ciudades, que en la provincia de Orense, en Galicia, existe hasta un monumento erigido a los afiladores; mientras que el afamado pintor, también español, Francisco de Goya, los inmortalizó en uno de sus lienzos, fechado en 1790, y que lleva por nombre El afilador.
Monumento al «afilador» en Nogueira de Ramuín, en la provincia española Orense.
No pocos repiten que ese es un oficio en extinción, “salvo quizá en países en vía de desarrollo, donde la población no posee recursos suficientes como para sustituir sus herramientas de corte. Las nuevas tendencias económicas que implantaron la cultura "desechable" de «usar y tirar» en Occidente, supusieron un duro golpe para este oficio soberano”, así lo indica, desde su parcialidad, Wikipedia.
Sin embargo, no me imagino usando y tirando a la basura las añejas tijeritas de la bisabuela, que cortaron las uñas a tantas generaciones; tampoco es de suponer que el cocinero simplemente lance a la basura su cuchillo de destazar solo porque ya tiene un par de años.
Esa cultura de lo desechable —que en el fondo no es sino un nombre distinto para llamar al consumismo— estaría desechando, cortando con buen filo, el sentido común y hasta lo sentido desde el alma.
Aunque en esta isla el “usar y tirar” no anda de moda, también aquí abundan quienes reiteran sobre la desaparición de los afiladores, y aluden a ellos como pintorescas figuras del pasado o parte de nuestro folclore.
Sin embargo, el protagonista de estas líneas sigue salpicando cada amanecer con el sonido de su armónica. Le acompañan una vitalidad y unas ganas de hacer como si el suyo fuera un oficio recién nacido de la artesa de los tiempos. Y que así sea siempre porque, al menos por estos lares, no se pueden estar botando tijeras y cuchillos. Además, cada vez que por aquí resuena la armónica de Rosiel, hace buen tiempo.
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