Rescate

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Rescate
Fecha de publicación: 
15 Febrero 2018
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Lo lanzaron por la ventanilla de un auto en marcha y vi cómo se estrellaba, blanda y resignadamente, sobre el asfalto hirviente de la avenida Boyeros.

Hizo un sonido quedo, casi tímido, al chocar contra el suelo. Parecía que sentía pudor y hasta vergüenza de una muerte tan pública, cuando cualquier girasol, hasta el menos naranja y notorio de todos, merecía el derecho de agonizar en privado.

Los había que hasta contaban con el lujo de partir discretamente junto al último rayo de la claridad que siempre acompañaron en su girar; claro, esos estaban entre los más afortunados.

Pero eran las doce del día, y el girasol despatarrado entre sus amarillos y ocres percibía la inminencia de la rueda final. El caucho humeante de los neumáticos le sofocaba los pétalos al pasar casi rozándolo, el humo de los tubos de escape ensombrecía sus hojas todavía verdes, el calor del pavimento le acuchillaba hasta el más lejano recuerdo de rocío.

Quienes avanzaban a esa hora por las aceras, no reparaban en él; algunos, ni siquiera en ellos mismos. Aplastados por la canícula, y como siguiendo a un fantasmagórico flautista de Hamelin, solo se concentraban en dar trabajosamente un paso tras otro, tropezando a veces entre ellos, con la mirada perdida y las gotas de sudor escurriéndoles junto a los párpados casi cerrados para evitar el relumbre.

El girasol, hundido entre el ir y venir desbocado de los autos, era solo una breve mancha, amarilla y condenada.

Sobre un islote de hierba que flanquea la avenida, reposaba, quién sabe de qué cansancios antiguos, un hombre llegado a los 60. De todos los que alentaban a esa hora, era el único al que parecía no importarle el sol mordiente, la atmósfera densa, casi como melaza, que se adhería a la garganta y al olfato con sus gases quemados.

El hombre permanecía quietamente sentado allí, llevando una gruesa chaqueta de tela carmelita, ajada y sembrada de manchas. El pantalón, cortado a cuchillo a media pierna, dejaba ver las pantorrillas sucias, hinchadas, rematadas por unos pies inmensos calzando sandalias de diferente diseño y color.

Había sido el único ser vivo en la avenida Boyeros cuyas cejas se enarcaron un instante dando fe del vuelo de la flor despedida por la ventanilla del carro.

Y comenzaba, con un inmenso esfuerzo, a levantarse de la hierba mientras mantenía la vista aferrada a aquel breve punto amarillo sobre la calle. Como para no dejarlo ir.

Una vez en pie, se encaminó decidido hacia donde alentaba el amarillo. Renqueante y a la vez intrépido, sorteó los vehículos que pasaban hasta llegar justo al medio de la vía, y allí, en instantánea y sorprendente pirueta, levantó del asfalto al girasol y corrió con él hacia la acera. Justo hacia el lugar exacto por donde pasaba yo en ese instante.

Tan violento y rápido resultó todo, que no tuve tiempo de reaccionar con agilidad para franquearle el paso y nos quedamos uno frente al otro, mirándonos.

Fue solo un par de segundos de inmovilidad y estupor, durante los que se mezclaron, en fabulosa mixtura, el agresivo tufo de su ropa y la intacta claridad aposentada al final de aquellos ojos carmelitas, donde retoñaba una dolorosa angustia.

Con la misma urgente velocidad con que había alcanzado la acera, colocó contra mi pecho la flor rescatada, como intentando ponerla a resguardo. Y cuando constató que yo, todavía sin tiempo para entender, casi instintivamente, ya la sostenía, el hombre se escabulló corriendo calle arriba, en sentido contrario al tránsito, con sus sandalias diferentes.

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