Mi abuela pesa 400 libras

Mi abuela pesa 400 libras
Fecha de publicación: 
17 Agosto 2015
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María Esther Santana Gómez, de 66 años, siempre estuvo entradita en carnes, cuenta el nieto, “pero de hace unos años para acá, fue el desborde”.

Sin embargo, es una gorda contenta. “No tiene ningún complejo, no le da pena bañarse en bikini en la playa, igual que si tuviera cuerpo de bailarina; pasea, se disfraza de payasa, va a fiestas…”

Y la última fiesta en que tomó parte se la hicieron los alumnos de 6to. grado en su propia casa. Como estaba convaleciente de una caída, no pudo acompañarlos en la celebración de fin de curso que tuvieron en su escuela primaria Farabundo Martí, del reparto Vista Alegre, y les envió una carta de felicitación y disculpas. En respuesta, la treintena de muchachos se le aparecieron en el hogar para festejar juntos.

Cuentan que había que verla entonces, revoloteando con sus 400 libras entre tanto beso y abrazo, cual ágil mariposa.

 

Sucede que María Esther es La Maestra, así, con mayúscula.

Durante el tiempo que estuvo hospitalizada, asegura el nieto que hablaba dormida “Con no sé quién que tenía que hacer la tarea. Y por la mañana, al despertar, insistía en que debía empezar a preparar los planes de clase para el curso que viene y recoger los expedientes.”

Luego de cincuenta años de magisterio y con la categoría de Máster en Educación, no soportó ni un año de jubilación y retornó al aula. “Lo hizo porque ella nació con la pasión de ser maestra y lo va a seguir siendo hasta que su mente o su salud ya no la acompañen”.

Tanta es la pasión, que María Esther, muy limitada para trasladarse debido al exceso de peso, tiene contratado un bicitaxi  donde, diariamente, va y regresa de la escuela, a cuatro cuadras de su vivienda. Se tira de la cama cada día de clases a las cinco de la mañana para no llegar tarde, y es siempre la primera en llegar a la escuela y dar los buenos días al custodio.

No le importan la arritmia cardiaca, la falta de aire y otras dolencias asociadas al sobrepeso para, además, repasar en su casa a alumnos que lo necesitan dos veces a la semana. “¿¡Cómo cobrar. Lo hace gratis. Quién le dice a María Esther que cobre un centavo por enseñar?!”, exclama sobresaltado el nieto.

Zoológico de chocolate por la carretera central

Carlos Daniel, quien ya matriculó servicios gastronómicos para empezar este septiembre, cuenta que encontrar ropa para la abuela puede volverse toda una aventura “porque la blusa es casi del tamaño de un cubrecamas, y los blúmer…” La frase burlona le brota con un inevitable regusto a ternura.  

Explica que para conseguir prendas de semejantes proporciones,  a veces uno de sus alumnos le hace saber a algún familiar en el exterior “que tiene una maestra bastante gorda”, y le envían una saya, una blusa. Otras alternativas son las tiendas de ropa reciclada o mandarse a hacer algunas piezas con la costurera.

A pesar de ese y otros inconvenientes aparejados a la obesidad, a esta abuela talla extra “le encanta maquillarse, se pinta los labios de rojo, cuida su pelo blanco y va a arreglarse las manos y los pies… en bicitaxi”.

“Le gustan mucho los zapatos, pero en los últimos tiempos la convencí de llevar sandalias. Tiene los pies acabados por tanto peso. También que tendría yo que levantarme a las cinco de la mañana para abrocharle los zapatos, ella no puede doblarse. Sí, es difícil con 19 años estar responsabilizado con una anciana de esas proporciones que, además, es caprichosa”.

En breve conversación telefónica, esta avileña aseguró a CubaSí que, aunque vive contenta, “la gordura solo da enfermedades y molestias, por tanto, no hay que vivir para comer. Se debe tener fuerza de voluntad para aguantarse la boca”.

Lo ha intentado, pero sin mucho éxito, asegura Carlos quien, en los últimos tiempos y ayudado por la novia, entre las tareas domésticas lleva sobre sus hombros también la cocina. “Y mi abuela quiere que le eche bastante aceite a la comida y no le gusta el huevo, sino lo bueno; y lo que más-más le gusta es el gordo del puerco. Esconde los panes para comérselos a escondidas y da cualquier cosa por el chocolate”.

Sabiendo esto último, y para cumplir un encargo de la abuela, lo primero que hizo el nieto al visitar La Habana este verano fue desplazarse kilómetros bajo un sol rabioso para llegar al Museo del Chocolate en La Habana Vieja, y allí comprarle a María Esther ¡tres macizos animales de chocolate!: un búho, un pez y un oso.

Fue una odisea lograr que los animales llegaran sin derretirse a manos de su destinataria, en recorrido de unos 423 kilómetros. Pero esa es otra historia.

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