OPINIÓN: Notas sobre el optimismo
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A veces me acuesto pesimista, y me desvelo en la madrugada, pero comienzo el día con optimismo. No se trata de ser, como pedía Antonio Gramcsi, pesimista de la inteligencia y optimista de la voluntad. En las noches no soy más inteligente o sabio que durante el día; en realidad, estoy más cansado. Eduardo Galeano advertía con agudeza: “dejemos el pesimismo para tiempos mejores”. Pero si un grupo de buenos amigos nos reunimos alguna noche, me obligo a ser optimista hasta el final del encuentro. Sí, la Humanidad vive una crisis de sentidos (de hambre, de guerras, de bloqueos, de egoísmos, de caminos). No somos dados a sufrir o a recordar penurias por largos períodos, y las cosas que en un momento nos provocan ira o indignación, empiezan a relegarse en nuestras mentes si se hacen “habituales”; así, la muerte diaria de cientos de niños, mujeres y ancianos en Gaza, por la que salimos a protestar, empieza a parecer noticia “vieja”, sabida, aunque cada día sean, ¡horror!, otros niños, otras mujeres, otros ancianos los masacrados. ¿No puede la Humanidad frenar ese genocidio?, ¿no podemos los seres humanos, una especie supuestamente inteligente, parar y condenar al agresor?
Yo me uno a los que construyen esperanza, fe, voluntad, sentidos, como pedía Fidel que se hicieran los pedraplenes: piedra a piedra, sin mirar ni medir cuánto nos falta. Sigo el ejemplo magno de Martí: no se trata de describir la realidad, de señalar con ojo crítico cada escollo o impedimento, cada fealdad, como hacían y hacen los positivistas y los enemigos. Nos toca construirla, crearla, darla por hecha mientras la hacemos sin descanso, empujarla hacia la opción mejor, porque toda realidad contiene una versión visible, y otras invisibles, potenciales, por hacer, tan reales como aquella que vemos. Nuestra victoria tendrá un fundamento cultural, o no será. Los seres humanos no solo piensan como viven, también viven como piensan: la relación no es lineal, ni en un único sentido. Para saltar sobre el imposible, hay que tener fe en el pueblo.
La mayor potencia occidental —acostumbrada a juzgar a los otros, a sojuzgar, a derribar a los independientes, a dictar condiciones que le favorezcan, todo en nombre de la Libertad— patalea en un mar encrespado para que la hegemonía que ostentó durante al menos dos siglos no se hunda definitivamente en sus aguas. Nos ahogaría a todos, con tal de sostenerse. Provocará más guerras —duras, “suaves”, híbridas—, golpes de estado, bloqueos que si se “naturalizan”, empiezan a invisibilizarse. Dos ancianos decadentes se disputarán al parecer la presidencia de un imperio en decadencia: uno, mentiroso, embaucador, con ambiguos síntomas de locura (nunca en contra de sus intereses personales); el otro, senil, incapaz ya de seguir correctamente el hilo de las ideas que le escriben. Pero ambos jugarán a reconquistar territorios y parecer valientes, como hacían los antiguos emperadores. Trump, posible ganador, lo ha dicho en un reciente mitin electoral ante anexionistas cubanos: “Yo lo había hecho todo con [contra] Cuba, lo iba a hacer, si no manipulaban el resultado de las elecciones, en seis meses íbamos a tenerlo todo resuelto, ellos estaban listos para ser borrados, luego vino Biden”. ¿Para ser borrados? El que nos impone el hambre, dice que va a salvarnos del hambre; el que promete borrarnos del mapa, asegura que nos traerá la libertad. Nosotros mañana podríamos ser Palestina, pero no será tan fácil como Trump supone.
Sin embargo, solo podríamos defendernos, como nos defendimos de los 13 presidentes anteriores, incluyéndolo a él, si conservamos el ideal de justicia social que nos inspira y une. Hay que detener, ridiculizar, condenar el deseo individual de salvarse que manifiestan algunos, a costa de todo y de todos. Así tampoco se salvan. Nuestra sociedad perdería el rumbo, y la independencia, si solo se mirara a sí misma, si dejara de creer en su fuerza, en sus sueños, si se volviera pragmática, si sopesara en una balanza ventajas y desventajas de la solidaridad interna o externa, si antepusiera siempre la economía a la política. Me importaría menos el yipón de mi vecino mipymista –—aunque duela que el cirujano, el maestro, el innovador de la fábrica o del campo, anden a pie— si su proyecto se encadenara con la producción nacional y contribuyera a su crecimiento, si guardara e invirtiera sus dólares en la Patria y no realizara sus transacciones en el extranjero, si pagara la totalidad de los impuestos que debe al Estado que cubre las necesidades de todos, incluidas las suyas. No podemos naturalizar el robo, aún el indirecto, el que se hace por dejación, no podemos naturalizar la pobreza, porque luchar contra ella, por la igualdad real, la que toma en cuenta las diferencias (no la ficticia del capitalismo) es el fundamento del proyecto martiano y fidelista de nación. No podremos ser Fidel, la genialidad no se adquiere a voluntad; pero podemos ser como él, como el Che, y como Martí en el plano ético, que es lo que significa ser fidelista, guevarista, martiano. Cuando alguien dice que ya no es posible, porque no somos Fidel, se inventa una excusa.
A veces, en las noches, me abruman los peligros que se ciernen sobre Cuba y sobre la Humanidad. Salvar la Revolución Cubana, es salvar la certeza de que un mundo mejor es posible, es salvar a la Humanidad. Como dijera Martí en su lucha contra el imperio español y el imperialismo estadounidense: “quien se levanta hoy con Cuba, se levanta para todos los tiempos”. Pero cada mañana ensillo mi caballo imaginario, y lo monto, lanza en ristre; mientras cabalgo, veo pasar a mujeres y hombres sobrepuestos como yo a los apagones, a las dificultades inacabables, al bloqueo, a los errores propios, dispuestos a iniciar una nueva jornada de entrega, de luchas, de solidaridad. Una Revolución que ha sembrado tanto, cuenta con enormes reservas morales y dirigentes consagrados. No somos locos que confunden molinos con gigantes, sino “locos cuerdos”, que descubren los posibles que esconde el imposible. Sé que venceremos.
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Carlos de New York City
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