De Biden a Trump: ¿De mal a peor?
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No es la primera vez que escribimos que en nuestro ingenuo pensar veíamos con alguna esperanza que el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, no seguiría la política guerrerista que el establishment dominante impuso al mandatario saliente, Joe Biden, que ha puesto al mundo en el peligroso camino de una Tercera Guerra Mundial.
Por lo demás, nada bueno del colorado personaje, si acaso aún peor de lo que marcó al final de su anterior mandato, seguido por Biden, a pesar de tres promesas para subsanar el mal hecho por Trump para doblegar a Cuba, porque dice que solo respeta a las naciones que tienen bombas nucleares.
Sus decires contra la inmigración si forman parte de su modo de ser, y es tan redundante en sus ínfulas acerca de que Estados Unidos controle el Canal de Panamá y compre Groenlandia, así como lograr que Canadá se integre a la Unión como el estado número 51 y que el Golfo de México se denomine Golfo de América.
Pero, conociendo su estilo y que con una guerra total todo se perdería, porque nadie gana, predomina en él el hombre de negocio, avivando su ideología en lo más práctico que, según el escritor e investigador Branko Milanovic (se pronuncia Milánovich) tiene tres elementos: el mercantilismo, la obtención de beneficios y el nacionalismo antiinmigrante.
NI FASCISTA NI POPULISTA, DEMAGOGO
Todo el mundo tiene una ideología, recalcan historiadores españoles, y encasillar a Trump no es nada fácil, porque a veces lo denominan como fascista, que solo se admite a manera de insulto, aunque no lo sea. Y tampoco es populista, porque aunque haya barrido limpiamente en las más recientes acciones, no tiene nada que ver con el pueblo.
La razón por la que la mayoría de la gente es incapaz de presentar un argumento coherente sobre la ideología de Trump es porque están cegados por el odio o la adulación, o porque no pueden llevar lo que observan en él a un marco ideológico, con un nombre unido a él, y al que están acostumbrados.
El fascismo como ideología implica (i) nacionalismo exclusivista, (ii) glorificación del líder, (iii) énfasis en el poder del Estado frente a los individuos y el sector privado, (iv) rechazo del sistema multipartidista, (v) gobierno corporativista, (vi) sustitución de la estructura de clases de la sociedad por el nacionalismo unitario y (vii) adulación cuasi religiosa del Partido, el Estado y el líder.
O sea, nada tiene que ver con Trump ni lo que quiere imponer.
Del mismo modo, el término “populista” se ha convertido últimamente en un insulto y, a pesar de algunos intentos infructuosos de definirlo mejor, en realidad representa a los líderes que ganan las elecciones, pero lo hacen con una plataforma que no gusta.
No es el caso de Trump, que convierte el populismo en demagogia. Es decirle al pueblo lo que supuestamente desea escuchar. Es hacerle gestos de campechanía, de cercanía. ¿Con qué objeto? Con el fin de que ese pueblo tome al político como un líder accesible y plebeyo, como un dirigente próximo.
NEGOCIANTE¨
Tomando en cuenta los cuatro años de su primer mandato, Trump sigue los principios del mercantilismo, una doctrina antigua que considera la actividad económica, y especialmente el comercio de bienes y servicios entre los estados, como un juego parejo, en el que al final gana el más poderoso.
Además, si uno cree que el comercio no es más que una guerra por otros medios y que el principal rival o antagonista de Estados Unidos es China, la política mercantilista hacia Beijing se convierte en una respuesta muy natural.
Como todos los republicanos, Trump cree en el sector privado que, en su opinión, se ve excesivamente obstaculizado por reglamentos, normas e impuestos. Fue un capitalista que NUNCA pagó impuestos, lo que, en su opinión, simplemente demuestra que era un buen empresario. Puede que Trump solo sea más explícito y abierto sobre los impuestos bajos sobre el capital, pero haría lo mismo que Bush padre, Clinton y Bush hijo. Y lo mismo en lo que creía profundamente el icono liberal Greenspan.
NACIONALISTA ANTIMIGRANTE
El término “nacionalista” solo se aplica incómodamente a los políticos estadounidenses, porque la gente está acostumbrada a los nacionalismos “exclusivos” (no inclusivos) europeos y asiáticos.
A diferencia de los nacionalismos, japonés y de algunas naciones europeas que quieren la expulsión de etnias diferentes, el estadounidense, por su propia naturaleza, no puede ser étnico o estar relacionado con la sangre, debido a la enorme heterogeneidad de las personas que componen Estados Unidos. Por ello, los comentaristas han inventado un nuevo término, “nacionalismo blanco”.
Por sus comentarios, independientemente que abogue por la expulsión de los indocumentados, el nacionalismo de Trump es un término extraño porque combina el color de la piel con las relaciones étnicas (de sangre). En realidad, creo que el rasgo definitorio del “nacionalismo” de Trump no es ni étnico ni racial, sino simplemente la aversión a los nuevos inmigrantes.
En esencia, no difiere de las políticas antinmigrantes aplicadas hoy en el corazón del mundo socialdemócrata, en los países nórdicos y del noroeste de Europa, donde los partidos de derechas de Suecia, Países Bajos, Finlandia y Dinamarca creen que sus países están “llenos” y no pueden aceptar más inmigrantes.
La opinión de Trump es insólita, porque Estados Unidos no es un país lleno: el número de personas por kilómetro cuadrado es de 38, mientras que, por ejemplo, es de 520 en Holanda.
Cuando uno combina el mercantilismo con la aversión a los migrantes, se acerca a lo que será la política exterior de EE.UU. bajo Trump.
En esta política exterior debe tener un papel determinado -aunque sea nominalmente- su “canciller” o Secretario de Estado, para el que está propuesto Marco Rubio, tan ladino como mentiroso, cuando dijo que había nacido en Cuba y que sus padres huyeron del castrocomunismo, cuando en realidad vio la luz (o la oscuridad) en Miami y toda su familia se mudó a Estados Unidos durante la dictadura batistiana.
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Javier Hernández Fernández
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