Sándor González y la Patria que somos (+ FOTOS)
especiales
Se hace entrañable recorrer esta «Patria» que Sándor González Vilar presenta en la Galería Servando Cabrera, del municipio habanero de Playa. Entrañable porque no es como viajar al ego de un artista, sino al sentimiento de una nación vista, amada, vivida por el artista, consciente de que no es suya la Patria o sí, claro, lo es, pero también de cada uno de sus hermanos y hermanas, quienes nacieron de la misma isla-madre y permanecen enlazados a ella y enlazados, definitivamente, entre ellos.
No visualizo otra imagen más elocuente que esta de la isla quemada para ilustrar una verdad absoluta: Cuba es de todos (y de todas). Tres minutos donde no solo confirmamos las habilidades de Sándor para el videoarte: su capacidad de síntesis, sin perder vuelo ni contenido; sino que también asistimos a una declaración de principios éticos.
«Patria», desde luego, habla de patriotismo, pero desde una vocación profundamente humanista, martiana: «no es el amor ridículo a la tierra, ni a la hierba que pisan nuestras plantas»... Entonces se me antoja ir más allá de aquella verdad y decir que la Patria a la que se refiere esta colección no «es» de todos, ni de nadie. Me atrevo a afirmar que en los ojos y el corazón de Sándor González la Patria no «es», la Patria «somos».
Aquí está Martí para corroborarlo, un Martí que no nos deja en la mera contemplación, sino que nos provoca a la lectura, a la búsqueda profunda en la obra del cubano que más nos dijo sobre la Patria. Aquí está —no podía faltar— la bandera de la estrella solitaria, un símbolo que se ha convertido en una constante en la obra de Sándor, lo cual es expresión de esa cubanidad raigal que ya le venía por herencia, pero que él ha defendido por elección.
Hace años que veo a Sándor González crecer y subir uno y otro peldaño de sus propias escaleras profesionales y personales. Cada vez más versátil, técnicamente más sólido y conceptualmente más maduro.
Cuando lo conocí, era un muchacho inquieto que andaba con sus hermanos, precisamente, abrazando a la Patria; curándole como podía las heridas, cosiéndole esperanzas; pasaban las mañanas paleando escombros y sueños arrasados, para sembrar arte y sueños nuevos cada tarde. Los vi hacer la belleza de lo aparentemente irreparable, de lo roto, de lo arrebatado por el viento. En medio del desastre, ellos llevaron la creación a otro nivel, a un grado tal de utilidad y virtuosismo, que ya nada sin alma podría parecerme arte.
Los doce años de mi hija mayor, que no había nacido entonces, me recuerdan cuánto ha llovido, pero ante esta muestra de mi amigo no puedo evitar el retorno. Primero, porque siento que todo lo que hace Sándor está tocado y enriquecido por aquella experiencia vital que transformó al creador y también a su obra, pues no fue un momento, sino un camino que se abrió —digo yo— para siempre. Pero además, porque «Patria» está dedicada a Rancaño, su hermano de vida que recién se mudó a la distancia de un ala de colibrí y allí vive, listo para encenderse con todos si hace falta salvar a uno de nosotros, los que somos la Patria.
Gracias a Sándor González Vilar por esta lección de arte, Patria y humanidad.
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