Fernández Retamar: intelectual al servicio del alma y de la Revolución cubana
especiales
Roberto Fernández Retamar fue poeta cubano, director de la Casa de las Américas tras la muerte de Haydée Santamaría Cuadrado.
El 9 de junio de 1930 nació un militante de la Revolución cubana. Un militante en todo el sentido de la palabra: el que combina la belleza y lo pone al servicio de la dignidad humana.
Roberto Fernández Retamar fue poeta cubano, quien fundó el Centro de Estudios Martianos en 1975 y dirigió la Revista Casa por más de cincuenta años y la convirtió en una oportunidad de alimento para el alma.
Algunos autores lo han calificado como “capitán de la intelectualidad cubana; obligado punto de referencia para comprender los valores más auténticos de la cultura cubana en la Revolución”.
Como la Casa de todos los intelectuales y amigos, fue definida no sólo la institución, sino el espacio donde se gestó parte de la vida artística y militante del país y de América Latina, y también de Retamar como autor y como humano.
Diversos textos fueron los escritos por el poeta y ensayista cubano. Uno de ellos más reconocidos es Todo Calibán donde el autor cubano dota de autoestima caribeña y latinoamericana, resignifica la historia y la cultura latinoamericana y otorga la justicia que aún no se repara.
Si bien este hecho, de alguna manera, es padecido por todos los países que emergen del colonialismo —esos países nuestros a los que esforzados intelectuales metropolitanos han llamado torpe y sucesivamente barbarie, pueblos de color, países subdesarrollados, Tercer Mundo—, creo que el fenómeno alcanza una crudeza singular al tratarse de la que Martí llamó «nuestra América mestiza». Aunque puede fácilmente defenderse la indiscutible tesis de que todo hombre es un mestizo, e incluso toda cultura; aunque esto parece especialmente válido para el caso de las colonias, sin embargo, tanto en el aspecto étnico como en el cultural es evidente que los países capitalistas alcanzaron hace tiempo una relativa homogeneidad en este orden.
Para el escritor y crítico, Francisco López Sacha, “Roberto Fernández en su obra estableció las bases para entender el rumbo y la dirección de una cultura humanista, revolucionaria, iconoclasta, descolonizadora, y sobre todo ética, y descubrió las raíces más profundas de nuestros orígenes en su ensayo Martí en su Tercer Mundo (1967). Retamar vivió siempre en la austeridad, y en la certeza del bien, y aunque fue un hombre pleno, sensual, lleno de alegría, supo escoger desde temprano el estrecho camino del sacrificio y el angustioso sentido del deber, las únicas insignias que llevó con orgullo en su fecunda vida”.
En Martí en su (Tercer) Mundo, Fernández Retamar muestra al Héroe Nacional de Cuba como “este hombre, a la vez más antiguo y más nuevo —y, sobre todo, otro—, anda organizando una guerra, dialogando con los humildes, buscando hundir un imperio, previendo el encimamiento de otro, galopando en un caballo hacia la muerte”.
“No cabe duda de que la extraordinaria riqueza, la calidad mayor de todo lo que Martí hace debemos acreditárselo a su prodigioso genio personal. Pero el sesgo de su obra, así como la pluralidad de funciones desempeñadas, son atribuibles a una condición extrapersonal (si cabe hacer estos distingos, válidos solo con muchas reservas): bastará con que situemos a Martí dentro de su verdadera familia, para que esto se haga claro. Martí pertenece, por azar y por consciente aceptación, a otro mundo. Es en él donde hay que verlo colocado para comprender de veras su tarea, sus propósitos y sus caracteres. No es con los hombres de las naciones capitalistas subdesarrollantes con quienes debemos compararlo, sino con los de las naciones del mundo colonial y semicolonial que llamarían “subdesarrolladas”.
Por otra parte, Felices los normales es uno de los poemas más conocidos de Roberto Fernández, dedicado a la pintora cubana Antonia Eiriz. Al leer este poema no es necesario explicar su discurso.
Felices los normales, esos seres extraños./ Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente/ Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida/Los que no han sido calcinados por un amor devorante,/ Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más/Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombrero.
Los satisfechos, los gordos, los lindos/ Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí/ Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura/ Los flautistas acompañados por ratones,/ Los vendedores y sus compradores,/ Los caballeros ligeramente sobrehumanos/ Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,/ Los delicados, los sensatos, los finos,/ Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles. /Felices las aves, el estiércol, las piedras./Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños/ Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan/ Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos que sus padres y más delincuentes que sus hijos/ Y más devorados por amores calcinantes/ Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.
Otro de los poemas más sencillos y hermosos de la poesía cubana es Con las mismas manos.
Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela/Llegué casi al amanecer, con las que pensé que serían ropas de trabajo,/ Pero los hombres y los muchachos que, en sus harapos esperaban/Todavía me dijeron señor/ Están en un caserón a medio derruir/ Con unos cuantos catres y palos: allí pasan las noches./ Ahora, en vez de dormir bajo los puentes o en los portales./Uno sabe leer, y lo mandaron a buscar cuando supieron que yo tenía biblioteca./(Es alto, luminoso, y usa una barbita en el insolente rostro mulato.)/Pasé por el que será el comedor escolar, hoy sólo señalado por una zapata./Sobre la cual mi amigo traza con su dedo en el aire ventanales y puertas./Atrás estaban las piedras, y un grupo de muchachos./Las trasladaban en veloces carretillas. Yo pedí una/ Y me eché a aprender el trabajo elemental de los hombres elementales./ Luego tuve mi primera pala y tomé el agua silvestre de los trabajadores,/ Y, fatigado, pensé en ti, en aquella vez/ Que estuviste recogiendo una cosecha hasta que la vista se te nublaba/ Como ahora a mí,/ ¡Qué lejos estábamos de las cosas verdaderas,/ Amor, qué lejos -como uno de otro!/ La conversación y el almuerzo fueron merecidos, y la amistad del pastor/ Hasta hubo una pareja de enamorados que se ruborizaban cuando los señalábamos, riendo,/ Fumando, después del café./ No hay momento en que no piense en ti./ Hoy quizás más,/ Y mientras ayude a construir esta escuela/ Con las mismas manos de acariciarte.
Tomado de Telesur
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