«En arte, estancarse es morir»

«En arte, estancarse es morir»
Fecha de publicación: 
8 Octubre 2019
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A Adrian Pellegrini le apasionan la tecnología, los viajes, la historia… prefiere hablar de esos temas antes de hablar de arte. El arte lo hace, lo disfruta, lo vive. Ese, para él, es otro mundo, muy suyo, aunque después lo comparta con la gente. Ha expuesto en Cuba y en varios países, sus piezas integran colecciones en América y Europa… pero siente que por delante tiene mucho que aprehender. Nos recibe en su estudio, rodeado de piezas de su más reciente serie.

—¿Qué implica ser un artista en Cuba hoy?

—Implica tener mucha paciencia, aceptar que es posible que estés haciendo cosas que estén al mismo nivel de otras que se hacen en otras partes del mundo, pero no puedes competir con las mismas condiciones, pues Cuba todavía está algo aislada en esta aldea global, por razones que todos conocemos.

«En segundo lugar, el tema de la inserción de los artistas cubanos en el mercado global del arte: ocurre, sucede, algunos se montan en el barco. Pero no es tan sencillo como cuando vives en París o Tokio.

«La otra razón de peso es que todavía no existe en Cuba un mercado nacional del arte, aunque pudiera estar incipiente. Se perdió hace mucho la figura del marchante, que es la persona que “mueve” la obra del artista, porque el artista debe estar consagrado a su trabajo, no debería tener que dedicarse a esas funciones, a vender.

«Eso también está resurgiendo en los últimos años, sobre todo en el ámbito de las nuevas formas de gestión.

«Pero, además de todo eso, ser artista ahora en Cuba implica una responsabilidad, una conciencia del lugar y el momento, que garantiza la singularidad en el mundo contemporáneo».

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—¿Hasta qué punto vivir y trabajar en Cuba marca su obra?

—Más que vivir en Cuba, la marca el hecho de vivir en La Habana, que es donde nací. Esta es una ciudad muy cosmopolita. El hecho de haber sido una ciudad de paso, prácticamente desde su tiempo fundacional, en medio de este océano íntimo que es el Caribe, hizo que mucha gente que llegó, más que sentirse extranjera, se sintiera sencillamente forastera y se insertara muy rápido en las dinámicas de la urbe.

«En buena medida, por eso compartimos una cultura de hacer, de la innovación, de no tener miedo a lo nuevo, al riesgo. Eso está en mi obra.

«Yo no me quejo, yo creo que me ha ido bien. Comencé muy joven y nunca tuve prejuicios con alternar esos dos ámbitos, el de la creación y el de la comercialización de lo que creaba. Yo creo que ahora mismo puedes producir arte en Cuba sin dejar de estar conectado con lo que se hace en otros lugares del mundo, y sin darles la espalda a ciertas lógicas comerciales».

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—Pero el arte es una cosa y el negocio del arte es otra. ¿Cómo alcanzar ese equilibrio?

—Son dos cosas, pero no están necesariamente reñidas. Es más, son interdependientes, en buena medida. Si no hubiera existido un papado, probablemente no hubiera existido Miguel Ángel. Sin los Médici en Florencia, ¿cómo hablar del Renacimiento? Siempre tiene que haber motores económicos detrás de toda actividad seria de creación. A lo mejor, Miguel Ángel tenía todo el talento y la disposición, pero el talento y la disposición no bastaban para conseguir un bloque de mármol de cuatro metros de altura… Y admiramos el arte en la Capilla Sixtina, pero para que se pudiera hacer ese arte tenía que haber primero una capilla monumental. ¿Quién la iba a construir?

«Hay que sacudirse ciertos prejuicios. No es concebir una cosa o la otra. Sí una cosa y la otra.

«Mucha gente que ha tenido dinero a lo largo de la historia se ha prestigiado al prestigiar a los artistas, al ofrecerles medios para crear y adquirir sus obras para sus colecciones. Con el tiempo, afortunadamente, muchas de esas colecciones han devenido patrimonio de todos».

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—¿Y cuáles son los riesgos de una lógica meramente comercial? ¿Hasta qué punto puede influir en los derroteros del arte?

—Es casi una cuestión matemática. Hay tanta gente haciendo arte en el mundo… y hay tantas líneas de pensamiento en la filosofía, la política, la ciencia, la cultura en general, que habrá gente que se pliegue a las demandas de cierto mercado y hará concesiones… ¡y habrá quien no! Y es posible que encuentre también su mercado.

«Hoy en día, se hace mucha porquería en arte, pero también se hace muy buen arte. Y ese mismo concepto del arte se ha ampliado. De alguna manera, la tecnología también puede ser considerada arte. Hay producciones industriales que, gracias a las bondades de su diseño, tienen valores estéticos evidentísimos. De acuerdo, no son obras únicas, pero tienen valores añadidos. Y el valor añadido es el que distingue.

«Claro, a veces ese valor añadido tiene un alto costo. Y no se valora igual el arte “barato”».

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—Entonces, ¿es una utopía esa aspiración del arte para todos?

—No. El arte debería ser para todos. Mucho más ahora, cuando tanta gente puede tener acceso a un acervo inmenso, gracias a la manera en que se socializa la producción artística. Y la revolución de las tecnologías ha contribuido mucho.

«Por supuesto que no todos podrán tener una obra de arte, única y original, en la sala de su casa. Eso va a seguir siendo de élites. Pero las élites no acumulan solo para sí. Las grandes colecciones del mundo, que ahora son patrimonio público, pertenecieron en su momento a alguien».

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—¿Cómo se establecen las jerarquías artísticas?

—Las establece la historia… y el público y sus demandas. Yo no soy tan pesimista. Yo no creo que lo que llamamos la cultura de masas vaya a estrangular a la cultura más auténtica, al arte verdadero. De acuerdo, puede que en determinadas circunstancias prevalezca la chatarra, pero siempre habrá espacio para el buen arte, y habrá quien lo defienda. Lo importante es conservar la capacidad de escoger.

—Hablemos de su obra. ¿Qué le inspira? ¿Cuáles son sus referentes?

—Yo bebo de todas partes. Pero, en realidad, me interesa mucho la música, la tecnología y la historia. De ahí viene todo.

«Yo me siento parte de una gran cultura, de la cultura occidental. No significa que no admire, valore y estudie otras culturas, las asiáticas, por ejemplo. Pero creo que Occidente aportó algo importante: las instituciones culturales sólidas, abiertas a las mayorías. Y esa capacidad investigativa, científica, que ha permitido grandes descubrimientos…

«Esa es una gran inspiración: los aportes de la modernidad».

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—¿Qué marca su obra: un estilo o una temática?

—Más las temáticas. Yo parto de temáticas. Pero no se puede negar que siempre hay un estilo detrás. Hay una línea que se mantiene. Una manera de tratar la luz, la línea, los puntos…

«Pero esa búsqueda de nuevas temáticas es fascinante. Te impone una necesidad de estudio e investigación permanente, que es lo que garantiza la renovación. Si un artista no se renueva, muere. Estancarse, en arte, es morir».

—Para usted, el acto de pintar ¿es necesidad o pura satisfacción?

—Para mí es primero una gran satisfacción. Yo me divierto mucho haciendo lo que hago. Cuando la gente me pregunta en qué trabajo, siempre respondo: yo no trabajo, yo me divierto. Hacer arte es un ejercicio de absoluta libertad.

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—¿Alguna vez se ha sentido cerca de la obra definitiva?

—Ni remotamente. Es más, gracias a su polisemia, la obra de uno puede ser asumida de mil maneras por otros. La variabilidad es permanente. Yo no creo en la obra acabada.

—¿Para qué expone?

—Para compartir mi visión del mundo. Como si mi obra tuviera un poder de irradiación. Yo necesito «soltar» todo eso; si no, exploto.

«También me seduce el paradero de una obra de arte, siempre tan misterioso. Y la exposición es el primer paso del camino de una pieza hasta su destino final. Y eso te garantiza cierta sobrevida, porque en cada obra que haces dejas mucho de ti, mucha energía. Mientras alguien vea esa obra, estarás existiendo».

—Seamos pragmáticos. ¿Por qué es útil un artista?

—Un buen artista tiene imaginación para regalarle a un siglo. Sin fantasía e imaginación la vida sería otra cosa. El rol del artista es cultivar ese jardín, que es de todos.

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