DE LA HISTORIA OLÍMPICA: Dorando Petri, canto al dolor
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Las piernas no le dan más; el pecho, sin aire; los brazos, han perdido fuerza. El italiano Dorando Petri cae a pocos metros de la meta del maratón de los IV Juegos Olímpicos. El calor de esta tarde londinense lo ha vencido; el calor y su afán de ganar que lo ha hecho acelerar demasiado.
Pero, ¡levántese, Dorando, levántese! Allá viene un rival. Ya entra en el estadio ¡Por Dios! ¡Que lo pasa, que lo pasa! ¡No es justo! Varios jueces arrastran el cuerpo desmadejado del italo hacia la línea de la alegría. Así la pasa. Ahora los médicos se encargan de él.
¡La camilla, este hombre está muy mal!
Hace unas horas era un cuerpo robusto, aunque chaparro; una sonrisa que alargaba el bigotón. Confianza en sí mismo. Había llegado a Gran Bretaña con la idea de lograr el premio dorado de la mayor distancia del atletismo. Condiciones tiene pero…
Desde la arrancada, en punta. Principales rivales: el sudafricano Hefferon y los ingleses Lord, Price y Jack. Kilómetro tras kilómetro. El calor oprimiendo los sueños. Jack es el primero en ceder. Al poco tiempo, Price se retira. Lord no tarda en abandonar. Queda Hefferson. A 5 kilómetros de la verdad comienza a flaquear. Apúrese, Dorando, la de oro espera por usted.
Fue llegar al estadio, entrar en la pista. “Y el sol, y el calor y esos malditos chillidos en la tribuna. Los tengo en mis oídos, en mi pecho, me aplastan. ¡Que se callen, que se callen…!” Fue la derrota cerca de la cima. Los deseos se despedazaron en la caída. Los norteamericanos protestan y la protesta cristaliza en el triunfo de Hayes, quien sin ayuda fue el primero en arribar. ¿Tiempo? Dos horas, 55 minutos, 18 segundos y cuatro décimas. Hefferon, al peldaño plateado. Forshaw, de EE.UU., tercero.
El bambino sobre la cama del hospital es hombre- lágrimas. No sufra más; la reina Alejandra le dirá en un acto: “No tengo diploma ni medalla ni laurel que entregar, señor Dorando, pero he aquí una copa de oro para premiar vuestro esfuerzo y espero que no os llevaréis solamente malos recuerdos de mi país”.
EWRY, DE INVÁLIDO A CAMPEÓN
El médico mueve la cabeza y pasa la mano por el cabello del muchacho. Cierra la puerta del cuarto. Los padres preguntan. La respuesta aumenta el tormento. Para el pequeño Ray existe un sillón de ruedas en su destino. “Aunque si probamos con el deporte…, aventura el galeno. Comienza la lucha, cotidiana, dura, llena de esperanzas y de angustia.
Aquí está Ray Ewry. Alto, delgado, de músculos largos. Forma parte del equipo norteamericano en la magna cita de París 1900.Conquista las tres preseas de oro en disputa en los saltos sin impulso con 1 metros 65 en altura, 3.21 en largo y 10.58 en triple. Gana un sobrenombre también: el Hombre de Goma.
Terceros Juegos. Otra triple victoria de Ray: alto (1.49), largo (3.47) y triple (10.54).Los periodistas a la ofensiva. Él contesta: “¡Viejo para la Olimpiada de Londres! Tendré entonces 35 años. Voy a seguir entrenando y no perderé la confianza en mis fuerzas: ningún novato va a derrotarme”.La risa lo acompaña al despedirse.
La capital inglesa lo ve llevar sus palabras a la vida: triunfa en salto largo con 3.33 y en alto con 1.57.Obtiene ocho cetros del clásico y su nombre aparecerá eternamente junto a los récords de los Juegos en esas modalidades, suprimidas del programa olímpico desde Estocolmo 1912.Sin embargo, la historia no evitó la ingratitud: permanece en el olvido el nombre del doctor que, con su consejo y dedicación, hizo nacer al Hombre de Goma.
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