Con los huevos en coche

Con los huevos en coche
Fecha de publicación: 
21 Enero 2019
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Carpentier lo decía: «la sensación de lo maravilloso presupone una fe». Por eso, cuando vi enrumbar aquel coche de bebé por el pasillo central del policlínico, apelé a todo mi potencial de fe en las maravillas para convencerme de que lo que veía no era una alucinación o, mejor, una trampa de luces y sombras.

Y es que el cochecito que venía empujando una mulata grandota y que sonreía a mucha gente, seguramente conocidos, no traía adentro un bebé.

De eso me di cuenta momentos después, porque venía cubierto por un espléndido mosquitero que, supuestamente, protegía al crío. Tanto cuidado ponía en desplazar al confortable artefacto, de grandes ruedas y sólida armazón, que hacía suponer con más razones una tierna carga.

Es más, el estar precisamente en un policlínico, apuntalaba el supuesto de que seguro venía por las vacunas —garantías en este país— o a la habitual consulta de puericultura.

Pero a medida que el cochecito se acercaba más, algo bien diferente a bebé empezó a vislumbrarse entre los tules protectores. Y cuando quedó a solo un par de brazos de distancia, se hizo evidente que lo que iba en su interior era... ¡un cartón de huevos!

«Lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad», aseguraba Carpentier en su prólogo a El reino de este mundo, estandarte por excelencia de lo real maravilloso en la literatura latinoamericana.

Y en el reino de este pedacito cubano de mundo se nos revelaba de un modo privilegiado, sin comprar entrada ni hacer cola, una de esas «inadvertidas riquezas de la realidad».

Pero tan inmersos vivimos en una cotidianidad de sortilegio, donde lo previsible es a veces lo menos probable, que le pasamos por el lado sin percatarnos, o percatándonos, pero asumiéndolo como lo más lógico y normal.

Claro, aquí últimamente es muy normalito andar con un cartón de huevos como si estuviera uno transportando el tesoro de Tutankhamón. Tanto es así, que en una dulcería particular colgaron un cartel anunciando «Se hacen cakes con los huevos del cliente».

Pero, usualmente —y no en estos tiempos en que parece que las gallinas andan asustadas—, igual puede encontrarse a cualquiera trasladando las posturas lo mismo en un P-4, que haciendo equilibrios junto al manubrio de una bicicleta, que arropándolos como criatura para protegerlos de los baches en el bicitaxi.

Y no es solo cuestión de huevos, que conste. De igual modo, es habitual ver una balita de gas (calabacita) siendo trasladada sobre una patineta, escuchar el susurro de decenas de jabitas de nailon secándose inocentemente en la tendedera de una ventana, ser testigos de cómo se le brinda con gusto un vaso de agua y hasta el platico de arroz con leche a la desconocida que llamó a la primera puerta que encontró porque se le rompió el zapato. Lo que para nosotros es común, no abunda en una parte del mundo.

Es verdad, las carencias condicionan una parte de ese actuar que convierte lo cotidiano en insólito, pero también las claves están en esa irrepetible creatividad e inventiva de los cubanos, en sus antídotos para oponer levedad, ironía y humor a lo que pudiera ser trágico.

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La señora que llevaba los huevos en coche, es probable que haya dejado a su bebé en el círculo infantil o al cuidado de alguien y, como llegaron los huevos por la libreta, haya aprovechado para comprarlos, y de la bodega seguir al policlínico en busca de algún turno o atención.

De seguro, ni por un segundo imaginó que al acomodar cuidadosamente su cuota de huevos en el cochecito, cubrirlos con el mosquitero de tul y trasladarlos desenfadadamente por una transitada avenida habanera y luego por el interior del policlínico, agregaba una envidiable página a la novela otra de lo real maravilloso que Carpentier hoy hubiera corrido a escribir.

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