ARCHIVOS PARLANCHINES: Cueto, El Casateniente
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Indalecio Cueto es un asturianito que emigra a Cuba en 1863, a la edad de doce años, y se radica en San Antonio de los Baños, en la otrora provincia de La Habana. Curiosamente, tiene su primer hogar en la actual Taberna del Tío Cabrera, centro turístico situado cerca del centro del pueblo y construido en la lejana fecha de 1775. Lo llamativo de este sujeto es su rápido enriquecimiento: da préstamos hipotecarios y, al final, se apropia de las viviendas de los infelices morosos para convertirse en una suerte de casateniente, con unas ciento cincuenta propiedades, sin contar una herrería y una tienda. Su fortuna es incalculable.
Sobre sus relaciones con los inquilinos andan de boca en boca cuentos jocosos y venenosos chismes. Se sabe, incluso, que un día vuelve a una casa para recordar los cincuenta centavos adeudados por una pobre mujer. Sobre tal singular tacañería leemos en las Estampas ariguanabenses de Félix Romero de la Osa:
«Con sus múltiples arrendatarios tuvo choques interesantes.
—Doña Nieve, voy a traer al juez para que le bote los trastes a la calle si no me paga, se lo dice a don Máximo.
Apercibido don Máximo de la inminencia del desalojo se calza un cuchillo “matavaca” a la cintura y se dispone a esperar. Aparece Cueto:
—¿Está en casa don Máximo?
—Sí —dice ella, al tiempo que sale Máximo enfundado.
—¿Qué usted quería, Cueto? —le dice en tono fuerte.
—Solo vine a saludarlo, don Máximo…
Y continuó su camino.
Chicho había logrado convencerlo cada vez que venía para aplazar el pago. Ya no se sabían los meses que le debía, cuando llega Cueto de nuevo, no tiene qué inventar. Se aferra a su última oportunidad.
—Por favor, don Cueto, no me bote a la calle ahora, mire que tengo una matica de frutabomba que ya casi está al parir…
—Don Chicho —dijo Cueto—, ¡a la calle!, ¡a la calle, con papaya y todo!».
Como sus moradas son reinos del comején y han sido dadas de baja en Salubridad, Indalecio Cueto no paga casi ninguna contribución al Ayuntamiento, ni tiene derechos legales que le permitan arrendar y anular contratos. Por ello, forma una cuadrilla de bravucones, quienes llegan a las residencias de los insolventes y les quitan las tejas hasta dejarlas bien pelonas. Esto provoca ofuscaciones, broncas, «mataderas» y litigios famosos, los cuales acrecientan su mito de hombre de «pelo en pecho», a pesar de su desnutrida imagen.
En realidad, este aristócrata pueblerino es bajito y de cuerpo menudo, casi escuálido. Lo que sí no se discute es su originalidad, sobre todo, en el vestir. En los años veinte usa un bombín, pasadores lujosos, pantalones a rayas y cuadros (muy fuera de moda) y polainas. Tiene un revólver a la cintura y siempre anda a lomo de un caballo moro muy famoso. Romero de la Osa asegura: «Tomaba agua de Florida de Murray, se bañaba en la pila de agua y salía a caballo enarbolando un fastuoso bastón con moño de oro. Los muchachos al verlo aparecer le gritaban: —Cueto, tira el palo… Entonces, lanzaba a lo alto el bastón que giraba caprichosamente en el aire para caer sin error en su ágil mano derecha».
Se casa dos veces: su primera esposa, muerta durante la Reconcentración de Weyler, le da un primer descendiente y, luego, conoce a María de los Desamparados (Amparo entre sus íntimos) con quien tiene a Indalecito, el abogado, su principal heredero. Aparte de estas relaciones, se enreda con muchas mujeres, en especial negras, y procrea más hijos: unos ocho o diez en unión de una tal Pascuala; otros con María Regla, su gran amor… Es un tipo promiscuo; no obstante, hay que reconocer que siempre se ocupa de sus vástagos.
En el curso de la indagación, José Miguel Delgado López, historiador de la Villa del Humor, confirma que el individuo atesora un singular anecdotario:
«Su protagonismo se remonta al 1898: este año se produjo la batalla naval de Santiago de Cuba entre españoles y norteamericanos y, por error, llegó a San Antonio la noticia de que habían destruido a la escuadra estadounidense. Cueto, peninsular de nacimiento, sacó una conga a la calle y… se atrevió a más: se buscó un quitrín y ubicó allí a un enorme puerco disfrazado de gringo, al cual le puso el letrerito de McKinley, presidente de los Estados Unidos. Al día siguiente, se conoció la verdad de la derrota de España y los vecinos organizaron otra conga... ¡con Indalecio Cueto también a la cabeza! Lo suyo era ajustarse a la situación y sobrevivir».
Sin embargo, para Romero de la Osa el hecho que lo consagra de manera definitiva está aún por llegar.
«La noticia saltó por el pueblo, Indalecio Cueto atravesaría el Parque Central sobre su caballo moro. Era un verdadero desafío. Muy próximo al parque, Cueto, vestido con elegancia, con su bastón lleno de incrustaciones preciosas, le dice al caballo:
—Moro, cuenta hasta diez...
El caballo de inmediato alza su pata delantera derecha, la baja, toca con el casco el suelo y repite la operación en diez ocasiones. Admiración y simpatía se reflejan en los rostros curiosos de la eventual congregación.
—Moro, sube ahora —dice Cueto.
El caballo sube al parque e inicia un recorrido que divide el parque como si tuviera simetría bilateral. La policía intervino, se levantó acta y se efectuó juicio.
No era raro que a un alma tan voluntariosa le pusiesen cien pesos de multa por el hecho cometido. Pero, Cueto no era fácil.
—Eleuterio, préstame a tu hijo para que me cuente dinero —pide al amigo.
Carlitos contó kilos indios hasta diez pesos según lo orientado por Cueto, más tarde, este los pesó y multiplicó por diez para obtener el precio total. Con las 10 000 monedas llegó al juzgado.
—Gracias, señor Cueto —balbucea el sorprendido funcionario.
—Gracias, no, a mí no me gusta que el fisco me robe ni me gusta robarle al fisco… ¡A contar!».
Al parecer, no le faltan ni generosidad ni envestidura popular: cuando el Círculo de Artesanos de San Antonio tiene problemas, él le entrega un crédito hipotecario y nunca se muestra muy apurado en el cobro. Algunos ancianos, juran, además, haber visto un pasador en su solapa con la imagen de Julio Antonio Mella cuando el país llora la muerte, en México, de este dirigente estudiantil.
Indalecio Cueto es asesinato en 1942 en circunstancias oscuras que estremecen a toda la población. Su fortuna demora doce años en distribuirse y pasa por el bochorno de tres juicios. Al final, Indalecito, picapleitos con espuelas, se las arregla para darles la mala a sus hermanastros y llevarse el galeón casi completo. La bitácora de la insolencia y los desplantes del padre perduran con él.
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