De Ciego de Ávila a La Habana, en camión particular
especiales
Es descorazonador llegar a una terminal de ómnibus y encontrar una larga lista de espera para tu destino. Me sucedió. Tenía que estar en La Habana ese día y hacía el 90 en la relación de viajeros sin pasajes de la terminal de Ciego de Ávila (no es que no me hubiera preocupado por sacar el boleto con cierta antelación, es que dos semanas antes ya no quedaban). Sin trenes, con poco dinero para un taxi directo, sin la suerte de que apareciera una guagua extra, todo parecía conspirar: me subí al primer camión particular que apareció.
Los camiones, por supuesto, no pueden acceder al andén de la terminal, deben parquear fuera, y alguien entra para anunciarlos a viva voz. La transacción es rápida: llegas a la puerta del carro, le das el dinero a una persona y te subes. Según la tarifa, bien visible junto a la puerta, el viaje a La Habana desde Ciego cuesta 150 pesos (moneda nacional, obviamente), pero no sé por qué a mí me cobraron 120. El resto es buscar un asiento que no esté ocupado (no son particularmente incómodos los asientos: son todos asientos de ómnibus), acomodar los maletines… y partir.
De Ciego de Ávila salimos a las diez de la mañana. A La Habana llegamos a las cuatro menos cuarto de la tarde. Hicimos una parada de unos 45 minutos para almorzar en el célebre Paladar de María. De Ciego a la capital son poco más de 400 kilómetros, tomando la autopista en Sancti Spíritus. Saquen ustedes la cuenta.
—Este chofer no va tan rápido —comentaba uno de los viajeros, tocado con una gorra de los Yankees de Nueva York—; yo he hecho este viaje en cuatro horas, en unos camiones mucho más grandes que estos. Este, por lo menos, respeta las señales de tránsito, se ve que es un buen chofer.
—Pero yo sigo pensando que debería ir más despacio. ¿Alguien tiene tanta urgencia para llegar a La Habana? —preguntó una señora de edad indefinida.
—Mire, el que coge este camión es porque está apurado, si no, se hubiera quedado en la terminal esperando a que apareciera una guagua. No es que haya urgencia, pero si llegamos más temprano, mejor —terció otra mujer, que viajaba con una niña en las piernas.
—De todos modos —insistió el que habló primero— yo creo que ellos tienen límites establecidos, pero ¿quién los hace cumplir?
—¡La policía de tránsito, los inspectores! ¿Quiénes van a ser? —se animó la señora.
Nadie le respondió, pero unos cuantos sonrieron.
Ciertamente, el chofer manejaba bien: evitaba los baches y los frenazos repentinos, disminuía la velocidad en los entronques y en las vías en mal estado; el camión tenía señalizadas las salidas de emergencia y contaba con medios para extinguir los fuegos… «pero hay que tener en cuenta que esto no está concebido para ser un medio de transporte de pasajeros, esto es un camión adaptado, así que cualquier precaución es poca» —seguía diciendo la señora, hasta que la mujer de la niña se cansó y le dijo con cara de pocos amigos: «Usted lo que debía haber hecho es esperar una guagua allá en Holguín, a ver a qué hora iba a llegar a La Habana».
La señora se abstuvo de responder. «Hagamos el viaje en paz», se atrevió a decir bien bajito la que viajaba a mi lado, que no había abierto la boca en todo el trayecto, tan bajito que nada más la escuché yo.
Hay otras diferencias significativas entre los viajes de la Empresa de Ómnibus Nacionales y los de los camiones particulares. En los ómnibus los pasajeros apenas se relacionan entre ellos, casi nadie conversa con nadie, a no ser con su compañero de asiento, que muchas veces es su familiar. En un camión se establecen otras dinámicas de trato y comunicación. La gente suele ser más extrovertida; es como si sintieran compañeros de aventura, se prescinden de ciertas formalidades.
Para bien y para mal. Una muchacha sacó un paquete galletas (en los camiones, a diferencia de las guaguas, se puede comer) y me ofreció algunas; y un señor sacó un cigarro, lo encendió y comenzó a fumar con la mayor tranquilidad del mundo. Bien clara y visible estaba la señal prohibitiva, pero nadie vino a decirle nada.
Al rato había otra vez tertulia.
—Nosotros salimos esta mañana de Cacocum a las cuatro y media de la mañana, pensé que íbamos a llegar a La Habana mañana y mira la suerte que hemos tenido —se alegraba la abuela de la niña de las piernas—. ¡Mi hermana no nos espera tan temprano, le vamos a dar la sorpresa!
—Ay mima —opinaba la hija—, yo creo que deberíamos llamarla por el celular, decirle que ya estamos en camino.
—No, vamos a darle el susto. Ella nada más me espera a mí, deja que vea a la familia completa.
—Si me hacen eso a mí les dejo la llave de la casa y me voy para la calle —se rió el de la gorra.
—Na, ella tiene para recibirnos a todos. Imagínate, tiene a mi sobrina casada en Italia, no tengo que decirte más.
El de la gorra soltó la carcajada.
—¡Seguro que no! ¡Está hecha!
—¿Alguien dijo que se quedaba en el puente de Nueva Paz? —preguntó el que cobraba, que viajaba en el primer asiento.
La abuela, la hija y la nieta se agitaron:
—¡Sí, nosotras! ¿Ya llegamos?
—No, todavía falta por lo menos una hora, yo les aviso, pero estén preparadas.
—¿Y cómo le va a avisar al chofer? ¿Se lo dijo cuando paramos a almorzar?
—¿Para qué se inventó el celular, mi tía? —se rió el que cobraba, mostrándole su aparato.
—Y por el tamaño de su teléfono está clarísimo de que usted le va muy bien trabajando en los camiones estos.
—Yo soy un simple empleado, mi tía, mi salario es pobre —le respondió socarrón—; este móvil me lo regaló una prima mía que también está casada en Italia. ¿O usted pensó que solo su sobrina tenía derecho?
Carcajada general. La abuela por poco se atraganta por la risa.
Después (los caminos de la cháchara son también inescrutables) se pusieron a hablar del proyecto de la Constitución, específicamente sobre el tan llevado y traído artículo que define el matrimonio. Les ahorraré los detalles (darían para otra crónica de viaje), solo diré que la abuela era detractora feroz del artículo («¡Que cada quién haga de su pellejo un tambor y que se lo dé a tocar a quien quiera, pero el matrimonio es sagrado, eso está escrito en la Biblia!») y la muchacha de las galletas lo apoyaba con entusiasmo («Yo no soy lesbiana, pero tengo buenas amigas que sí lo son y yo le digo a usted que las parejas de mujeres lesbianas son mucho más duraderas y estables que la mayoría de las de hombre y mujer. ¿Por qué les van a negar el derecho de casarse?»).
No se pusieron de acuerdo, la mayor concesión que hizo la señora fue admitir que prefería los homosexuales hombres («los pajaritos») a las mujeres («las pan con pan»). La de las galletas dijo que eso era una falta de respeto, que era mejor cambiar el tema, y la que viajaba a mi lado susurró otra vez «hagamos el viaje en paz»… para que la escuchara solo yo.
Se pusieron a hablar de la novela: la hija decía que su madre se parecía a Teresa Cristina, a la abuela no parecía molestarle la comparación, y el de la gorra dijo que la señora se mantenía muy bien para la edad que seguro tenía.
—¿Y qué edad usted cree que yo tengo? —saltó la aludida, en posición de ataque.
—Si tiene una nieta debe tener más de cincuenta, ¿no?
—¡Voy a cumplir los cincuenta la semana que viene! Para eso vinimos a Nueva Paz. Si vive cerca, lo invito a la fiesta. ¡Pero mi sobrina no viene de Italia!
Y otra vez la carcajada.
Llegamos al puente de Nueva Paz, se despidió la familia locuaz, seguimos camino y comenzó a caer un fuerte aguacero. El chofer aminoró un poco la velocidad, la gente cerró las ventanillas, se hizo el silencio.
Me bajé en la intersección de la Autopista con la Monumental, el sol brillando en los charcos sobre el asfalto.
Llamé a mi madre, le mentí, le dije que había venido en una Yutong porque ella me había pedido enfáticamente que no viniera en camión («Deberían prohibirlos, son un peligro rodante»).
Cuando el carro arrancó vi sobre la chapa un cartel que, tardía y extrañamente, me tranquilizó: «Jehova viaja conmigo».
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