CRÓNICA POR UNA CRISIS: ¿Mi oponente?
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Con estos relatos del periodista Víctor Joaquín Ortega, colaborador de CubaSí, nuestro sitio quiere homenajear la resistencia del pueblo cubano y la dimensión de estadista de nuestro Comandante en Jefe, Fidel Castro, en los días difíciles y estremecedores de la Crisis de Octubre, 55 años después de aquellos hechos que pusieron al mundo al borde de una confrontación nuclear. Pero no es una cronología de los acontecimientos, no es la Historia en mayúsculas, sino el día a día vivido desde adentro y contado, como dice el autor en su presentación, «como un soldado del pueblo». Durante esta semana, la misma de aquel 1962, CubaSí irá publicando esta Crónica por una crisis.
El negro alto y fuerte que conocí a los dos o tres días de estar en el campamento, me cayó pesado desde el principio. Se ríe como si se burlara de uno, enseña par de colmillos de oro que desesperan. Luego, el cuerpazo ese lo mueve todo cuando se alegra. Quisiera verme en bronca con el tipo este, a ver si es tan duro como parece; a más grandes que él los hemos hecho correr en Cayo Hueso.
Cuando cortamos pequeños árboles en el bosque cercano, seguía mi ritmo de trabajo y cargó más troncos. Al calor de la brega: «arriba, blanquito, arriba; así es como se hace». No le contesté por mi posición aquí, pero le hubiera querido hablar con los puños. Tuve que continuar trabajando, callado, tragándome la ira.
Pocas veces hemos hablado; en aquella ocasión en el bosque —y, para eso, me mantuve en silencio— y cierta noche en la barraca.
—¿Tienes un cigarrito por ahí?
—No fumo.
—Verdá, si tú eres atleta.
Y otra vez la risa, los colmillos; el cuerpo, convulsión. Quise irle para arriba o mandarle bastante lejos. Mas volví a vencer los impulsos.
Lo he observado muchas veces: abriendo trincheras, en la guardia, durante el almuerzo. Dos pulgadas más alto, musculoso, más inclinado a la gordura que yo. También me saca par de años. Se ha ganado mi odio a cada paso. Sufro ese odio, lo enfrento. No debe ser, pero si es un compañero, si no me ha hecho nada, ¿por qué diablos siento así…? Y no me impongo: sigue cayéndome mal.
Por eso, cuando oigo su nombre asociado con dos palabras: «se va», no puedo aguantarme y corro hacia la barraca. Ahí está el hombre fuerte, se rajó como cristal, quiero verlo lleno de miedo, con su cara fuera del mundo, temblando.
Habla el sargento:
—Se lo dije, no pueden negarlo: no coman tanta guayaba, conténtense con la comida. ¡Y han limpiado las matas!
Cerca de él, el negro, con lágrimas bajándole por la cara.
—Yo me puedo quedar.
—Mira, Emilio, te tienes que ir. Te verán en el hospital y cuando estés bien, te echan pa'cá, y si to' se acabó, mejor, pa'l trabajo. Pero soltando tanta sangre por los fondillos, no te puedes quedar. Las hemorroides no son juego, Emilio.
Entonces, el negro alto y fuerte se acerca, me abraza, llora en mi hombro. Blanquito, dile que me dejen, que yo tengo derecho a quedarme a morirme por esta Revolución. No me abandones, blanquito; convéncelos, que tú eres de labia fina, anda…
Lo quiero, lo abrazo y es como si yo comenzara a limpiar con fuerza el alma.
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