¿Ser decente no está de moda?
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Si la fiesta resultó buena, «estuvo fula»; si la vecina de los altos protesta, pelea por todo, «es fula»; y si la mochila nueva da el plante, «se ve súper fula».
Son escasas las palabras que en estos tiempos pueden pavonearse de ser tan polisémicas y mentadas como la tan llevada y traída «fula».
En este caso, no alude al CUC —al cual también se le llama fula—, pero su valor en el habla cotidiana de los cubanos pareciera también equivaler a 25... a otros 25 vocablos, sobre todo en función de adjetivos, que a veces se contradicen entre sí.
Pero estas líneas no son para hablar del lenguaje, sino de cómo este expresa o no un importante concepto: la decencia.
Resulta que si el tío paterno no dice groserías a toda hora ni anda robando o tratando de sobornar a la gente, «es un tipo fulísima». Así escuché a un adolescente expresarse del susodicho pariente y me dejó pensando.
Por los tantos significados que puede encerrar la dichosa palabreja, no era fácil descifrar si en esa oportunidad el muchacho la usaba con un sentido de alabanza o de crítica. Pero la entonación usada, junto a la expresión del rostro, parecían indicar que la intención del hablante no era precisamente halagar.
El tío del muchacho era «fulísima» porque no hacía lo que otros. No estaba con «la moda».
Pareciera, por el gesto de extrañeza —¿repulsa?— del sobrino, como si en la actualidad fuera de bichos raros conducirse correctamente, respetar normas, tratar de ser un ciudadano cabal, en fin, decente.
Sin embargo, para los abuelos y los ya tatarabuelos, ser decente era una exigencia no escrita, pero tácita, al valorar a las personas. Cada quien sentía orgullo al ser catalogado de decente y si el asunto era recomendar a otro, no podía dársele mejor aval que el de persona decente.
Pobre, pero honrado; pobre, pero decente, acostumbraban decir cubanos de otras generaciones, sobre todo las crecidas antes de 1959, cuando el caso era sacar a relucir el bien más preciado de alguien que pocos bienes materiales de valor tenía.
Ahora, pareciera como si la pobreza o la escasez fueran la justificación para robarle al Estado o al de al lado, para malversar y falsear datos convirtiendo raterías en faltantes —porque el papel lo aguanta todo.
Y, para colmo, el que no lo hace es «fula», no es fashion, perdió su puesto en la modernidad, el derecho a andar orgulloso como parte de «la manada».
Quien no soborna o no se deja sobornar no está con la moda, quedó estancado en el tiempo de los abuelos y sus viejas costumbres, como aquella de decir gracias, por favor, o ceder el paso a niños, mujeres y ancianos.
Hoy, si no se dice una mala palabra en cada oración, la comunicación pudiera no marchar, se rompe la empatía con el interlocutor.
Es verdad que en el círculo la seño grita, en la escuela la maestra grita y en casa, la familia te grita y se grita; en la guagua, la embarazada o el discapacitado tienen a veces que luchar duro su asiento.
Es verdad que el salario no alcanza, las tiendas andan desabastecidas, los precios de productos no precisamente suntuarios multiplican muchas veces el pago mensual al trabajador.
También aquel que más y mejor trabaja no siempre es quien más gana, como debería ser, según ciertas leyes económicas.
En fin, que no estamos para celebrar, aunque hubo tiempos peores. Pero, de todos modos, en honor a uno mismo, a los abuelos y también a los nietos por llegar, habría que, a toda costa, guardarle sillita a la decencia como palabra y actitud de moda.
De esa forma, aquellos aún no nacidos no tendrán en el porvenir motivos para avergonzarse de un abuelo bandido o desalmado, «fula, fula», de verdad.
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