ARCHIVOS PARLANCHINES: Los cicerones

ARCHIVOS PARLANCHINES: Los cicerones
Fecha de publicación: 
13 Junio 2017
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No hace mucho leí la estampa de Emilio Roig de Leuchsenring «El orador de mitin en Cuba», dada a conocer en Gráfico en octubre de 1916, donde el autor habla horrores sobre los parlanchines de los albores del siglo anterior. Y con razón.

Estos sujetos son capaces de hacer cualquier bellaquería con tal de subirse en la carroza de la reina y negociar con el mismísimo Diablo. El problema no se presenta casi nunca con el mensaje, por lo general, corrosivo y rechazado por todo el mundo, sino con la manera de plasmar la calentura cerebral. ¡Eran unos manipuladores de cinco estrellas!

El orador de multitud es, en aquella Habana con aires de gran urbe, un señorón metido hasta el gaznate en la política y en el mundo de la partidocracia, aunque no todos tienen igual arraigo: los prohombres de las fuerzas políticas, los conceptuosos y elocuentes «gallos», según el argot de la pachanga electorera, son recibidos por el público con entusiasmo y premiados con aplausos que perdonan la cháchara engañosa. Al revés, los oportunistas, novatos en busca de fortuna y tipejos pedantes son vistos como «ladillas» a quienes hay que bajarle el peldaño.

 Manuel Márquez Sterling, citado por Roig en la crónica de  referencia, estima que, sin importar las calidades de sus protagonistas y las buenas o malas intenciones, las arengas callejeras y feriales reflejan una peligrosa manifestación de la psicología del cubano emparentada con los muchos vacilones inventados a diario. Y es cierto. Tras las porras conservadoras y el «aé, aé» de La Chambelona del Partido Liberal se ocultan la defensa a ultranza de las bases partidistas, las poses mediáticas, las componendas, las corruptelas y el olvido de la voluntad ciudadana. Y de la demagogia mejor no hablamos: parece ser el eterno epitafio de los cubanos en aquello años en que se imponen figuras como José Miguel Gómez, apodado El Tiburón, y Mario García Menocal, sin olvidar a Alfredo Zayas y su Partido Popular o  «de los cuatro gatos».

«La propaganda política a través de nuestro clásico mitin produce en el ánimo de los patriotas inteligentes honda y desconsolada tristeza —amplía el escritor y periodista—. Si la estatura cívica del país y de los que disputasen el dirigirlo no alcanzara valla más alta que la de esa tribuna, salvo rarísimas excepciones, chocarrera y vacua, sería imposible negar que no podemos pasar de liliputienses. El animador en estas fiestas de gran entusiasmo procura, casi siempre, excitar las bajas pasiones y los odios enfermizos».

En la amplia galería de disertantes con renombre y una poco recomendable fama sobresalen, en primer lugar, los «vulgares», mediocres encumbrados por el azar, que manejan con astucia la calumnia y la injuria para atacar la vida privada de los adversarios. Al lado de ellos se anotan los «yoístas», frecuentes entre los «gallos», quienes se olvidan de todo con tal de exaltar sus egos: «Yo podré resolver…», «yo solo soy capaz de…», «les aseguro, conmigo no…». Y ni hablar de los «cariñosos», hundidos ya en varias elecciones, que prodigan abrazos y apretones de manos entre sus correligionarios en los edificios públicos, plazas, barberías y hasta en los puestos de frutas, donde son en el hazmerreír de todo el mundo.

Entre tales tribunos figuran asimismo los «confidentes» capaces de revelar peligrosos secretos domésticos: «Mi suegra es egoísta y mandona…», «mi esposa y yo no…», «a mi hijo gordito le gustan demasiado los chocolates…». En fin, en su afán de interactuar llegan a lo inaudito, en franca competencia con los «tapa'os», estudiantes o jóvenes ya graduados que se agazapan en lo más oscuro de la gradería y cuando termina el último expositor piden la palabra. ¡En mala hora! El mozuelo la emprende entonces a grito pela'o contra todo el universo con una perorata memorizada tras varios insomnios y ni los bomberos pueden bajarlo de la tarima.

Inolvidables resultan también los «indecisos», quienes sudan a mares y tartamudean buscando la palabra ideal para su mezcolanza retórica. No se tienen fe y no pueden aspirar a que los oyentes los tomen demasiado en cuenta… Puede que no tengan malas intenciones, mas la falta de talento para el podio los fulmina («Este asunto es tan espinoso… que… caramba… no sé cómo describirlo»).

¿De dónde salen los oradores?, se preguntarán ustedes. Bueno, tienen orígenes múltiples y compiten con el comején: son escolares con nulo amor a los libros, catedráticos deseosos de hacerse valer más allá de sus aburridos claustros, ricachones con ansias de lucimiento, negociantes en busca de aventuras cardíacas, burócratas lanzados a la piscina de la política, prófugos de la iglesia, «gitanos» que hacen lo que sea en busca de prebendas y numerosos especímenes más.

Eso sí: todos temen que el pueblo, inteligente sin importar su «poca escuela», les descubra las costuras y, por consiguiente, tienen una irrenunciable filosofía: «Para ir subiendo los escalones de esta profesión tengo que hablar bonito y de manera grandilocuente a fin de persuadir y enamorar a los demás, sin mostrar en ningún momento mis dudas o reticencias. Lo que yo crea a nivel personal sobre el asunto vale menos que una peseta». ¡Tremenda moraleja!

Durante los años 40 y 50 nuestros oradores abandonan un poco el escándalo y se meten en trajes mejor planchados. En general, adoptan poses más mesuradas para darle vía libre a la astucia, la ironía y el ingenio. Aunque, al final, es el mismo gato con distintas guitarras: siguen lavándole el cerebro al prójimo en favor de causas que, a veces, huelen a mantequilla rancia.

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