Calle Obispo: La voz de las imágenes
especiales
Como los ojos no son de turista y han aprendido a mirar y sumergirse entre las luces y sombras de esta Isla, una mañana en el Boulevard de Obispo, intentando calar más allá de lo que las imágenes gustan contar, puede rendir un valioso mosaico de la cotidianidad citadina en este fin de agosto.
La gente anda sin prisa, como si no sintiera el sol mordiendo fuerte; y lo mismo se detiene a comprar un helado que a curiosear ante cada vidriera, "pa’ entretenerse un poco", como apunta Virginia Pimentel, venida del oriente cubano a pasar las vacaciones en casa de la hermana que vive en el mismísimo corazón de la vieja Habana.
Ocurre que en esta populosa arteria habanera, parte del Centro Histórico de la ciudad, la palabra "gente", tantas veces usada sin que pueda ponérsele rostro, se convierte en algo tangible, palpitante como corazón; suma y diferencia de miles de vidas únicas e irrepetibles que confluyen en ese tramo de ciudad, cada uno como dueño absoluto de su espacio y su tiempo.
Aun cuando decenas de comercios flanquean esta calle -bautizada como Obispo en homenaje a los obispos Fray Jerónimo de Lara, quién viviera allí durante el siglo XVII, y a Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, el cual gustaba recorrerla en sus paseos habituales- , consumir no parece ser la única razón de quienes allí acuden. A veces el refresco, el helado o la compra de alguna mercancía parecieran solo el pretexto para el diálogo, el intercambio. Socializar es allí el verbo rey.
Las bocas hablan, sonríen, hacen mueca, y nadie baja la vista cuando otros ojos se le cruzan porque los ojos también dicen en el boulevard de Obispo, algunos hasta parecen escaparse de los rostros y cobrar vida propia tras el andar cadencioso de una cubana, o tratando de retratar cierta moda, de golosear, de persuadir, de imponer.
Héctor es de esos que allí habla con todo el cuerpo, gesticula y sonríe frente a su casa, en el número 162, donde decidió colgar de la fachada un par de letreros bilingües, en español e inglés, anunciando que se da servicio de barbería y también de zapatería. Y es él mismo quien ofrece ambos, aprovechando la apertura del trabajo por cuenta propia ocurrida en el país. Todavía limpiándose el betún de las manos se engancha la blanca bata de barbero y posa gustoso y jaranero para la foto, "porque ahora sí que hay que lucharla". Como si te conociera de toda una vida, comenta desenfadado de sus precios y de cómo se le da la clientela, "porque no es lo mismo uno del patio que de otros patios, ¿entiendes?"
Y en Obispo coinciden en curiosa sincronía paseantes de muchos "patios", pero sobre todo abundan de aquellos donde el verano tiene fecha de caducidad. De ahí que suela vérseles con las pieles a punto de ebullición de tan castigadas por el sol, empinándose sin cesar botellas de agua y de cuanto líquido les caiga a mano, mientras, luchando contra el sudor, tratan con el click de sus cámaras de apresar este pedazo de Cuba, que, de todos modos, siempre llevarán a medias. Porque les parecerá muy normal que la señora anuncie desde su puerta: maní-cacahuetes-"penú"-"arachí", así, de carretilla; y se asombrarán de la tranquilidad con que los niños retozan en torno a los viejos cañones.
Obispo es inapresable, se escabulle junto al guiño de aquel que propone en susurros colas de langosta, e igual se va de entre las manos como se le fue la muchacha de minúsculo short a aquel que de todas formas quería saber su nombre.
Desde la calle de Bernaza hasta la Plaza de Armas, junto a elegantes boutiques, se abren sitio breves mostradores que venden frituras indefinibles, pizzas, dulces…; cerca del permanente espacio de los artesanos con sus collares de semilla o coral, una vidriera exhibe costosos relojes; en Animalia, la tienda especializada para mascotas, alguien de billetera abultada lleva a pelar a su perrita mientras, del lado de allá de la puerta, un simpático perro callejero devora lo que los transeúntes le dejan caer y posa con personalidad ante los lentes.
Sin portales, ésta, la primera calle asfaltada de toda la ciudad, es también rumor de pasos, voces que se entrecruzan de acera a acera, silbidos, murmullos, crujir de jabas de nylon, el rodar como deslave de las carretillas portando desde bloques, colchones, hasta latas desbordantes de flores. Y en lo alto, las sempiternas sábanas ondeando en ventanas y balcones; los helechos y las trepadoras trenzándose en conmovedor abrazo al guardavecinos y la reja, "enrevesada, casi vegetal por la abundancia y los enredos de sus cintas de metal", al decir de Carpentier.
Aquel, propone un cachorro de perro pekinés; la de más allá, uniformada de camarera, invita a degustar el menú del restaurante donde trabaja; aquellas dos celebran la pícara locuacidad de una cotorra en su jaulón, mientras, junto a la vetusta puerta entreabierta, un anciano lee el periódico en el frescor de su sala sin tiempo. Todos, otros y los mismos, volverán a animar mañana el boulevard de Obispo, ese que, aunque sonría y abrace, aunque bese y parezca que sí, que acepta, nunca se dejará apresar en el vientre frío de una cámara y tampoco entre renglones y párrafos.
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