La historia del niño que toca en el metro para pagarse el conservatorio (+ Fotos)

La historia del niño que toca en el metro para pagarse el conservatorio (+ Fotos)
Fecha de publicación: 
31 Marzo 2015
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En la niñez apenas se sueña porque para qué, si ya ocurre todo. No así en la adultez, donde hay que fantasear mucho porque no pasa nada, además del metro para ir al trabajo cada día. En la infancia —y en la adolescencia— todavía corremos sin pedir antes a los pies que no nos fallen. Cachorro sin miedo, salvaje; animalillo imprudente, ingenuo, cándido. Victor (nombre falso para proteger su identidad) es un crío de 13 años que cuando anochece ha olvidado que es niño. Utiliza expresiones como «menos del salario medio» para decir que su madre cobra poco, o «escasos recursos económicos» para no decir «pobre». Igual que el escritor Ray Bradbury se preguntaba «Viejo, ¿está el joven ahí?», Victor debe hacer este ejercicio cada noche, cuando regresa a casa tras tocar en el metro: debe recordarse que aún es niño y que al día siguiente madrugará de nuevo para ir al colegio.

 

Hace apenas seis meses que se vino de su ciudad natal, Bucarest, a Aranjuez, donde espera que su familia prospere económicamente. Solo así podrá retomar sus clases en una escuela de música: quiere ser un gran concertista de violín.

 

Victor no arruga la cara cuando pasa el vaso de cartón y los pasajeros del vagón no le echan monedas. Él, a diferencia de otros músicos del suburbano, no lo hace para alimentar a sus hijos o para pagar el alquiler, sino para costearse las clases de música; para ahorrar poco a poco y, el curso que viene, poder entrar en un conservatorio de Madrid. «Yo tengo talento, pero no tengo dinero», afirma con un perfecto español y una erre con acento rumano.

 

De Bucarest a Aranjuez

 

A Victor le encantaría quitarse la pobreza de encima como quien se quita unos calcetines sucios y los echa a lavar. «En el colegio algunos niños se ríen de mí porque ellos llevan zapatillas de marca y yo no, y me dicen: "¡Son falsas!". Y yo digo: "Sí, son del chino". No me gusta que sepan que soy pobre, pero en casa no hay dinero para gastar en esas cosas». Mientras habla, su madre permanece al lado, callada. Victor solo la ve los viernes, ella trabaja interna en una casa de sábado a jueves cuidando de un matrimonio de nonagenarios, uno de ellos con alzhéimer. «Me pagan 700 euros al mes». «¡Es poco!», se precipita el crío. Y se dispone a justificar por qué: «El alquiler son 275 euros, y luego hay que pagar comida, luz, agua, transporte, cosas del colegio…». Quiere demostrar que aunque parezca un sueldo decente —en Rumanía, al cambio, supondría más del doble del salario mínimo interprofesional— no lo es para mantener a tres personas.

 

La madre, Amalia, llegó a Aranjuez en mayo de 2014, tras dejar su puesto de cocinera en un restaurante de Bucarest en el que trabajaba cerca de 40 horas semanales y conseguía 200 euros al mes. Su cuñada, asentada desde hacía un tiempo en el municipio madrileño, le dijo que podía conseguirle un trabajo cuidando a ancianos. «Me vine yo sola, y vivía con estos señores, así que no gastaba nada, todo lo que ganaba lo enviaba a Rumanía, a mi marido y mi hijo, para poder seguir pagando el conservatorio». Unos meses después, tanto el crío como el padre, Constantin, decidieron emigrar. «Nos echábamos de menos los tres, no podíamos estar separados. Y en Rumanía yo ganaba muy poco como taxista, espero encontrar un buen trabajo aquí pronto», explica Constantin.

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«Si eres pobre tienes menos oportunidades»

 

«De pequeño le encantaba la música», dice Amalia. «Le apuntamos a natación porque era un poco gordito, para que hiciera deporte, pero nada. A los siete años empezó a tocar el clarinete. Pero él quería el violín», recuerda. Tras educar su oído —«era terrible, era arrítmico y no sabía distinguir las notas», reconoce Victor—, no tardó en despuntar. Un profesor recomendó a los padres que apuntaran al crío a una escuela de música. Y así aterrizó Victor el niño —cuando no se preocupaba por el dinero ni sabía qué era el salario medio, porque eso es ser niño, no saber— en la prestigiosa escuela musical Colegiul National de Arte Dinu Lipatti. «Yo era ama de casa y busqué un trabajo solo para poder pagar el Dinu Lipatti», explica Amalia. Tras un par de años ahí, uno de los mejores profesores de Victor, Valeriu Rogacev —un importante músico rumano—, fue contratado en otra de las escuelas más famosas de Rumanía, el Colegiul National de Muzicâ George Enescu, por lo que el niño decidió matricularse en esta y así poder continuar su formación con Rogacev. «Allí trabajaba mucho: de ocho de la mañana a siete de la tarde, solo paraba para comer. Y mi maestro, aunque me quería como a un hijo, era muy, muy duro. No permitía que nada me saliera mal. Y no solo eso: en verano yo no tenía vacaciones, me hacía ir a su casa y me daba clases gratis. Por eso ahora soy tan bueno», señala Victor. Los diplomas que conserva así lo acreditan: todas las pruebas tienen una nota de 95 sobre 100.

 

«El problema es que si eres pobre tienes menos oportunidades. Los otros niños siempre iban a los conciertos con trajes muy bonitos, muy buenos, yo siempre llevaba el mismo. Ellos tenían violines caros, yo tengo uno bueno que me consiguió mi profesor por menos dinero. Ellos iban a clase con 25 euros para gastárselos en la cafetería del colegio y yo iba con 2,5 euros. Y al subir de nivel, las clases eran más caras, los materiales también, por eso mi mamá se vino aquí».

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Un futuro concertista

 

«No he tenido una vida como los otros niños», apunta Victor cuando recuerda que nunca jugaba al fútbol o al baloncesto por si se rompía una mano. «Me daba miedo porque mis padres habían puesto mucho dinero en esto, y yo quería ser responsable. Si me pasaba algo en la mano tenía que dejar de tocar un tiempo y así no avanzaba». Los viernes, que es cuando ve a su madre, Victor toca en la cocina una de sus piezas favoritas, 'Csárdás' de Monti. Amalia tiene los ojos saltones, como si llevase una vida entera despierta. Sentada en una silla de madera y mientras fuma, observa con mirada de conquista cómo toca su hijo, como si hubiese olvidado que el viernes pasado, y el anterior, y el anterior, desde el mismo asiento escuchaba absorta el violín de Victor.

 

Cuando acaba el concierto familiar, deja el instrumento en su habitación. Solo hay una cama, un armario, una estantería vacía. «No traje apenas cosas de Rumanía». En el medio, presidiendo el espacio, tiene su atril y unas partituras. «Aquí ensayo mucho, pero cuando vaya a un conservatorio tocaré menos en casa, y así no molestaré tanto a los vecinos». Mientras, su formación prosigue en la Orquesta de Cámara de Joaquín Rodrigo de Aranjuez. El director, Antonio Jiménez, asegura que Victor «toca mejor que bien». «Tiene un gran talento y puede ser un futuro concertista de violín», reconoce. Jiménez recuerda que llegó a la Escuela Municipal de Música para hacer una prueba. «Le dije: "Aquí no hay nivel para ti". Lo superaba sobradamente. Por eso lo metí en la Orquesta de Cámara, donde hay chicos y chicas de más de 20 años que ya están en un conservatorio pero que siguen vinculados a la escuela». A través de este músico, Victor conoció a la que es su actual profesora particular en Aranjuez, una violinista de primera fila que toca en importantes orquestas en todo el mundo. «Estamos todos muy volcados con él, esta amiga mía también. Ella normalmente cobra unos 70 euros por clase. A él solo 15 o 20, algo simbólico».

 

El dinero para estas clases es el que Victor obtiene de sus actuaciones en el metro: «Le pago lo que puedo. Ella es muy buena y me dice que no hace falta, pero yo voy con las monedas sueltas y le digo: "Esto es lo que tengo, es tuyo"», reconoce. Al principio, Jiménez desconocía su situación, hasta que se enteró de que tocaba en el metro. «Me decía cosas como: "La vida está muy mal, hay que pagar el alquiler". Habla como una persona mayor, la verdad. Todos le queremos mucho y espero que pueda entrar en un conservatorio, en un curso alto tendría que ser. Le ayudaremos todo lo posible».

 

Victor cuenta las monedas del vaso. Con lo que se ha sacado de la última vez que tocó en los vagones quiere comprarse un traje en el rastro. En los próximos meses tendrá varios conciertos con la Orquesta Joaquín Rodrigo y no tiene uno propio. «¡Estoy en la edad de crecer! El que usaba en Bucarest se me quedó pequeño. Es importante ir bien vestido para que la gente no te mire mal».

 

«Viejo, ¿está el joven ahí?», se preguntaba Bradbury. Sí, bajo la piel y la sangre del violín.

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