Frank Fernández: Pianista ante el espejo

Frank Fernández: Pianista ante el espejo
Fecha de publicación: 
20 Junio 2014
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De espaldas a la puerta, parecen uno solo hombre y piano. Alguien avisa que he llegado, me hacen pasar al salón convertido en estudio y tomo asiento. Él no se inmuta. Quizá esté molesto por la hora –pienso y miro el reloj que acaba de hacerme una mala jugada.

Frank Fernández pasa con rapidez la partitura, y otra vez caen sus dedos sobre el teclado, haciendo renacer una de las melodías más hermosas del mundo: “La Trucha”, sonata de Franz Schubert. De pronto, hace una pausa y consiente un descanso. “Periodista, ahora tenemos espacio para conversar”, dice y vuelvo a tener en frente al mismo artista que aceptó cordialmente el diálogo la tarde en que esperaba la magia de compartir escenario con Silvio Rodríguez en Mayarí, su pueblo natal.

¿Qué recuerda de esa primera vez, con cuatro años, en que tocó el piano?

Eso de los cuatro años lo sé porque me lo cuentan. Mamá era pianista, profesora de piano, teoría y solfeo, y estudiaba guitarra. Ella tenía una academia adscrita al conservatorio Orbón, de La Habana. Gracias a la audición cotidiana, aprendí a tocar sin que nadie me enseñara. Pero lamentablemente, cuando cumplo seis años, mi madre muere.

Entonces, no debe recordar mucho de su mamá como profesora…

Dice mi tía Gela que era una persona dulce y religiosa. De hecho, ella muere por cumplir con el dogma de la iglesia, que no permitía el aborto. Estaba en estado de gestación y tuvo una infección. Solo existía posibilidad de salvación si abortaba, pero estaba prohibido y ella se puso en manos de Dios.

En ese momento –para ahorrarte una pregunta que debe ser difícil– no fue tan grande el dolor. Fue creciendo según tomaba conciencia. En esa medida, he sido cada vez más infeliz, por no saber lo que es el cariño de una madre. A ella he dedicado toda mi obra.

¿Por eso la considera su guía, su ángel guardián?

En situaciones difíciles invoco su espíritu, aunque no he podido comunicarme con ella en ninguna ceremonia. No soy religioso, pero sí creyente del ser humano, de la vida y las energías. Creo en energías superiores que nos controlan, guían y protegen. Pienso que al frente de esos ángeles guardianes está Altagracia Tamayo, mi querida madre.

¿Qué lo decidió a irse para La Habana?

En Mayarí solo hacía un concierto al año o tocaba los domingos en el Liceo. Aquello no era completamente satisfactorio. Iba a Santiago para oír el coro de Electo Silva, el de Miguel García y el Orfeón Santiago. Pero a los 14 años me voy a La Habana, intento entrar al conservatorio Amadeo Roldán, no me dejan porque no tenía una buena base en comparación con los niveles de la capital y me dan trabajo en la música popular.

¿Cuánto le sirvió ese trabajo para su crecimiento como músico?

Acepté el trabajo para comer porque mi papá me dijo: Si no estudias Comercio, te quito los 150 pesos. Llegué a ganar 800 pesos con 14 y 15 años. De pronto llego y acompaño a Elena Burke, a María Luisa Chorens, Alba Marina; conozco a Lecuona, soy amigo de Somavilla, de Adolfo Guzmán; tengo la dicha de trabajar en el lobby-bar del St. John como pianista solista y compartía con César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez. Aquello, que era para ganarme el pan, se convirtió en una nueva escuela.

¿Entonces por qué decidió retornar a Mayarí nuevamente?

Para salir de ese ambiente maravilloso que me había enseñado mucho pero podía convertirse en algo traicionero, porque era una vida demasiado fácil. Allí me iba a convertir en un pianista de cabaret y no en un concertista. Ganaba dinero, lo tenía todo resuelto, pero me acostaba a las tres de la mañana y me levantaba a las dos de la tarde. Volví a Mayarí para dirigir un coro de aficionados con solo 16 años. Después vine a La Habana a un seminario y me dieron la oportunidad de entrar al conservatorio Amadeo Roldán como profesor-alumno. Allí conté con las enseñanzas de Margot Rojas, César Pérez Sentenat e Isaac Nicola.

¿Qué representó ganar el primer concurso de la UNEAC?

Como uno de los miembros del jurado habían invitado a uno de los grandes pianistas rusos, Victor Marzhanov, quien me invitó a su clase si un día iba a Moscú. Aquello me pareció un milagro porque unos años antes, en el conservatorio Amadeo Roldán, habían puesto un disco de ese pianista. Cuando yo escuché ese disco, me dije: ¡Si yo pudiera conocer a ese hombre! A mí me ha costado trabajo la vida, pero soy un hombre de mucha suerte.

¿Por qué un músico de talento cree en la suerte?

Ella es como la inspiración: existe, pero lo mejor es no confiarse y que nos sorprenda trabajando. ¿Por qué creo que existe? He intentado hacer una obra similar a otra que hice bajo inspiración, me relajo, trato de reproducir el estado anímico, de crear las condiciones y no me llega. De todas formas, es mejor luchar mucho y tratar de conseguir los sueños por nosotros mismos.

De sus años en Moscú, como estudiante del conservatorio Tchaikovsky, ¿cuáles fueron las experiencias más impactantes?

La primera fue terrible y negativa. Un alumno había llevado las cuatro baladas de Chopin a la clase. Estudiarse solo una puede ser materia de trabajo durante un curso completo. Me impactó ver a un joven capaz de darle a escoger a su maestro cualquiera para tocarla. En los pasillos oía decenas de obras que tocaban en los dormitorios. El nivel era muy alto.

Durante el primer año llegué a estudiar 10 horas diarias, incluso me lastimé un hombro. Jamás olvidaré que me enfrenté a mí mismo en un espejo. Me dije cosas horribles y lloré. Encontré dos opciones: seguía y luchaba hasta convertirme en uno grande o regresaba a Cuba. Entonces afronté el reto del Tchaikovsky y fue muy hermoso volver hace un par de años como el primer latinoamericano en dictar una master class en el conservatorio de Moscú.

¿Cómo se prepara para un concierto?

Estudio mucho –cuando tengo condiciones, hasta siete y ocho horas– para tocar la pieza (si es de otro autor) como si fuera yo el que la hubiera compuesto. Eso lo aprendí de Bola de Nieve. “Estudio hasta convertirme en la canción que canto”, me dijo y lo asumí como un valor interpretativo. También pongo en práctica un consejo de otro de mis maestros: “Cuando salgas al escenario, olvídate de lo perfecto y sal a improvisar, pero si algún día te falla la improvisación, detrás estará lo perfecto”.

¿Cuáles son los mejores momentos de inspiración frente al público?

Cuando me abstraigo no toco para mí, sino para el arte, para los espíritus sublimes. Cuando siento que estoy solo, y logro que el sonido me hipnotice; cuando pierdo el miedo escénico. Es en ese momento en que solo existimos la música y yo. Cada vez que salgo a escena apuesto por esos momentos.

¿Cómo aprecia la música popular un artista consagrado a la clásica?

Disfruto tanto escuchando un concierto de Rajmáninov como una rumba de Los Muñequitos de Matanzas. Es un acto artístico tan grande como una sinfonía. No considero que ser músico clásico es superior a ser tocador de rumba. Eso es lo fantástico de Cuba, que es una Isla pródiga en creatividad.

Muchas de sus presentaciones han comenzado con el Ave María, de Schubert. ¿Significa algo en particular para usted?

Hay piezas que se entregan, que ayudan a pasar ese trago amargo inicial en el que uno no sabe si el público vino, si la sala está vacía, si te van a aplaudir. Esa incertidumbre siempre crea tensión. Parece que por la espiritualidad de esa pieza, contribuye a que la gente se concentre. El Ave María me da suerte.

¿Qué espera del concierto de este sábado en el Suñol?

Si tenemos suerte, si el duende baja, si la inspiración llega, este sábado en la noche será fabuloso. Espero que los holguineros dejen a un lado la tradición inhibitoria de no aplaudir mucho. Si no nos lo ganamos, como si se van del teatro; pero si nos lo merecemos, que aplaudan, que griten, que se paren. Tan malo es un público que constantemente está regalando su beneplácito, como el que, para hacerse importante o culto, se lo niega al artista que lo merece.

¿Qué persigue Frank Fernández en esta etapa de su vida?

Tengo un sueño cada día. Parece que un día me quedaré dormido para siempre, pero sin dejar de soñar. Mis sueños son complejos, difíciles. Uno de los más grandes de este momento es que los buenos músicos cubanos no tengan necesidad de emigrar para poder hacer sus carreras. Sé que no lo puedo resolver, pero por lo menos lo he empezado a repetir, porque creo que si otros países lo han conseguido, para nosotros es posible.

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