Los asesinos también pintan

Los asesinos también pintan
Fecha de publicación: 
5 Abril 2013
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El diario británico The Daily Telegraph ha informado que en la oficina de la canciller Ángela Merkel hay una alfombra de la colección de Hermann Goering. No es que la noticia sea gran cosa. La alfombra es solo una de las 600 obras de arte robadas por el jerarca nazi que todavía permanecen en edificios estatales de Alemania. Goering, además de asesino, era un gran amante del arte. Mientras pudo, saqueó miles de obras en varios países. Aunque sus gustos eran bastante convencionales, dicen que tenía “buen ojo”.

Su jefe, el mismísimo Adolf Hitler, tampoco era un improvisado. Él mismo confesaba que todos los días, antes de dormir, se solazaba con sus cuadros. Si no disfrutaba de las pinturas de su colección antes de acostarse, no podía dormir… tan agobiado andaba su espíritu. Pero Hitler no solo admiraba las creaciones ajenas, también pintaba. Y de hecho, creía que pintar era su verdadera vocación. “Mi más ferviente deseo sería poder vagabundear por Italia como un pintor desconocido” —dijo en una ocasión. Es más, a sus íntimos les confesaba que quería dedicarse a las bellas artes, que su actividad política era en realidad una intrusión en un campo ajeno. Ya todos sabemos las trágicas consecuencias de esa intrusión.

En su juventud, Hitler pintó mucho, sobre todo paisajes bucólicos y edificios. Estaba obsesionado con la arquitectura, y hay que reconocerlo: llegó a tener ciertas habilidades para pintar edificaciones. Uno mira sus cuadros y nota una inocencia serena. No es que sean obras de arte incuestionables: al pintor le faltaba talento, y nunca llegó a tener todas las herramientas. Cuando ya era el “soberano” de Alemania, esos cuadros de juventud alcanzaron precios astronómicos. Algo que molestaba a Hitler, que sabía que el valor no tenía nada que ver con la calidad del material. Pero vistos sin demasiadas exigencias, las acuarelas son por lo menos graciosas. Uno podría incluso colgar alguna… si no supiera que su autor asesinó a millones de inocentes.

No hay que ser tan romántico: está claro que tener cierta sensibilidad artística no es garantía de buena conducta. Adolf Hitler nunca iba a ser un maestro de la pintura (ojalá hubiera tenido la capacidad para serlo, la historia del mundo quizás hubiera sido otra), pero sí pudo ser un dictador sanguinario. Para eso sí tenía verdadero “talento”. Y lo demostró con creces.

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Afortunadamente, las creaciones de los grandes genocidas de la humanidad nunca han sido obras de arte incuestionables. Pero en el caso de que lo hubieran sido, en el caso de que de verdad hicieran aportes formales y conceptuales al acervo artístico universal, la alternativa sería sobre todo ética. ¿El arte puede redimir a un asesino? ¿Es más importante el goce meramente estético que el sufrimiento de millones de personas? Algunos podrían esgrimir la tan cacareada distinción entre ámbito creativo y ámbito contextual del artista. Las obras —dicen— tienen autonomía. Pero en realidad resulta conflictivo desligar la obra de su creador.

Algunos críticos contemporáneos —no sin cierta sorna— identifican “valores estéticos” en la recientemente conocida obra plástica de otro polémico gendarme: George W. Bush. Un “hacker” que accedió a las cuentas de correo del ex presidente, mostró al mundo dos piezas singulares. Bush se “autorretrata” en el baño. En unos de los óleos, se ven sus piernas en la bañera. En otro, su espalda desnuda y el reflejo de su rostro en un espejo. El tema podría ser hasta interesante. El dibujo, por momentos infantil, podría evocas ciertas vanguardias. La paleta es acogedora, aunque un poco impersonal. Se desconocen las motivaciones del pintor, aunque no faltan los que encuentran significaciones en la soledad del pintor-modelo, en la candidez de su entorno, la simplicidad de las líneas. “Ambos muestran un aislamiento similar en un espacio pequeño. Una rumia sin culpa. Un pensamiento sin noches oscuras. La luz en cada uno es suave, sutil, incluso oscilante. Como si lo irreal se hubiera convertido en compañero del pintor” —ha dicho el crítico Jerry Saltz. El comentario resulta irónico. Ese pintor “compañero de lo irreal” lanzó bombas bien reales sobre inocentes en Iraq, escudado en un pretexto sin sentido.

En Miami, un asesino confeso —y orgulloso de sus crímenes— pinta un campo cubano soñado, idílico. Luis Posada Carriles va desde el pretendido realismo de un par de bueyes arando hasta los aires un poco más “naifs” de paisajes rurales con campesinas y frutas. Tampoco son obras valiosas, al “artista” le falta originalidad y escuela. Pero si lo fueran, ¿podríamos olvidar que, además de pintar, este hombre ha puesto bombas en aviones y hoteles? Es el mismo individuo que, con tal de matar a Fidel Castro, despreció la vida de centenares de jóvenes estudiantes que fueron a escuchar al líder cubano en Panamá. Quería hacer explotar el recinto, los centenares de muertos serían, en todo caso, víctimas colaterales. Y todavía hay quién exhibe orgulloso los cuadros que el terrorista le ha obsequiado. Como si las pinturas pudieran ocultar sus asesinatos. Todo pintor tiene su público, está visto. 

 

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