ARCHIVOS PARLANCHINES: Lucifer en el Capitolio

ARCHIVOS PARLANCHINES: Lucifer en el Capitolio
Fecha de publicación: 
21 Febrero 2020
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Frente al Salón Simón Bolívar, en el ala norte del soberbio Capitolio Nacional, símbolo de la majestuosidad del alma nacional, hay un patio interior que muy pocos se arriesgan a visitar sin antes encomendarse seriamente al Santísimo. El motivo es claro: allí vive el Diablo.
 

A decir verdad, durante años, los muros capitolinos, que pueden ser disfrutados a grandes distancias y sorprenden a los viejos y nuevos caminantes del mundo, no han salido ilesos ante los elementos fantásticos y las bromitas fuera de tono. Según los eruditos en estas lides, el espectro de Clemente Vázquez Bello, expresidente del Congreso, víctima de una balacera durante el machadato, se paseaba todas las noches por su segunda planta y sembraba el pánico entre los policías.
 

¡Y ni hablar de las postalitas del Capitolio! Hasta los años sesenta del siglo anterior, los campesinos se tomaban una obligada foto en la mole, puesta allí para gobernar, y el asunto no trascendía. No obstante, cuando los habaneros de nacimiento o préstamo cedían a la idea de posar para los artistas cajoneros en la escalinata del hoy restaurado edificio, arriesgaban una catástrofe: «Guajiros»… «guajiros», se les oía gritar a los burlones.

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De todas formas, nadie puede negar que el Palacio de los Congresos, inaugurado en 1929 por el régimen de Gerardo Machado, constituyó un alarde de lujos y afanes hiperbólicos: su gran escalinata le da una atmósfera propia; las puertas principales, de Enrique Cabrera García, escultor cubano, son un poema a la mejor talla en bronce; el pórtico muestra seis altísimas columnas jónicas de granito; y las columnatas dóricas de su área delantera rompen la frialdad de la piedra blanca. Por añadidura, su cúpula, cubierta desde hace poco con nuevas planchas áuricas (es la quinta del planeta), exhibe una linterna en forma circular de estilo jónico de indudable belleza.
 

Mención aparte merece el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio Nacional, en cuyo centro se levantó la estatua La República, esculpida en bronce por el italiano Ángelo Zanelli y cubierta este año con nuevas láminas de oro de 24 quilates.
 

En materia escultórica, la edificación tampoco se quedó atrás: en su fachada podemos ver las imágenes de El Progreso (masculina, viril, impetuosa en el ritmo del torso, las extremidades y la cabeza), y de la Virtud Tutelar (femenina, de actitud tranquila y rostro convincente), las cuales le dan paso a Lucifer, dueño de un pedazo de historia bien interesante.
 

En la Cuba de inicios del siglo XX se desarrolló un movimiento que intentó rescatar nuestra memoria histórica mediante diversos monumentos y representaciones levantadas por el cubano José Vilalta Saavedra (el José Martí en el Parque Central), el checo Mario Korbel (Alma Mater), y numerosos artistas italianos como Salvador Buemi, el creador del Martí del Parque de la Libertad, en Matanzas, y del Agramonte en la plaza camagüeyana del mismo nombre, a quien se le recuerda, sobre todo, por su recreación del Ángel Caído, el personaje bíblico enigmático y tenebroso, la encarnación del mal, el cual se subleva contra Dios y provoca que Adán y Eva caigan en el pecado y abandonen el paraíso con ropa de dormir.
 

Buemi, sin un destinatario fijo para su efigie y cansado del rechazo de la gente, le regaló la obra en 1910 a su conterráneo Orestes Ferrara, coronel del Ejército Libertador que luego hizo una larga carrera política y periodística antes de convertirse en el embajador de Cuba en Washington y en el secretario de Estado de Machado. Al parecer, Ferrara cargó con la escultura durante sus muchos viajes y, al final de gitanismos, la colocó provisionalmente en una mansión, estilo renacimiento florentino, que levantó en la calle San Miguel número 1159, esquina a Ronda, en el hoy municipio Plaza de la Revolución (actual Museo Napoleónico).

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Lucifer: un arte que da miedo.
 

Valga apuntar que, a pesar de su olor a azufre, este Satanás de bronce, desnudo y con el tamaño de un humano promedio, posee una talla minuciosa, espléndida y exquisita, que demuestra el valor otorgado por Buemi al arte de la forma. El cuerpo, imponente, se alza en un impulso rebelde; el puño derecho, erguido, parece dirigirse al infinito, y la mano contraria se da un golpe en el pecho que los expertos relacionan con su desdén ante el Creador.

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Al Diablo nadie lo quería…

 

Lo simpático de esta historia es que a Ferrara casi se lo tragó el pantano cuando trató de deshacerse de su artístico Diablo —mucho más hermoso que el de la madrileña Calle del Retiro—, incluso, trató de entregarle la figura a varias instituciones que la rechazaron espantadas. Por último, la donó al Capitolio Nacional en 1932, donde los congresistas, ocupados en las corruptelas y componendas políticas, estaban más allá del bien y del mal y cualquier regalo les venía bien.

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