ARCHIVOS PARLANCHINES: Nombres pintorescos de las calles habaneras

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ARCHIVOS PARLANCHINES: Nombres pintorescos de las calles habaneras
Fecha de publicación: 
15 Noviembre 2019
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A propósito de celebrarse este mes el aniversario 500 de la fundación de La Habana, nos ha parecido interesante rescatar un informe que elabora en 1936 el entonces historiador de La Habana, Emilio Roig de Leuchsenring, en el que propone restituir algunos nombres antiguos, tradicionales y populares de las calles habaneras y brinda interesantes informaciones sobre los orígenes de algunos de estos apelativos raros, curiosos y hasta sorprendentes.
 

En dicho documento, Roig de Leuchsenring afirma que en el arte de bautizar las rúas, los lugareños han utilizado los más disímiles motivos: las bondades de la naturaleza, las liviandades de la realeza, la religión, los sucesos más o menos triunfales, las pinturas, los hechos punitivos, y hasta algunas extravagancias del prójimo. Y tiene mucha razón el tenaz investigador.
 

En el ámbito de lo anecdótico tenemos, para empezar, el caso de Bomba que, según ciertos gacetilleros, recibe este incendiario alias debido a que, durante el sitio de La Habana por los ingleses, cae un artefacto explosivo en un domicilio de la zona lleno de milicianos y, a pesar de reventar de manera aparatosa, no mata a nadie. Otros eruditos indican, por su parte, que el responsable de tan inusual denominación es un polvorín reflejado en un plano de principios del siglo XVIII con la siguiente leyenda: «Almacén de pólvora a prueba de bomba». Con los años, Bomba será Progreso, calificativo de rápida movida por estar repleta la arteria de mujeres públicas y ocurrir en ella frecuentes escándalos y riñas.
 

Otro caso inusual es el de la calle Aguacate, vinculada a un frondoso árbol de la familia de las lauráceas que se empina en la huerta del antiguo convento de Belén, justo al término de la concurrida ruta. Por desgracia, dicho aguacate, con muy buenas parideras y refugio ideal para evitar las ampollas del sol, es hecho pedazos en 1837 y su madera, empleada en la construcción de un atril.

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Calle Aguacate.

 

Gervasio, entretanto, nos recuerda a Gervasio Rodríguez, trabajador de la Secretaría de Hacienda y propietario en la esquina de Lagunas de una diminuta huerta con una gran conejera. Álvaro de la Iglesia explica, para redondear la narración, que este señor, jardinero de Micaela Jústiz, segunda esposa del conde de Jibacoa, tiene el mérito de haber sembrado en la estancia que esta poseía cerca del templo de la Salud la primera de las semillas de mango introducidas en Cuba por Felipe Alwood en 1782. El macizo precursor crece orondo y en la primera cosecha da cinco ejemplares, dos de los cuales son vendidos por Gervasio a onza de oro cada uno.
 

El suceso es tan notorio, que hasta el capitán general de la colonia se interesa en probar el «melocotón de los trópicos», como algunos llaman a esta fruta originaria de la India y traída al Nuevo Mundo por los navegantes portugueses.

Cuenta Eusebio Leal en Granma que la calle Peña Pobre, chiquita, bulliciosa y atrayente, posee un rico perfil de cultura popular que tampoco se salva del chismorreo. Esta comienza cerca de los baluartes del castillo de San Salvador de La Punta, a un pie del canal del puerto, al oeste de la ciudad amurallada, y tiene un evidente parentesco con un inmediato farallón conocido como Loma del Cayo o Peña Pobre, donde en 1690 se edifica la Iglesia del Santo Ángel Custodio, un emblemático rincón que Cirilo Villaverde recrea años después en la novela Cecilia Valdés.

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Calle Peña Pobre.

 

Por fortuna, estos cambios no afectan el destino de Peña Pobre, el sitio de residencia de «Isabel la Católica», una famosa cartomántica que tiene a sus pies a las damas de la aristocracia, tan ricas como tontas. Federico Villoch asegura, además, que en la casa número 50, hoy demolida, intrigan contra España en 1885 patriotas como José Lacret y Enrique Collazo, junto al periodista Manuel de la Cruz, amparados por una familia humilde de costureras con clientes en los baratillos de la Plaza del Polvorín.
 

Llamativas, asimismo, resultan las biografías de Empedrado y Lamparilla. A la primera se le distingue así por haber sido el primer camino que se logra empedrar en la población con chinas pelonas, en una fecha anterior a 1641, y la segunda se vincula con un devoto de las ánimas que enciende todas las noches en su casa de la esquina con Habana una lamparilla y suscita numerosos comentarios y murmullos agoreros.

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Calle Lamparilla.

 

En el terreno de la anécdota entra también Industria, donde en 1830 los agentes inmobiliarios hacen de la venta de los solares y la fabricación de mansiones una verdadera «industria». Algunos decimonónicos la nombran Del Diorama por el concurrido teatro fundado allí en 1828 por el pintor Juan Bautista Vermay, primer director de la futura Academia Nacional de Bellas Artes y autor de los cuadros históricos de El Templete. En este frágil palacio del arte dramático y otros espectáculos se desarrolla, en 1831, el primer baile de máscaras carnavalescas de la urbe.
 

Entre las calles de cunas más plebeyas figuran Tejadillo, recuerdo de la única casa con techo de tejas —el resto no pasa del guano—; Águila, nacida bajo el signo de un ave de este tipo pintada en una de las tabernas existentes en el lugar; Campanario, deudora de las primitivas campanas de una iglesia parroquial que se empina en la esquina de Guadalupe; y la Zanja Real, el primer canal de agua que tiene La Habana hasta 1835, cuando se inaugura el acueducto de Fernando VII.
 

Lealtad le agradece su nacimiento a una vulgar cigarrería, aunque, por añadidura, será de Fideos, para recordar una fábrica de pastas incendiada en 1818. Con un pasado patibulario aparece, por último, San Rafael, con anterioridad Presidio, porque antes de levantarse el Gran Teatro Tacón existía allí un correccional para bandidos de la peor catadura a cargo de un tal Juan Naranjo.
 

Las más diminutas calles habaneras tienen también sus glorias. Enna, la más pequeña de todas, situada detrás del Templete y de la ceiba, será en un inicio El Boquete de la Ceiba, hasta que recibe el nombre del general Manuel de Enna, segundo cabo del gobierno colonial, caído en agosto de 1851 en el Cafetal de Frías, Pinar del Río, combatiendo contra los soldados del general anexionista Narciso López.
 

No obstante, en materia de homenajes, el asunto no para aquí: el Callejón de Churruca, no lejos de la Plaza de San Francisco de Asís, rescata del olvido al brigadier español Cosme Damián Churruca y Elorza, uno de los héroes de la batalla naval de Trafalgar en 1805, y la Velasco nos recuerda al capitán de navío don Luis de Velasco, gobernador del Castillo de los Tres Reyes del Morro, fallecido heroicamente en 1762 durante el asedio de la fortaleza por los ingleses.
 

Como se puede apreciar, en esta extensa galería hay bastante leña y muchas historias que volverán locos a nuestros nietos, quienes, eso sí, a veces nos ponen en muy serios apuros. Nunca olvidaré cuando uno de ellos me preguntó por Bernaza, el humilde asfalto de La Habana Vieja. Sudé frío y, luego de indagar un poco, me enteré de que el tal José Bernaza fue, en realidad, no un obispo o distinguido militar, como suponía, sino un solicitado panadero, quien, con su amasijo nocturno, llenó los estómagos de muchos caminantes de antaño. ¡Quién lo hubiera imaginado!

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