Migración: un derecho jorobado
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Unos 281 millones de personas en el mundo son migrantes, un 3.6% de la población planetaria, lo que supone un aumento del 60% respecto al año 2000. Foto EFE
Assad Masjul Saleme, un profesor de primaria libanés, nacido el primero de septiembre de 1900, decidió a los 18 años de edad emigrar de su territorio colonizado, luego de quedar en parte sordo a consecuencia de un combate entre dos barcos de guerra, uno turco, el otro italiano, en el puerto de Beirut, que causó más de 400 muertos civiles, al final de la Primera Guerra Mundial.
Tras haber carenado en Egipto, Grecia, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, llegó en 1923 a Cuba, donde tuvo varios oficios, el último de zapatero, y nunca aceptó nacionalizarse cubano para no tener que votar en las elecciones de la seudorrepública.
Assad -Alfonso Musa (por el nombre de su abuelo) en Cuba- viajó dos veces al Líbano, donde siempre expresó sus simpatías por la Revolución Cubana. Falleció en 1995.
Y este ejemplo familiar lo saco a colación como una consideración acerca del derecho dé cada ser humano a migrar si así lo desea o se ve impelido a hacerlo, tanto para mejorar su modus vivendi como para preservar la vida.
La migración ha existido siempre, forzada o voluntaria, pero a parir del siglo pasado y en lo que va de este el desarrollo superlativo de la tecnología, el transporte y las comunicaciones ha facilitado la masividad, sólo que ahora están motivadas por causas de carácter social y económico, que han tenido su origen en las profundas desigualdades entre los países del norte y del sur, después de siglos de expoliación colonial y neocolonial.
Como apunta el investigador mexicano Daniel Villafuerte, la relación entre migración y globalización “ha sido parte constitutiva del proceso de modernización y ha desempeñado un papel central en el despliegue y desarrollo del capitalismo moderno. En particular, respecto a América Latina, la emigración es expresión de la asimetría en la distribución de los beneficios ofrecidos por la economía internacional”.
En nuestro continente toman relieve la migración hacia Estados Unidos, con una frontera generalmente cerrada y a expensas de los deseos del establishment gobernante, donde variados elementos propenden tanto a su entrada para explotar la mano de obra barata hasta impedirla para evitar que se dañe “la pureza de la sangre blanca estadounidense”.
Y aunque este proceso nos toca muy de cerca lo más escandaloso ocurre en otros continentes, con una crisis humanitaria que genera indetenibles migraciones a Europa.
Africanos y asiáticos atraviesan miles de kilómetros huyendo de guerras de exterminio generadas por el inmisericorde “capitalismo salvaje”, como lo bautizó el fallecido papa Juan Pablo II.
Tarde ha descubierto Europa el papel jugado por Muammar Gadafi para que Libia sirviera de dique de los millones de africanos que viajan hacia el norte esperanzados en llegar a territorio europeo y aprovechar algunas de las condiciones de vida allí creadas con los recursos expoliados durante varios siglos.
Asimismo, la desmembración de países y el desencadenamiento de guerras en el Medio Oriente ha dado pautas para el desarrollo de organizaciones fundamentalistas que persiguen a quienes difieren de sus ideas, entre las cuales algunas de las más brutales han sido creadas y subvencionadas por el imperialismo.
La respuesta de los paladines europeos de la democracia ha sido xenófoba, propia de las ideas fascistas que se están volviendo a apoderar del llamado Viejo Continente.
LOS MIGRANTES NO SON DELINCUENTES
Los migrantes son tratados como delincuentes en muchos casos, tanto en Estados Unidos como en Europa, cuando, en realidad, lo son aquellos que generan las condiciones inequitativas, excluyentes, de marginación y de explotación que provoca que los ciudadanos, contra su voluntad, tengan que trasladarse hacia otras regiones o países.
En el trasfondo está el modelo de una economía capitalista creada para generar diferencias y profundizar las condiciones de pobreza que impiden un normal desarrollo de la vida.
Y lo peor, este producto del infortunio provocado por el capitalismo es caldo de cultivo para bandas delincuenciales.
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