La cáscara y el grano: Estados Unidos y la guerra imperialista a la luz del siglo XXI

La cáscara y el grano: Estados Unidos y la guerra imperialista a la luz del siglo XXI
Fecha de publicación: 
12 Enero 2024
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A lo largo de su historia, Estados Unidos ha sido un actor protagónico decisivo en el sistema internacional y de modo sobresaliente, en los acontecimientos bélicos y la articulación de coyunturas beligerantes que han puesto en peligro, y aún lo hace, la paz mundial. Si se piensa en el asunto a la luz del actual siglo y a partir de la relación lógica entre posibilidad y realidad que establece la filosofía dialéctica, queda claro que un mundo mejor es posible. Pero, entretanto, un mundo peor es real. La conflictividad desatada entre Ucrania y Rusia, así como entre Israel y la causa palestina, en la que operan con enmascaramiento intereses geopolíticos norteamericanos, así como la guerra económica y las acciones subversivas de todo tipo que impulsan abiertamente contra Cuba y Venezuela, son testimonios gráficos del protagonismo referido y de la centralidad de esa actuación. Ella origina uno de los principales problemas globales que azotan a la humanidad, junto al del subdesarrollo, las crisis y la depredación ambiental. Quizás convenga reflexionar al respecto. Con frecuencia se confunden apariencia y realidad, la cáscara y el grano. Lo que sucede concierne a la naturaleza imperialista del sistema que ampara la dominación norteamericana.

Luego de la formación de Estados Unidos como nación, en pleno proceso de consolidación y expansión capitalista, y hasta la actualidad, el impacto de su política exterior y la influencia de la simbología acompañante, encarnada en valores, tradiciones y construcciones ideológicas, han condicionado e incluso, determinado, el rumbo de muchos asuntos mundiales. Ello ha llevado consigo –utilizando las familiares distinciones del conocido intelectual norteamericano, ideólogo y politólogo, Joseph Nye, tanto la aplicación de métodos del poder duro como del blando, junto a la combinación ocasional de ambos, a través del poder inteligente. Tres denominaciones que designan modalidades subversivas, que se complementan entre sí, orientadas hacia el cambio de régimen en países cuyos gobiernos se consideran adversarios del imperialismo u obstaculizadores de su dominación mundial.

Más allá de tales conceptos y prácticas, que resultaron novedosas en su momento y que mantienen su presencia en el lenguaje estratégico y académico, lo cierto es que Estados Unidos nunca ha renunciado a la guerra, en su sentido más universal. Es decir, entendida, siguiendo la definición clásica de Clausewitz, un afamado militar prusiano, que Lenin hizo suya, cual continuación de la política por medios violentos. Se trata del tipo de guerra que el imperialismo norteamericano llevó a cabo, por ejemplo, contra Corea en el decenio de 1950, contra Vietnam en el de 1960, y la que materializó en las invasiones militares, hace ya algo más de veinte años, en Afganistán en 2002 e Irak, en 2003. Es la variante de guerra que promueve, desde la sombra, sin implicar a sus tropas, en la que protagoniza Ucrania contra Rusia, e Israel contra territorios palestinos, en ambos casos evitando que se comprometa su imagen y responsabilidad como responsable histórico y político. Es el tipo de guerra que no conoce límites geográficos, legales ni morales, que viola derechos humanos elementales, que acude al etnocidio y al genocidio.

La estructuración de los diversos órdenes internacionales, los reajustes y derroteros de la política mundial entre concertaciones, alianzas, confrontaciones, conflictos, episodios bélicos, negociaciones y tratados, ya desde el siglo XIX y con mayores acentos en el transcurso del XX, son ejemplos del papel creciente y fundamental de Estados Unidos, cuyo desempeño renovado se extiende durante las primeras décadas del XXI. Los efectos del llamado “fin” de la Guerra Fría y de los atentados terroristas en 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York e instalaciones pentagonales del Departamento de Defensa en Washington, enmarcan una era de transición histórica, calificada de distintas formas. En ella se advierte un mundo de unipolaridad política, multipolarización económica, predominio del modelo estadounidense a escala universal, configuración de un capitalismo global. Estados Unidos en declinación, con problemas económicos y crisis diversas, pero aún pujante, con fortalezas en el poder militar, cultural y mediático, con dificultades económicas, en disputa geopolítica con otras potencias, como China y Rusia. Sobresale un sistema internacional signado aún por la globalización y el neoliberalismo, entre contradicciones y reacomodos, en el que gana espacio la intolerancia junto a variadas manifestaciones de extremismo reaccionario, de derecha radical y fascismo, escoltadas habitualmente por la discriminación y el odio, hermanos siameses de la guerra contemporánea.

En ese contexto, la política exterior de Estados Unidos sigue hoy promoviendo la inestabilidad mediante el impulso a formas híbridas de guerra no convencional sin abandonar los viejos formatos, empleando acciones bélicas, en consonancia con la condición imperialista del sistema que genera y sostiene variantes de violencia brutal institucionalizada.  Si bien se ha ido adaptando a los cambiantes escenarios de la dinámica mundial, promoviendo sus intereses de dominación permanentes y propósitos circunstanciales, esa política reproduce sus bases fundacionales, las que conforman el ideario de la nación y la identidad cultural, cuya puesta en práctica no se corresponde, como se sabe, con ese imaginario idealista, que pretende consagrar como universales valores como la democracia y la libertad, en la usanza norteamericana. El divorcio entre dichos y hechos, entre el discurso que enuncia la política y el decurso real de ésta, entre retórica y verdad, es un trazo indeleble que caracteriza el quehacer de Estados Unidos, dentro y fuera de sus fronteras.

Tal vez el ejemplo más gráfico que venga a la mente, sea el de la guerra en Ucrania. Sobre todo, dada la dificultad de encontrar la veracidad en el mundo actual, en el que pululan noticias falsas, tergiversaciones, informaciones sesgadas, manipuladas por las redes sociales digitales, los medios de comunicación tradicionales y los discursos políticos, todo lo cual alimenta el imaginario popular y la opinión pública.

La presentación más común que se ha hecho del problema, es que el conflicto armado que se verifica en el corazón de Europa Oriental es una guerra entre Rusia y Ucrania. Se le define como producto de la invasión de Rusia a Ucrania, asociada a las ambiciones imperiales del primero de estos países (el “de Putin”) y a la nostalgia por el antiguo imperio de los zares y de la URSS. Así, al apoyar militar y financieramente al gobierno de Ucrania, Estados Unidos, con el respaldo de la OTAN, actúan como representantes del “mundo libre” y de la justicia en el “orden mundial” vigente. No es el caso.  Otra perspectiva bastante difundida es la que considera ese conflicto como una guerra entre las fuerzas del socialismo y el capitalismo o bien entre la derecha y la izquierda en el plano internacional. Es decir, como una expresión de las contradicciones existentes entre el “campo socialista” y el “campo imperialista”. Tampoco es el caso.

Si se presta atención a la historia de la política exterior norteamericana y a la lógica que le ha caracterizado, dicha guerra se revela como una guerra imperialista, que involucra a Estados Unidos, quién apela como en tantas ocasiones anteriores, a la OTAN, dirigida contra Rusia, en suelo ucraniano, amparada en concepciones y aspiraciones geopolíticas. En última instancia, se trata de una expresión de las contradicciones existentes entre grandes potencias, que echa por tierra las ilusiones acerca de que tales contrapuntos pueden ser reconciliados o superados mediante la concertación de acuerdos diplomáticos. Rusia no es una potencia de connotación imperialista, en opinión del autor de este escrito, pero sí una gran potencia, y posee una vocación de presencia y poder mundial. Mirando su historia, cultura y significación para el progreso universal, es claramente explicable. Su papel en la derrota del fascismo y en la conquista del cosmos bastaría para ilustrar lo expuesto, más allá de la simpatía o rechazo que hayan despertado, desde los tiempos de la otrora Unión Soviética, sus líderes o mandatarios.

Es útil discernir en los análisis entre la cáscara y el grano, sobre todo cuando de procesos políticos y guerras con implicaciones globales se trata. La guerra ha mostrado en el pasado su potencialidad monstruosa, de persistir, extenderse, confundirse, coexistir, dentro de la paz, de entrelazarse con ella. Esa es la tendencia que se vive desde hace tiempo, reafirmada a partir de los inicios del presente siglo, cuando Estados Unidos declaró la llamada Guerra Global contra el Terrorismo, luego de los citados atentados terroristas en 2001.
    
En esencia, se trata de que la guerra imperialista no se reduce solamente a los períodos en que se manifiestan confrontaciones armadas, al estilo de las que se han denominado mundiales (la Primera, la Segunda), de envergaduras demoledoras, materiales, físicas, culturales, de destrucción irreparable de recursos naturales, edificaciones, entornos ecológicos, exterminios masivos y peligros de extinción de especies, la humana incluida, en primer lugar. Desde tal punto de vista, se puede reflexionar al respecto, afirmando, con realismo y dolor, que la guerra ya no es la guerra, en el sentido con que habitualmente se ha utilizado el término. Y que la paz, en similar sentido, tampoco es la paz, en términos de perdurabilidad. Mientras existan el imperialismo y le trasciendan sus repercusiones, una vez que se transforme o desaparezca, es difícil imaginar que se pueda hablar, de modo absoluto, sobre el fin de la guerra y de una era de paz duradera, que llega para quedarse. El imperialismo no es un fenómeno eterno, claro está. Pero su salida de la escena histórica no será espontánea, habrá que empujarle, con ese fin. La paz es posible, pero hay que luchar por ella, por alcanzarla, mantenerla, reproducirla, para convertir en realidad la posibilidad de un mundo mejor.

*Profesor universitario e investigador cubano.

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