El derecho a administrar mis ignorancias
especiales
Bruce Springsteen.
Cuando salí de la niñez a esa etapa de tránsito que llamamos adolescencia opté, en gustos musicales, por el Rock. En ello iba un poco de saber inglés, lo que creia me daba cierta ventaja competitiva en las lides de enamorar, algo que el tiempo me demostró que era ilusión de adolescente poco liguero. También había un poco de trasfondo cultural, en ello no me detendré. De seguro, había un mucho de rebeldía: esa música no era la que oían mis padres. Y ya que me refiero a influencias familiares, en casa se oía mucha música clásica, mi padre y mi madre tenían una colección envidiable de discos de vinilo de compositores clásicos. Músicos cubanos de antaño se oían pero con menos frecuencia. A eso se agregaba cantantes europeos y Carlos Gardel. Gardel era curriculum obligatorio en la educación musical tanto para mi hermano como para mi.
Mi hermano, que me antecedía por aquel entonces, descubrió a los Beatles, que mezclaba con Bee Gees, para transitar rápido a Deep Purple. Era un tiempo donde, para una masa mayoritaria de jóvenes rockeros, el escenario del género se dirimía entre Led Zeppelin y Deep Purple. Mi hermano y yo oíamos a los dos, y éramos una especie de herejes por no tomar bando. Luego, ya a la par, descubrimos otros carriles igualmente originales y creadores. Llegó, como una epifanía, el rock progresivo, por donde entró Yes, Genesis, Jethro Tull, ELP, Sky, y un largo etc. Ya para entonces en el preuniversitario, en este caso la Vocacional Lenin, el desborde de intercambios con mis coetáneos era apabullante, la avalancha de grupos, solistas, magos, hechiceros, demiurgos, farsantes, herejes, amanuenses, todo mezclado, no te daba mucho tiempo para aquilatar calidad y distinguirlas de los fuegos artificiales. En ello no contribuyó para nada el auge del glamour rock, que era más efecto que sustancia, con algunas decorosas excepciones. Pink Floyd era bandera de rebeldía y servía para confrontar a los profesores, en general hermosos, que se esforzaban con éxito variable en hacernos personas útiles. Janis Joplins poseía el reino. De esa época también me vienen algunos gustos deliciosamente dudosos en calidad y trascendencia, como Journey y hasta Supertramp, algo mejor en la propuesta. Todos los escucho hasta el día de hoy. Otro coetáneo me introdujo a Rush, una banda por aquel entonces poco conocida, que nos permitía posar de ser más sofisticados que los demás seguidores del gremio y ello, sin abandonar la esencia dura del género. Los Beatles eran escuchados, pero de alguna manera sentíamos que negándolos nos distinguíamos de la generación que nos precedía, demasiado jóvenes para ser nuestros padres, pero suficientemente viejos para no ser la nuestra.
Al crecer, poco a poco, fui destilando gustos rockeros, muchos quedaron en el camino y otros, cada vez con más dificultad, fueron entrando en mi colección: me estaba poniendo viejo. Bruce Springsteen entró tarde en mi radar rockero, como también entró tarde U2.
Ya definitivamente joven universitario, descubrí la música cubana empezando por el son, que había sido anatema en mi adolescencia. En el pre, si bien podías moverte en el bando rockero, haciéndote el interesante, oir música cubana bailable era una traición demasiado grande para que te fuera tolerada. Nosotros éramos fricky (cubanización de la palabra inglesa freak) y no podíamos demostrar deleite por los Van Van o por Elio Revé. Incluso Roberto Carlos y el resto del entonces denominado club de los tarrú, era tolerable si estaba en función de ligar, pero oirlo por puro placer solo se podía en la soledad no atestiguada de tu cuarto. Silvio era una excepción, pues era un terreno común para todos los bandos, y no caer en sus redes, la misma desesperada ilusión del marinero que se niega a ser hechizado por el canto de las sirenas.
Volviendo al descubrimiento de lo cubano, de pronto, lo negado por mi tozudez de adolescente que adolece, entró sin dique en mis gustos y, quizás con la esperanza de recuperar el tiempo perdido, consumí mucho, hasta llegar a los cantos afrocubanos de Lázaro Ross. Incorporé lo bailable, pero no me detuve. Desfilaron lo mismo los Van Van que Cesar Portillo de la Luz, lo mismo David y su Juego de Mano que Omara Portuondo o Elena Burke, o Moraima Secada, o Elio Revé o Dan Den, o NG la banda, o Paulito FG, o Adalberto, o (oh!) Irakeres (en su variante bailable), o ...
Luego, inquietud intelectual, rodé hacia atrás y escuché al Benny, y a Roberto Faz, Pérez Prado, y me deleité con Ignacio Piñeiro hasta llegar a Matamoros. Tenía el precedente de que en aquella descomunal escuela vocacional, había una clase de educación artística cuya profesora, bella, afloraba nuestras fantasías sexuales y por eso, la prestábamos una marcada atención. Ya no recuerdo su físico, pero si recuerdo que nos impartió desde los orígenes del son, la contradanza, el danzón, el mambo, y así hasta el ponernos al día. Luego venían clases de música del mundo, un curso impresionante de descolonización cultural que aprecié mucho después e incluía desde música latinoamericana, el rock, el folclore europeo, hasta la música de microtonales de Japón y China.
Pero otra vez en la universidad, descubrir Asoyin me concilió pasado y entonces.
A esa altura, la nueva trova entera era mía, y lo era, en sueños, la voz angelical de Xiomara Laugart cantándome Ni un Ya no Estás.
Y de la nueva Trova solo era lógico descubrir a la otra trova, esa que cerca pero no aquí, defendieron como folk Bob Dylan y Joan Baez, Pete Seeger, Nina Simone, Woody Guthrier, Joni Mitchell, Bárbara Dane ...
A todo ello, en la universidad y la interacción con muchos otros de mi edad, ya definitivamente superadas las barreras sectarias, sumé todo lo latinoamericano posible: La negra, Victor Jara, Leo Gieco, Fito Paez, Charli, Viglietti, Violeta Parra, los Godoy, Milton, Chico, Elis, María Betania, su hermano Caetano, Gal Costa, Djavan, Lins, Gilberto Gil, ...
A la vez que iba ocuriendo eso, ya graduado universitario, regresé a lo escuchado en mi infancia, y, como resultado de determinado entorno, regresé a lo clásico. Con ayuda de otros comencé a entender, disfrutar a Bach, Bethoven, Lizt, Brower, Ravel, Mozart, Brahms, Mendelson, Tschaikosky, Chopin, Sibelius, Grieg, Mahler, Caturla, Mussorgsky ... Mi llegada tardía a esa música me hace mucho más difícil saber distinguir bien unos de otros, pero la disfruto igual.
Ya por entonces el Rock era tan solo una música más entre muchas que oía, su lugar especial estaba dado por la nostalgia de la adolescencia y esa persistencia de la memoria inconsciente. Y entonces, un amigo nuevo por aquellos años, y hoy hermanado, Jose Ariel Ramirez Barrera, músico de formación y pasión me descubrió el jazz: El Jazz. Eso merece otro comentario más largo que no es este. El Jazz lo concilió todo, lo cubano, el rock, la vida misma, paraiso y lo otro, lo caliente: Miles, Chucho, Charly, Herbie, Chick Corea, Zawinul y Wheater Report, Casandra, Ella, Sara Vaugan, Billie Holyday, Rubalcaba, Coltrane, Amstrong, Angá, Lopez Nussa, Jarret, Gabarek, Brecker, Marsalis, Yellow Jackets, Emiliano, Bill Evans, Monk, Vitier, Al Jerau, McFerrin, Duke, Aldito, Pat Methany, ...
Después del jazz muchas cosas tienen un espacio: Paco de Lucía, Camarón de la isla, Dario Domínguez, Diana Krall, Habana Abierta, John Mayer, Chris Cornell, James Brown, Tina, Meola, Diana Fuentes, Einaudi, Petrucciani, Cimafunk, Dulce Ponte, Piazzola, Till Bronner, Ry Cooder, B.B. King, Vangelis, Barbra, Buena Fe, Sting, Earth Wind and Fire, The Clash, Alan Parson, Síntesis, Fleetwood Mac, Joe Cocker, Jimmy Hendrix, Kelvis Ochoa, Frank Zappa, Rage Against the Machine, The Fugees, Liuba Maria Hevia, REM, Tom Waits, Prince, Celina, Gladys Knigth, Stevie Wonder, X Alfonso, ...
Y así sigo hoy, después de tantos años, incorporando lo que me emociona, lo que me intriga, lo que me alza, lo que me baja, lo que me viene, lo que me va. Y ya lo hago sin reparar si es cubano, inglés, yanqui, español, francés, argentino, brasileño, alemán. Lo hago sin importar si es rock, jazz, trova, folk, clásico, pop, son, guaguancó, rumba, charanga, timba, hip hop. Creo que lo hago con el derecho que me dan los años, de administrar mis ignorancias. Sin que nadie me diga que tengo que oir para complacer oportunismos circunstanciales. Esos que pretenden dictar a los demás que deben oir, sin que ellos mismos hayan aprendido a escuchar.
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