América Latina en la geopolítica imperialista ayer y hoy
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Como se sabe, la Guerra Fría es el período histórico que comienza en 1946-47, terminada la Segunda Guerra Mundial, con la confrontación abierta e integral de Estados Unidos, encabezando el sistema capitalista, contra la Unión Soviética y el conjunto de países socialistas que nace en Europa Oriental. Su eje, el anticomunismo, emplaza así en el ámbito de las relaciones internacionales, una lucha multidimensional sin cuartel que apela a instrumentos políticos, diplomáticos, económicos, ideológicos y militares, en el empeño por derrocar a los gobiernos, subvertir los procesos y neutralizar los movimientos sociales, partidos y otras fuerzas, que se identificaran como revolucionarios o portadores de ideas marxistas.
Bajo esa sombrilla, avanzaba la estrategia de “contención al comunismo”, que establece un clima mundial signado tanto por la amenaza del empleo de la fuerza militar como por su materialización. En ese marco, se extiende un ambiente de presiones psicológicas y de intervenciones violatorias de la soberanía de no pocos país, se criminaliza la imagen del enemigo comunista, nacen el complejo militar-industrial, incluido el ascenso inusitado de la industria bélica y del sistema de bases navales y aéreas de Estados Unidos en todo el orbe, junto al auge de la doctrina de seguridad nacional, que generaliza las percepciones de amenaza ante todo lo que se valorara como peligroso u opuesto a los intereses del imperialismo norteamericano. La carrera armamentista y las guerras en escenarios locales y regionales aparecen como constantes durante cuatro décadas.
Al desplomarse el sistema socialista en Europa del Este, a partir de 1989-90 y de la desintegración de la Unión Soviética en 1991, se asume que la Guerra Fría terminó, cuando en realidad, en muchos sentidos puede decirse que, desde un punto de vista metafórico, se hizo aún más fría. No hacen falta muchos ejemplos. Desde temprano, la Guerra del Golfo lo dejó claro. Afganistán, Irak, por medios convencional. La no convencional, contra Cuba y Venezuela. La proxy war o “guerra por encargo” en Ucrania, en la que Estados Unidos se articula, pretendiendo estar en la sombra, con la OTAN, en contra de Rusia.
La Guerra Fría se llevaría a cabo esencialmente, y aún prosigue, en la periferia subdesarrollada, es decir, en los escenarios del Tercer Mundo. En América Latina, Guatemala y Cuba serían los primeros episodios con los que Estados Unidos comenzó su escalada intervencionista, tan temprano como en la década de 1950, utilizando la lógica de la Guerra Fría, es decir, la del enfrentamiento a la supuesta amenaza comunista, en defensa de la democracia liberal representativa.
Así, el 27 de junio de 2024 se cumplieron 70 años del derrocamiento del gobierno de Jacobo Arbenz, mediante la invasión de una milicia mercenaria, apoyada abiertamente por el gobierno de Estados Unidos, priorizando los intereses de la compañía bananera United Fruit Company. El pretexto fantasioso y falso para el golpe de Estado en 1954 era evitar que Guatemala se convirtiera en un satélite comunista de la Unión Soviética. Con la renuncia de Arbenz a su cargo, se inicia la Guerra Fría en la historia latinoamericana. Unos años después --con el triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, cuyo 65 aniversario se conmemoró el primero de enero de 2024, ante la toma del poder por Fidel Castro y de su proyección radical antimperialista, que pronto definió su carácter socialista--. Estados Unidos inicia la prolongada confrontación, que perdura hasta hoy.
Al diseñar la Alianza para el Progreso como vía para impedir el contagio revolucionario en América Latina, se haría irrefutable la advertencia de Che Guevara: “no se puede confiar en el imperialismo ni tantito así; nada”. Tales acciones encajaban en el enfoque geopolítico norteamericano, inherente a su condición imperialista. Los pretextos eran construcciones ideológicas encaminadas a legitimar intervenciones e invasiones.
El intervencionismo de Estados Unidos en América Latina, con el telón de fondo del bicentenario de la Doctrina Monroe (“América para los americanos”) y rememorando la concepción filosófica y teológica del Destino Manifiesto --que le confiere a ese país un presunto rol mesiánico o mandato divino, anclado en la visión supremacista, expansionista, racista e imperialista norteamericana,-, lleva consigo una estrategia de funcional apropiación de espacios en el Hemisferio Occidental al servicio del gran capital transnacional, que incluye una serie de megaproyectos de infraestructura (redes multimodales de carreteras, puertos, aeropuertos, vías de ferrocarril, canales, cables de fibra óptica,) que ha sido acompañado de un proceso de reingeniería militar luego de la invasión a Panamá en 1989, donde durante mucho tiempo radicaba el Comando Sur, con su red de bases, como la aérea de Howard, la naval de Rodman, la base de Clayton y Fuerte Kobbee, ubicadas en el lado del Pacífico y en Fuerte Sherman en el lado Atlántico.
Para finales del siglo XIX y comienzos del XX, como consecuencia del desenvolvimiento del capitalismo industrial en su fase monopolista y ya en la etapa de conformación de Estados Unidos como potencia imperialista mundial, surgiría en el pensamiento geopolítico norteamericano una formulación conceptual dirigida a profundizar la expansión hegemónica iniciada con la guerra de conquista territorial contra México entre 1845-1848, y la posterior guerra contra España en 1898, para hacerse del control de las Filipinas, Hawái, Puerto Rico y Cuba. La pieza clave de esa concepción, era el poder marítimo, que proponía fortalecer el despliegue naval de Estados Unidos como fórmula para dominar colonias, territorios y espacios de poder, a través del comercio, la multiplicación de bases militares ubicadas en puntos estratégicos, propiciando acciones de abierta intervención directa.
Así, resultaba clave la apertura del Canal de Panamá y el absoluto dominio norteamericano en el golfo de México y el mar de las Antillas. En ese periodo, la política exterior del poderoso Vecino del Norte era la del “gran garrote”, que siguió a la “diplomacia del dólar”, y que sería sucedida por la de la de la “buena vecindad”. La consolidación de la “frontera imperial”, como la calificara Juan Bosch, fijada desde comienzos del siglo XX, tendría lugar al finalizar la ya citada Segunda Guerra Mundial, una vez constituido Estados Unidos en potencia hegemónica del sistema capitalista.
Es ese el contexto aludido de la Guerra Fría, donde se articula el sistema de dominación a través de una serie de instituciones que materializan el cuerpo ideológico del Panamericanismo, surgido entre 1889-1890, como la Junta Interamericana de Defensa (JID), la Organización de Estados Americanos (OEA) y el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), que son complementadas por otras estructuras, como la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y otros aparatos, como el Comando Sur, la Escuela de las Américas y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), entre las principales. Con el tiempo se agregan nuevos instrumentos institucionales. Ya se mencionó en los tempranos años de 1960 a la Alianza para el Progreso. Posteriormente, el Informe Rockefeller en 1969, los Linowitz en la década de 1970 y el Informe del Comité de Santa en la de 1980 enriquecen la política latinoamericana de Estados Unidos con propuestas diversas, unas mas exitosas que otras para los objetivos imperialistas. El Proyecto Democracia, que nace en ese último decenio, propicia la aparición de la National Endowment for Democracy (NED), y activa la citada USAID. Todo ello refuerza el pensamiento geopolítico, que se expresa en conceptos como el de Cuenca del Caribe, tercera y cuarta frontera.
La situación existente en la actualidad tiene lugar en un entorno sumamente complicado y contradictorio. Un factor que gravita sobre todo el continente radica en el resultado de las cercanas elecciones presidenciales de 2024 en Estados Unidos, en momentos en los que aún no es posible distinguir con nitidez las posibilidades y perspectivas de los candidatos del Partido Demócrata y del Republicano, de cuya victoria se derivarán las opciones de la política hacia América Latina. Sin embargo, más allá de las particularidades de la nueva administración que se establezca, las tendencias en curso en la sociedad norteamericana y los intereses permanentes hacia la región, indican más permanencias que cambios, ya que Estados Unidos se proyecta hacia temas en juego, como migración, recursos naturales y seguridad, más en términos de Estado que de gobierno, que es un aparato temporal, transitorio, pasajero.
El contexto latinoamericano actual no puede reducirse a una sencilla ecuación, entre gobiernos y procesos de izquierda y de derecha. La noción de centro político también se desdibuja. Coexisten gobiernos como el de Argentina, El Salvador, Chile, con proyecciones marcadas en un sentido, con otros, como los de Colombia y Brasil, que oscilan por momentos, y junto a ellos, las experiencias como las de Cuba, Venezuela y Nicaragua, convertidos en estigmas negativos por Estados Unidos, tanto por gobiernos republicanos como demócratas. Por una parte, en un país como México, de gran significación continental, se produce un cambio de gobierno que augura continuidad del proyecto iniciado en 2018, como resultado de la victoria electoral de Morena, y que de ser así continuaría la estrategia de las transformaciones en curso durante el próximo sexenio. El país presenta contradicciones con Estados Unidos, que no parecen originar de momento rupturas o cambios abruptos. La Revolución Bolivariana procura acomodarse entre conflictos que florecerán a inicios del próximo año, coincidentes con el relevo presidencial en Estados Unidos. Por otro lado, la situación en el Estado Plurinacional de Bolivia es de la mayor complejidad. Cuba sigue siendo objeto de un bloqueo reforzado y de una hostilidad general, y mostrando su capacidad de resistencia inigualable.
La política estadounidense hacia Nuestra América seguirá marcada por su empeño en dificultar o quebrar la unidad, especialmente dirigida contra los procesos de integración y concertación. En su enfoque, persiste el objetivo de impedir el acceso al poder, y de desalojar de gobiernos a las fuerzas de izquierda, progresistas o revolucionarias, de los gobiernos donde se hallen posicionadas. El imperialismo cuenta con un clima internacional, latinoamericano y al interior de la propia sociedad estadounidense, de ascenso conservador con ribetes de extremismo de derecha radical e incluso, fascista.
Estados Unidos actúa en América Latina ponderando sus espacios en consonancia con los intereses y posibilidades de las oligarquías locales, en cada país, evaluando los errores y límites de las izquierdas, el progresismo y de las posturas revolucionarias, que se encuentran en una coyuntura llena de obstáculos, en algunos casos, en medio de retrocesos o en repliegue. El criterio especializado de un intelectual orgánico comprometido con el cambio revolucionario, considera desde su quehacer práctico y analítico, con razón, que se vive un tiempo de oscuridad, entendido como un período de desafíos y oportunidades, de apreciación objetiva de las condiciones, de identificación del enemigo y de acumulación de fuerzas.
En correspondencia con los contextos que enfrenta en cada momento, el imperialismo decide si adopta una abierta ofensiva o matiza su conducta, tratando de captar o confundir a las fuerzas emancipadoras, o neutralizándolas y aplastándolas. Combina los momentos favorables a la política estadounidense articulada con las oligarquías latinoamericanas. Ello ha promovido una ola contrarrevolucionaria, beneficiada de los aprendizajes de la derecha, de los errores de la izquierda y los titubeos o rendiciones que conlleva un derrotista enfoque en el terreno intelectual, que interpreta con pesimismo, cansancio o nebulosas, el futuro.
El panorama latinoamericano ha cambiado de manera muy dinámica durante los dos decenios y medio que casi han trascurrido en el siglo XXI. Estas transformaciones han estado bajo la influencia de los factores internacionales que han tenido y tienen un profundo impacto en el marco de la disputa de espacios en la arena geopolítica y geoeconómica continental. Por ejemplo, un caso como el de Bolivia ilustra bien ese dinamismo. Luego de las elecciones de 2019 y del golpe de Estado, se restableció la democracia, pero el gobierno actual se halla bajo asedio, siendo objeto de una fracasada asonada castrense en 2024, en medio de profundas contradicciones internas que pueden conducir al triunfo de la derecha en las elecciones de 2025.
El imperialismo norteamericano ha ido reajustando su sistema de dominación tomando nota de los contextos cambiantes, así como de sus aciertos y errores desde la última década del siglo pasado. La lectura que hizo del entorno a raíz del desplome del socialismo como sistema mundial y de la contracción de los movimientos populares y de liberación nacional en América Latina, basada en el triunfalismo, como lo señaló Jorge Castañeda en su libro La utopía desarmada, de que la Guerra Fría terminó y el vencedor fue Estados Unidos, le condujo a descuidar la maduración y avance de procesos que cristalizaron en los años de 1990, en medio de la avalancha neoliberal, y que llegarían al gobierno moviéndose dentro de las reglas del sistema electoral de la democracia burguesa representativa imperante.
En Nuestra América transcurren hoy procesos en los que, de cara a la cercana contienda presidencial norteamericana los resultados electorales y tensiones en determinados países parecen reorientar de nuevo no pocos rumbos, con implicaciones para sus sistemas políticos, economía y políticas exteriores. Todo ello introducirá, inevitablemente, reacomodos en el sistema de dominación estadounidense, aunque sea difícil discernir entre el rango real de sus cambios y las apariencias. Ni América Latina ni Estados Unidos son hoy los mismos que en los años de 1950. Tampoco lo es el entorno internacional. Pero no se deben olvidar las lecciones de aquella invasión a Guatemala, 70 años después, ni la intransigencia norteamericana con la Revolución Cubana, a la luz de su 65 aniversario.
*Investigador y profesor universitario.
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