Primer Grado: una obra con senderos representacionales complejos
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El cómo contar una historia en tiempos de tanta penetración informacional y generación diaria de contenido, se hace un reto constante para una televisión pública como la nuestra, donde la creatividad y el buen gusto deben resolver las limitaciones de cortos presupuestos a los que se enfrentan constantemente productores y directores. El público cubano no es el mismo de hace 20 años, pues su contacto con materiales audiovisuales diversos lo han hecho un espectador más agudo, hipercrítico y necesitado de agilidad en los discursos y relatos multimediales que les son mostrados.
A la par, sigue prevaleciendo en la televisión cubana una manera de enfrentarse a los dramatizados, discreta, convencional, sin grandes ánimos de arriesgar artísticamente. Tal tendencia ha condicionado que la audiencia regular de nuestra televisión prefiera propuestas más legibles, directas, fáciles de decodificar y que conduzcan al mero entretenimiento.
Si bien es cierto que las audiencias determinan los senderos representacionales de las propuestas, de vez en cuando hay que sacarlos de su zona de confort, provocarlos, estimular los sentidos y desterrar de la medianía a la obra.
Un maestro inquietando y desdibujando fórmulas es Rudy Mora, que por más de dos décadas ha hurgado en zonas de la realidad cubana casi periféricas, emergentes. Mora siempre ha sabido qué, cómo y cuándo contar una historia. Primer Grado, la actual serie juvenil de los domingos, es fiel a la trayectoria estética de su creador, al que no le interesa complacer a las masas, sino visibilizar fenómenos sociales poco atendidos en las agendas del medio.
Los riesgos de un contacto irresponsable con las nuevas tecnologías y las redes sociales son el hilo conductor de una serie audaz, engañosa y artísticamente correcta. Siete personajes acorralados por una venganza disfrazada de retos, redireccionarán (intuitivamente) sus relaciones con dos planos concretos de la sociedad en que viven: el real y el virtual.
Con resultados escriturales diferentes, cada uno de los capítulos esboza dilemas muy propios de la juventud cubana de estos tiempos. Temas como la realización profesional, la violencia de género, los criterios estereotipados de lo que es bello, la religión, entre otros, son tratados con mayor o menor acierto. Quizás, la polémica estructura que tiende (y aspira) a confundir, obstruya ciertas líneas dramatúrgicas episódicas, para darle seguimiento a la historia de Daniela, que de tanto reiterarse se hace la menos atractiva para los espectadores.
De igual modo, el cuestionamiento de si la venganza es un camino de sanación no ha sido digerido o entendido del todo por el público, que espera de una serie soluciones inmediatas; pero esa solución solo ha de llegar en los últimos episodios, donde Daniela ha de replantearse la utilidad de su ajuste de cuentas.
Tanto Rudy Mora como su coguionista, Eduardo Eimil, supieron construir ambientes, estados emocionales, desde un guion claustrofóbico, cruel, nada complaciente. Los diálogos son precisos, sin muchas florituras y con un poder comunicacional increíble. Son textos decibles, auténticos, sin grandes pretensiones discursivas, pues ya la puesta en pantalla se encarga de eso.
Nuevamente hay una cámara tensa, inestable que busca planos acordes a los estados emocionales de los personajes. En ese sentido, la serie capta ambientes semejantes a series foráneas como Euphoria o Élite, pero desde nuestros presupuestos socioculturales.
Hay cuidado extremo en rubros como fotografía, iluminación, vestuario, ambientación, post-producción y diseño de sonido. Es precisamente el sonido expresado en la banda sonora (entendiéndola como todo lo que suena en la serie) y la música original de Juan Carlos Rivero, uno de los mayores valores artísticos de esta serie. Las composiciones del también director musical del emblemático grupo Moncada son diversas, frescas, atemperadas a la sociedad que habitamos, donde la música urbana se entremezcla con el rock-metal, el pop, el jazz, la música de concierto o la balada.
El abultado elenco ha sido minuciosamente elegido para calzar la historia. Si algo sabe reconocer nuestro público es cuando hay entrega en los intérpretes, y aquí la fusión de histriones veteranos con noveles garantiza calidad en los duelos actorales.
Diany Aurora Zerquera, nuestra protagonista, es extremadamente convincente en la piel de esta chica herida, vengativa y frágil. La Zerquera usa su organicidad, su aire desenfadado y juvenil para que el público empatice con el rol, aunque no compartan sus extremas decisiones. Hay aquí una actriz libre, astuta, que no se precipita a procesar la información, sino que la vive, se regodea en el dolor y lo transforma en arte. La relación afectiva que establece con la gran Yailene Sierra redondea ese complejo mundo interior de Daniela.
Otro joven actor con una participación impecable es César Domínguez como Ricky. El actor es austero, con control total de la escena y de sus emociones; algo que logra gracias a una gestualidad precisa y una voz retumbante y segura. Su personaje, al igual que el de la Zerquera, tiende a caminar en círculos, debido a la reiteración de las peripecias, pero el actor resuelve esas recurrencias con cierta progresión interna de su energía escénica. Su postura, por momentos ambigua, nos hace cuestionar sus verdaderas motivaciones para ayudar a su compañera de estudios.
Primer Grado es una obra artística con senderos representacionales complejos, pues rehúye de lo evidente. Rudy Mora con esta serie, no pretende ser correcto ni agradable; esta vez el legendario realizador quiere alertarnos sobre los endebles pasos que damos en una sociedad virtual para la que no nos prepararon, pero en la que estamos irremediablemente inmersos y atrapados.
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