Pánico en Nueva York por la pandemia
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No han estrellado aviones contra rascacielos, no se ha visto a nadie saltando entre el humo y las llamas de un piso 40 ni transeúntes corriendo despavoridos y cubiertos por la ceniza de derrumbamiento de las moles. No ha habido caos de sirenas en el sur de la isla de Manhattan. Sin embargo, la tragedia del coronavirus que está empezando a registrar la ciudad de Nueva York va camino de superar con creces lo vivido el 11 de septiembre de 2001.
Por lo menos en número de muertos lo hará, seguro. Los nombres que se recitan cada 11/S en la zona cero, el sitio que ocupaban las Torres Gemelas, son 2.983. Y el conteo de fallecimientos por el coronavirus ya va en 1.139 sin que ha yan llegado las semanas más críticas de este primer embate de la pandemia. No era difícil imaginar que la ciudad más cosmopolita del planeta, con nueve millones de habitantes en sus cinco distritos, sería plato predilecto del virus. La hiperconexión aérea de la inmensa urbe garantizaba su aterrizaje en cualquier momento.
Desde el primero de marzo, cuando el gobernador del Estado, Andrew Cuomo, confirmó el primer caso –una mujer de 30 años que hacía poco había estado en Irán, país plagado de casos y muertos– la cifra de positivos entró en una espiral que va en más de 92.700 casos en el estado y 2.653 muertos. En la ciudad se registran más de 51.000 casos y 1.560 fallecidos por el virus.
Entre tanto, la ciudad ruidosa y multitudinaria se ha ido diluyendo a medida que crece el pánico en la gente. Turistas no hay, tampoco filas en el Empire State y Broadway lleva más de tres semanas apagado. Cientos de calles lucen desiertas, mientras el mundo de la conexión virtual alcanza niveles récord. Se sale solo para lo necesario. Aislarse es la premisa, aunque en una urbe como esta parece misión imposible lograrlo del todo.
En aquel momento del primer caso, Cuomo le dijo a la gente que no había razón para una ansiedad indebida. “El riesgo general sigue siendo bajo”, afirmó. Sin embargo, exactamente un mes después, el propio gobernador le dijo a la prensa que, según el modelo de sus asesores, el punto crítico llegaría a finales de abril y no a mediados, como se creía, pero que la emergencia con alta mortalidad podría extenderse hasta julio, en pleno verano.
En las palabras y el tono de Cuomo –heredero del poder político de su padre, Mario Cuomo, quien también fue gobernador– se nota ya el desespero. En su cabeza hay dos escenarios posibles: si los neoyorquinos son disciplinados y respetan el distanciamiento social, se necesitarían 75.000 camas y 25.000 ventiladores para los pacientes más comprometidos. Si la ciudadanía no responde, el número de contagios sería por supuesto mayor, a tal punto que se necesitarían 37.000 ventiladores y 110.000 camas, algo que es “simplemente inalcanzable”, según el propio gobernador.
La ciudad esta preparada para lo que venga la próxima semana, aunque faltan ventiladores, según el alcalde, Bill de Blasio, y necesitará ayuda para las siguientes. De hecho, tendrá que alcanzar algo que Di Blasio no dudó en calificar de “épico”: tener disponibles, antes de que finalice el mes, 65.000 camas hospitalarias, el triple de lo de hoy.
Y para ir avanzando en ese desesperado propósito se tomaron diversos escenarios de la ciudad: el centro de convenciones Jacob Javits es hoy una colmena de pequeñas habitaciones; el estadio de tenis de Flushing Meadows, en Queens, donde se disputa cada año el Abierto de Estados Unidos, fue convertido en un hospital de 350 camas e incluso en el icónico Central Park montaron media docena de carpas, donde se instalarán alrededor de 70 camas. Hasta el buque USNS Comfort está atracado en la bahía para ayudar, con sus 1000 camas y quirófanos, a atender pacientes con otras dolencias mientras los hospitales de la ciudad se dedican a atender casos de la covid-19.
De ese tenor es el reto, que no solo deja ver preocupación en políticos como Cuomo o Di Blasio, sino en la cara de la gente en la calle, que se siente sumergida en una película, con la cara de pánico contenida y el miedo a flor de piel, tras el anuncio del presidente Donald Trump, quien el martes pidió a los estadounidenses prepararse para “dos semanas muy dolorosas”, aunque en realidad podrían ser varias más.
Su tono difería diametralmente del Trump de enero o febrero, que minimizaba el alcance del brote y se ufanaba de haber hecho “un buen trabajo” para contenerlo. Hoy, según los modelos que manejan sus expertos asesores, podrían ser hasta 200.000 los muertos en toda la unión americana por el virus. Más que varias guerras juntas.
Hoy, la ciudad que le dio fama y fortuna al magnate convertido en político es el epicentro de ese enorme problema que, de no controlarse, podría terminar sepultando sus aspiraciones a la reelección como presidente. Entre este desastre humanitario y una economía que estaría aún en crisis en noviembre, cuando sean las elecciones, podrían inclinar la balanza de votos hacia el candidato demócrata escogido, probablemente el exvicepresidente Joe Biden.
Ese tema, sin embargo, no es la preocupación inmediata de los neoyorquinos. La actitud de incredulidad de la gente se está tornando en miedo. La atención está puesta en el confinamiento voluntario, en mantener la distancia de dos metros en las filas del supermercado y en las noticias que dan los hospitales, que llegaron a la primavera copados en sus servicios y con su personal sanitario agotado física y sociológicamente por la avalancha del coronavirus. De hecho, Cuomo ha pedido la ayuda de personal retirado y de otros estados para aliviar la situación.
Si Nueva York es el epicentro del brote en Estados Unidos, el de la emergencia en la ciudad está en la zona de Queens, donde está el hospital Elmhurst, rodeado por vecindarios latinos, entre ellos el muy colombiano Jackson Heights.
Desde hace varias semanas atiende por encima de su capacidad. Las ambulancias se apiñan a la entrada y cada mañana se forma una larga fila de personas que quieren saber si los síntomas que tienen corresponden a coronavirus. La cifra actual de 50.000 positivos confirmados habría que multiplicarla por 10 para tener un dato real, de acuerdo con estudios hechos en China, con lo cual en realidad ya medio millón de neoyorquinos tendrían el virus. El alcalde Di Blasio ha dicho que probablemente más de la mitad de la población de la ciudad se contagiará.
En el hospital Elmhurst atienden a quienes quieren salir de la duda en una gran carpa montada al lado del edificio principal, que prácticamente fue reconstruido en 2011. Adentro se quedan quienes llegan en peores condiciones, pero estar ahí no resuelve todos los problemas. Un video dado a conocer hace pocos días por The New York Times y hecho por una médica del Elmhurst mostró las dificultades de ese hospital lleno de pacientes con coronavirus. “No tengo las herramientas que necesito”, dice la doctora Colleen Smith en la grabación, “y se supone que Estados Unidos es un país del primer mundo”. Se queja por la falta de ventiladores, pero también de tener que reutilizar su tapabocas incluso varios días.
El hospital trasladó a todos sus pacientes no-coronavirus a otros centros de salud para dedicar pisos enteros a la emergencia por el brote. Como ha sido el patrón, la mayoría de los pacientes delicados son personas de edad o menores pero con enfermedades que complican su resistencia al virus. Ya se ven más decesos de personas de entre 40 y 50 años.
A medida que aumentan los muertos, las instalaciones se van copando y una de ellas es la morgue, por lo que ahora los cuerpos van a dar a un gran camión frigorífico. Los familiares se tiene que conformar con la noticia del deceso, pues no los dejan acercarse a los cuerpos.
La muerte en un hospital, en absoluta ausencia de los seres queridos, es otro elemento doloroso de este drama social, que según lo reveló el gobernador Cuomo, citando a la Fundación Gates, el coronavirus podría dejar finalmente 16.000 muertos en su estado. Alrededor de la mitad en la propia ciudad de Nueva York.
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Bárbara Cuña
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