Las dos almas de María Teresa Vera

Las dos almas de María Teresa Vera
Fecha de publicación: 
8 Febrero 2021
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Cuando en 1923 María Teresa Vera comenzó a cantar Santa Cecilia -acabada de componer por Manuel Corona-, se había propuesto ser quien inmortalizaría al bardo caibarienense. Lo consiguió, aunque como se sabe, murió hambriento y aterido como un desconocido y pobre ser, a la sombra de los cafés y bares habaneros.

De todas maneras, María Teresa Vera, sin quererlo, se había convertido en la “Santa María Teresa”, sin necesidad de beatificación ni canonización. Es cierto, no obró milagro alguno que no fuera quedarse incorrupta en su fe, su voz y su obra trovadoresca.

La pinareña –nació en Guanajay, que entonces pertenecía a Vueltabajo-, hija de negra liberta y militar asturiano, no vivió su primera infancia en los rigores de la escasez campesina. El trabajo como cocinera de su madre Rita, en casa de los Aramburu, le prodigaba cierto bienestar, e incluso instrucción. Fue aquella acomodada familia, la impulsora de que estudiara, además, en una escuelita particular.

No sabemos si le decían María Teresa, o Amalia, su segundo nombre, pero sí que desde pequeña se interesó por las atenciones que le dedicaba su mama a la religión. Descendiente de esclavos africanos y practicante fiel de la santería, todo el panteón yoruba le era afín, y así lo transmitió a la niña desde su nacimiento el seis de febrero de 1895.

Aunque se hable poco de ello, María Teresa Vera tenía mucha vocación por las deidades ancestrales que conoció por medio de su progenitora. Podría decirse que su alma santera, y la otra, la artista, convivieron siempre que pudieron en el pequeño cuerpo de la excelsa trovadora.

Mucho camino había recorrido en el mundo musical, cuando la intérprete decidió apartarse de la escena. Años atrás, su padrino le hizo el santo, le dio su ángel de la guarda, el itá, y le puso nombre (el babalawo le otorga otro nombre cuando renace en la religión); pero la joven había desoído cierta prohibición: la de dedicarse a cantar.

Ya en el furor de su Sexteto Occidente, hizo caso al padrino y le vendió la agrupación a Ignacio Piñeiro que, a propósito, era su contrabajista. Así nació, con un integrante más, el Septeto Nacional.

Llegó la dilatada pausa y muchos contemporáneos suyos habrían jurado que María Teresa Vera no regresaría jamás.

Volvió. Si el alma religiosa no hubiera puesto fin momentáneo a su carrera, no conoceríamos hoy a otra de las más consagradas agrupaciones soneras del patio, y mucho menos la obra inmensa de Piñeiro. Tampoco tendríamos ocasión de entonar hasta la mudez aquel socorrido Veinte Años.

En efecto. Durante aquella pausa, Guillermina, una de las descendientes de su familia “adoptiva” de la infancia, puso en sus manos un papel con la letra de lo que sería la más conocida pieza de María Teresa. El santo le prohibió cantar, pero nadie dijo que dejara de componer. Así nació, en 1935, la inmortal habanera.

El alma musical, a fin de cuentas, tampoco se sosegó. De sus recuerdos volvieron a brotar viejos discos de cuando hacía la voz prima en duetos armados junto a los segundos Rafael Zequeira, Miguelito García y Lorenzo Hierrezuelo, u otros de ocasión.

Tampoco dejaba de sonar en su memoria aquella noche debutante de 1911 en el Politeama Grande de la Manzana de Gómez, donde hoy se alza el majestuoso hotel. Allí interpretó Mercedes, de Corona, durante un homenaje a Arquímedes Pous, uno de los grandes exponentes del teatro vernáculo cubano.

Quizás el babalawo padrino suyo comprendió a fin de cuentas. Semejante actitud y condiciones musicales no podían ser silenciadas como quien acciona el interruptor de un tocadiscos, y la aguja sobre el surco deja oír un ralentizado sonido. Era mejor hablar con ese orisha proscriptor, y dejar que aflorase otra vez a la menuda mulata pegada a su guitarra.

Cuando decidió transitar aquella vez por la calle San Rafael entre Consulado e Industria –donde se hallaba Radio Salas- para actuar junto al cuarteto de Justa García, ya nunca más se bajó del escenario. Ni siquiera la disolución de aquel grupo maravilloso la detuvo. Solo habían quedado en activo Lorenzo Hierrezuelo y ella. Otro dueto para hacer historia.

Era la primera vez que las dos almas de María Teresa, convivían en paz y armonía; la una prodigando aché, y la otra, melodías. Quizás por eso no fue olvidada como muchos de sus contemporáneos. Y si algún agravio cayó sobre la mujer, fue la maldición de cantar eternamente boleros, bambucos, canciones y habaneras.

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