EDITORIAL: Mentiras en la red
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El ciudadano Donald Trump, que ni siquiera es honrado por el actual gobierno estadounidense con las consideraciones que ameritan los expresidentes, acumula un sobrecogedor récord de mentiras publicadas en sus redes sociales o, sencillamente, prodigadas en conferencias de prensa o en declaraciones públicas.
Ha sido tanto el desparpajo, que no ha costado trabajo desmentirlo. Sus falsedades son evidentísimas, hasta el punto de que llama la atención el entusiasmo enfermizo con el que Trump las defiende.
No pasarían de ser embustes en las redes, si no fueran la base de muchas de las decisiones que tomó su gobierno. La mentira como política de Estado. Y en el caso específico de Cuba, buena parte de las sanciones y retrocesos en la relación bilateral se sustentó en afirmaciones falsas, sesgadas, poco serias y fácilmente desmontables del entonces presidente y de su equipo.
La lista es larga. Comenzó bien temprano, con las acusaciones del célebre «ataque sónico» al personal de la embajada en La Habana, del que, a estas alturas, no se han encontrado evidencias. Pero a Trump les sirvieron de pretexto para aplicar una serie de medidas que pusieron los vínculos consulares de los dos países en su más bajo nivel en décadas.
Entre las más recientes infamias, destaca la inclusión de Cuba en la lista de Estados que promueven el terrorismo. Otra vez la manipulación como justificación de políticas absurdas.
Y si eso lo hizo un gobierno, menos no se podría esperar de sus personeros, de su aparato propagandístico (el oficial y el oficioso), de la maquinaria anticubana que ha devenido círculo de presión y chantaje en los Estados Unidos. Y, obviamente, de sus «sucursales» fuera de ese país... e incluso en Cuba.
Trump no se sonrojaba (ni se sonroja) al mentir. Sus seguidores tampoco.
Las redes sociales son campo fértil para esos embustes. Escudados en su talante «democrático» (bastante relativo), en la sacrosanta «libertad de expresión», no dudan en difundir burdas mentiras para crear matrices de opinión.
Demasiadas narrativas interesadas en el cambio de régimen. Mucha algarabía, pocos argumentos. La concreción cotidiana de un odio que no necesita rectificar datos porque los inventa o los manipula.
Ciertas nociones de «periodismo ciudadano» ignoran el más elemental código de ética.
El de las principales redes sociales es ahora mismo un escenario de confrontación, una plataforma ofensiva que ciertos círculos de poder conciben como parte de sus estrategias. Ahí se puede hacer el trabajo sucio que, al menos a los ojos de la opinión pública, un gobierno legítimo no debería permitirse.
Aunque el gobierno de Donald Trump, se sabe, dinamitó muchos de esos «códigos». La degradación explícita del ejercicio público.
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Rafael Emilio Cervantes Martinez
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