Archivos Parlanchines: Malanga, el Rey de la rumba Columbia
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Rosario Oviedo Oviedo, alias Malanga, el Timbero Mayor, el rey de la rumba Columbia, no tiene rostro para la historia. Nadie sabe el lugar exacto en que yacen sus restos, no hay en ningún sitio un túmulo dedicado a su fama y su figura es un misterio hecho de voces, pues no se conserva una sola fotografía de él (según dicen, nunca quiso posar ante las cámaras).
Niño feo
José Rosario nació el 5 de octubre de 1885 en el ingenio La Esperanza, a un pie del pueblo matancero de Alacranes. Su madre fue la esclava Funciana Oviedo, propiedad de los herederos de Esteban Santa Cruz de Oviedo, y su padre un negro jíbaro que dio un brinco y se le escapó a medio mundo.
Fue un niño feo, de pelo duro, y piel chapapote que, sin embargo, llegó al mundo con el morbo de los elegidos.
Crecido en una época en que se produjo la abolición total de la esclavitud en Cuba, José Rosario, apadrinado por su abuelo materno José Quintero, exesclavo congo, vivió una niñez de miseria, miedo y odio.
Junto a su madre y hermanos deambuló durante años por los centrales y colonias cañeras, hasta que la familia logró radicarse en la cabecera municipal de Unión de Reyes, donde sufrió los efectos de la Reconcentración de Weyler durante la Guerra de 1895.
Por fortuna, la morena Saturnina Oviedo, la madrina católica de José Rosario, les permitió a Funciana y a sus hijos vivir en una accesoria continua a su casa en la calle Barrera y, allí, por primera vez, el niño empezó a asistir a la escuela y aprendió varios oficios.
Fue durante años un mandadero, un recadero de lujo, lo que no le impidió destacarse en su verdadero don: el baile.
Sus recursos para la danza eran casi prodigiosos y en las fiestas se hizo novedad vestido de blanco de manera impecable y con un eventual pañuelo rojo en la cabeza. Entonces, empezaron a llamarlo Malanga.
Malanga en bronca con Faustino
Su naciente popularidad le permitió empezar a desempañarse como agente político del alcalde Clemente Mesa, cacique del Partido liberal en Unión de Reyes, quien le pidió que atrapase con sus cabriolas los votos de los negros y mulatos más pobres.
En consecuencia, cada vez que Clemente enfrentaba en las urnas a Ramón González Quevedo, líder de los Conservadores, Malanga, fiestero, ocurrente y dicharachero, se hacía presente con su show en franca competencia con Faustino, un músico bastante alardoso que no le llegaba ni a las rodillas.
Con el tiempo, las buenas relaciones le permitieron a Malanga, al menos, abandonar la guataca y el sol del cañaveral para convertirse en un conocido subcontratista de trabajadores azucareros.
Según sus biógrafos, todos los años reclutaba numerosos desocupados y dirigía unas singulares «invasiones» hacia Ciego de Ávila, Florida y Morón, un triángulo con una urgente necesidad de macheteros durante toda la zafra.
Negrito recortado y barrigón, de ojos saltones, nariz afilada, labios gruesos y marcas en la cara de viruela, Malanga, consciente de su destino dentro de la rumba, empezó también en esos tiempos a recorrer los solares más escandalosos de Sabanilla del Encomendador, Pedro Betancourt, Alacranes y otros muchos pueblos, donde ensayó las figuras coreográficas que se transformarán, luego, en los pasos de mayor rigor de la Columbia.
La rumba Columbia
De raíces africanas, y emparentada con el yambú y el guaguancó, bailes bien arrabaleros, la Columbia, poco conocida en estos días, surgió en los albores del siglo xx en las cercanías de poblados como Unión de Reyes, Jovellanos y Colón (tal vez de ahí venga su nombre), en el centro de la provincia de Matanzas.
Sus inspiradores, fueron, en su mayoría, los trabajadores negros de los centrales azucareros de la zona y los estibadores de los puertos de Matanzas y Cárdenas, plazas fuertes de las potencias abakuá o ñáñiga.
La Columbia, presente siempre en los bembés, fiestas yorubas, era ejecutada por hombres solos. Ello, por supuesto, tuvo sus ventajas y desventajas. La no participación de las damas anulaba el espíritu de conquista del macho y el rechazo insinuante de la mujer; no obstante, la soledad del bailador le permitía realizar movimientos y desplazamientos fuertes, coordinados y armoniosos, cargados de una enorme virilidad.
El inicio de la Columbia lo marcaba la percusión con un ritmo bien rápido. A continuación, aparecía el gallo, cantante solista, que iba emitiendo unos lamentos en inflexiones cortadas —los lloraos—, los cuales eran respondidos por el coro.
Después, el solista interpretaba un texto formado por frases muy breves, poco pulidas, y repletas de vocablos africanos, que aludían a sucesos o personas de la comunidad y daba pie al estribillo o montuno, el momento esperado por los bailadores para lanzarse al ruedo y volver loco al público.
Los grupos columbianos usaban los mismos instrumentos del yambú. Entre ellos sobresalían las tumbadoras, claves, cencerros y, sobre todo, el quinto, que era un cajoncillo de cedro usado por el percusionista para improvisar los toques en el mejor estilo de la rumba flamenca.
Radamés Giro en su Diccionario enciclopédico de la música en Cuba nos brinda un certero retrato de una danza tan popular como desvalida:
“El bailador de Columbia desde que salta al ruedo, luego de saludar al quinto, empieza a recorrer el lugar. Sus movimientos básicos los hace con los hombros y piernas. Mantiene una posición erguida, elegante, retadora, proyectándose en sentido tanto vertical como horizontal. Debe mostrar habilidad, destreza e ilusión mediante pasos acrobáticos y muchas filigranas. El bailador establece un contrapunto con el quinteador, quien debe subrayar cada paso de éste”.
La furia de Malanga
Dicen algunos de sus contemporáneos que Malanga, antes de hacer sus evoluciones, se ataba un pañuelo en una pierna y saludaba a los tambores acostándose en el suelo. Lo cierto es que este ritual era solo el principio de un espectáculo inolvidable, mezcla de inventiva y fuego.
Él fue el primero que toreó un novillo indetenible; disparó con un fusil imaginario; empinó un intangible papalote que volaba veloz; se pasó un aro de barril entre los brazos y los pies sin perder el paso; imitó al ballet clásico desplazándose con la punta de los pies o recreó las audacias de los cirqueros.
En el colmo del desparpajo, pudo, además, escenificar un juego de béisbol o una pelea de boxeo y saltar en varias direcciones sin tocar ni una de las botellas arriesgadas que colocaban delante de él en un escenario pulido por sus pies ligeros, los mejores de la Columbia.
Isaac Oviedo, amigo de Malanga y una figura notable del son cubano, agrega:
“Yo vi bailar a Matanga y he visto bailar a mucha gente en más de 84 años de vida. Y te digo, Malanga es incomparable en la rumba, aunque igual, le gusta moverse al compás de sones y danzones con su pareja Aguedita Álvarez”.
“Hay que verlo como, encima de una mesa, se mueve con los ojos vendados y un vaso de agua o ron sobre la cabeza y no derrama ni una sola gota. Coge dos cuchillos que tiene amarrados en los pies y empieza a «matarse», se da mil puñaladas a una velocidad inconcebible, pero no detenido, no, sino bailando sin perder jamás el paso”.
Como hombre de confianza del Partido Liberal, pasó a dirigir, a fines de la década del veinte, a La Chambelona de Unión de Reyes, y muy pronto, la ubicará entre las agrupaciones más cotizadas de la época.
Al mismo tiempo, actuó con frecuencia en el Teatro Palatino de esa villa, sin dejar de vender bien cara su presencia en las fiestas de ley, esas que ni los tímidos y tontos desean perderse.
Por aquellos años visitó al habanero Club Atenas, exclusivo para los negros más ricos e influyentes, quienes se rindieron ante la Columbia de Malanga, inédita en la capital, y más tarde, como no le gustaba bailar encerrado, se fue a los barrios marginales de Jesús María y Los Sitios, donde el impacto fue el mismo.
«Las mujeres van a ser la perdición de ese negro»
En su crónica «La última rumba de José Rosario Oviedo», publicada en Juventud Rebelde en 1987, y reproducida luego en su libro El viaje más largo, de Ediciones Unión, Leonardo Padura cuenta:
“En su terruño y las comarcas vecinas la fama de conquistador y de mujeriego de Malanga lo hacen un tipo temible, de respeto y también odiado, sentimiento que se une a la envidia que destila su rampante e indiscutible notoriedad de subcontratista, nuevo sargento político, y rey de los bailes”.
“Por eso desde el mediodía en que Saturnina Oviedo le asegura que va a morir joven y envenenado, Malanga toma dos decisiones heroicas: serla fiel a Chita, la más abnegada y querida de sus mujeres, y no beber nada de manos anónimas”.
“Pero Malanga solo le es fiel a la rumba y al Partido Liberal, del cual es un fanático, por eso en vísperas de lo que será su última «invasión» se pasa una semana escondido con la mujer de un enemigo político”.
“Y Chita jura por la memoria de sus muertos que Malanga jamás volverá a tomar en su vaso”.
Su último trago de aguardiente pelón
Crescencio Hernández Chencho, narra varias lustros después, que alrededor del mes de julio o agosto de 1927 acompañó a su amigo Malanga a una fiesta en una cuartería de Ceballos, en Ciego de Ávila, organizada por el dueño de un antiguo central azucarero con la presencia, en calidad de rumberos invitados, de Chenche y Mulense, muy famosos también.
El resto se pierde un poco en la fabulación, el corazón rasgado y el maleficio. Malanga, insolente, entró en el ruedo y con un vaso de licor en la frente se movió como no lo había hecho nunca en sus últimos años.
Más tarde, el ídolo se rindió ante una botella de aguardiente pelón junto a Manana y Tanquito, sus secuaces en el arte de la Columbia y un grupo de «invasores» que lo habían acompañado a la fiesta.
Pero, como a las dos horas, Malanga, quien al parecer tuvo una hija llamada Bernarda, fallecida prematuramente, recibió un latigazo profundo en el estómago.
Dicen algunos testimoniantes que llegó todavía vivo a la Casa de Socorros de Ciego de Ávila. Con ojos llenos de sangre y alcohol preguntaba una y otra vez: «¿Por qué a mí?».
No obstante, existe una versión que niega la tesis del envenenamiento e insiste en que el Timbero Mayor murió víctima del vidrio molido colocado en un plato de arroz con quimbombó y carne de puerco.
Su desaparición física fue recogida en un guaguancó con aire de elegía que lleva por título A Malanga, un clásico del género. La pieza pertenece a Faustino Drake, uno de los tocadores de quinto de Malanga, y fue interpretada, primero, por Arsenio Rodríguez, y más adelante, por Chano Pozo, Carlos Embale, Miguelito Valdés y otros.
La vida de José Rosario Oviedo, Malanga, fue recreada hace unos pocos años en el espacio la Novela Cubana de Radio Progreso, el cual le rindió homenaje a uno de los artistas populares cubanos más vigorosos, y a la vez, menos valorado.
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