La muerte de Martí o todo el silencio del monte (+INFOGRAFÍA)
especiales
Cuando al peso de la cruz
El hombre morir resuelve
Sale a hacer bien, lo hace, y vuelve
Como de un baño de luz.
José Martí
M. H. Lagarde
De milagro no morimo todito la noche del día en que mataron al adivino. La oscuridad era como de sepulcro y ni los grillos chistaban. Nadie oyó la trompeta que todos los días, cuando el monte se ennegrecía, mandaba el silencio. Era como si todo hubiera acabado ahí mismo, como si la guerra ya no siguiera ma.
A mí la tristeza se me bía metido en la barriga y me daba vuelta dentro y se me salía por los ojos y los moco de la nariz. Y hasta el general Gómez estaba hecho una calamidad y entonces nosotros los soldao sentíamos pena porque bían matao y porque el Generá etaba como muerto.
Esa noche no comió na. Dipué que volvimos de tratar de rescatar el cuerpo del adivino que los españole se bían llevado amarrado sobre una mula, el Generá le dio un abrazo fuerte el generá Masó, como de despedida, ordenó que le colgaran la hamaca y se tiró en ella, bocarriba, con los ojos abiertos brillándole a la luz de la vela que etaba encendía en el campamento. Y a cada rato, se le escapaba un supiro, profundo, que le salía de lo más hondo del epíritu, como los supiro del adivino a quien le parecía que le dolía el alma.
Y toda la noche el Generá estuvo con los ojos mirando vaya uté a saber qué. Y yo creo, pero esto no son más que suposiciones mía, que al Generá le pasaba lo mismo que a mí y tenía los ojos arrevé y por mucho que quería mirá palante na ma veía patrás, pa las cosas de la vida que a uno se le pierden, cada día que pasa, en la vereda.
Pero así y to, yo también tenía mis visiones de aquel hombrecito de frente ancha y bigote grueso que cuando lo vide por primera vez creí que era demasiado débil para andar metido en estos menesteres de la peleadera. Entonces era cuando yo era práctico de los viajes a Santo Domingo desde Cayo Hondo. Recién se bía echado a perder, como fruta madura, la expedición que los cubanos prepararon por Cayo Hondo y yo me bía ido a Mojarra con algunos del proyectado viaje. En esos días de Mojarra fue cuando se apareció el cubano Betancourt a buscar, de parte de Martí, tres hombres para la expedición y yo no lo pensé dos veces para ponerle la montura al caballo del generá Mayía y subirme de un tiro en otro bruto.
Cuatro días dipué, metíos en la oscuridad, llegamos a casa del generá Góme, que no etaba porque andaba resolviendo cosas pa la guerra. Y al otro día, cuando el sol aró sobre el cielo sus dorados surcos de luz, el Generá Mayía me presentó a Martí diciéndole: «Este es un hombre confianza». Y él puso adelante su mano blanca y fina, como de damita, que se perdió un momento en mi manaza negra: «Marcos del Rosario, para servirle».
Al llegar el generá Góme, el mismo Martí fue el que nos presentó, y lo hizo con las mismas palabras que Mayía le bía dicho. Y enseguida me di cuenta, a primera vita, que yo no le gutaba al Generá. Y no era tan solo cosa de vita, porque enseguida el viejito blanco en cana del que to el mundo bía oído hablar en Santo Domingo, empezó a decirme: «¿Qué usted va a buscar en Cuba? ¿Se le ha perdido algo allá? Pero usté es un vagabundo que deja a su familia». Y yo, con todo el repeto, porque las mismas preguntas se las podía hacer yo a él, que era dominicano como yo: «No, Generá, yo no soy vagabundo... mi gente ta bien, en lo campo de guerra... vagabundo es el que ta en casa de juego... pero yo ando con eta gente. Ellos me buscan pa peliá por su tierra, porque los epañole no le dejan decí: Viva Cuba, y toavía me rompan las dos piernas y toavía digo: Viva Cuba». Y el viejito ni palante ni patrás. Y seguramente fueron Mayía y Martí los que le convencieron de que me dejara embarcarme porque Mayía sí sabía que conmigo, con Marcos del Rosario, se podía contar pa to.
Yo se lo bía demostrado cuando trabajé pa él en la Jaynamosa. Si bía que buscar un puerco alzao, iba yo... que bía que amarrar algún toro, que bucá dos hombre que fueran guapo y que no se vendieran... yo le dije a Mayía: pa eso también sirvo yo...
Y Martí fue seguro el que acabó de convencer al viejito, porque los ojos de aquel hombre etaban hecho pa eso, pa convencé y ayudá. A lo primero yo no me bía fijado bien, pero cuando lo oí hablar largo sobre los preparativo, me di cuenta de que tanta palabra volando como paloma espantá, era cosa de misterio. De un misterio bueno, claro ta.
Por eso mimo, un mediodía me puso una pluma entre los dedos y con su mano sobre la mía empezó a posar, en dibujos que él llamaba letra, las palomas en bandadas que le salían por la boca. Y una de esas tardes, cuando ya bíamos llenado el papel, me dijo: «Yo voy a ser amigo tuyo, que los amigos son a veces más que los padres». Descubrí entonces que aquel hombrecito tenía la verdá de verdá escondía tra el bigote. Y eso no era má que un defecto de adivino.
Pero bueno, el caso fue que el día que nos subimo en la goleta, etaba el viejito en la proa. Enseguida que me vio, cogió una tacita de plata, que dipué yo le guardaba, abrió una de mesanita, me echó aguardiente y me dijo: «Toma, negro...» Y yo, por si las moscas, me le mantuve pegaíto to el tiempo, separaos por na, porque yo toavía tenía la duda adentro haciéndome cosquillas, y creía que toavía podía pegarme un tiro. Pero no, el viejito etaba calmao ya. Yo tuve mis cuidados porque ese es un viejito tremendo, fuerte como palo de caguairán, y a veces se subía, empezaba a dar gritos y se quería tragar a uno. Y en verdad, en el fondo, era un buenazo.
Entonces arrancamo pa Cuba, y el maldito jefe de la goleta, un tal Bastián, nos largó en Nassau. Tenía mieo... Recalamo a Haití... El generá Góme se hizo el enfermo; pero no tenía na. Fuimo a la casa del doctor Dellundé, un amigo de lo cubano. Mientras, Martí y lo otros etaban econdío. Al fin salimo. Tuvimo en Inagua y al fin jallamo un barco que nos puso cerca de la costa de Cuba pa los lao de Baracoa. Cuando el barco nos dejó en la mar, había una marejá del carijo y la noche etaba prieta como negra conga. No se vía na. Martí llevaba la brújula del bote y el Generá el timón. Un golpe de agua le arrancó el timón y la ola se llevó una cosa que el Generá traía en un bulto. El mar etaba terrible, fiero, como jabalí herido. Y cuando la noche ma le tapaba a uno los ojos, vimo una luce lejos y creíamos que era tropa española. Pero eran pescadores. Y seguimo luchando con el mar que nos quería tragar de un bocado y no nos quería dejar llegar a tierra de Cuba. Y al fin, así..., de viaje, veo unos farallones y pego un brinco. Me trepo en la tierra y seguío le doy el brazo y subo al adivino, dipué al generá Góme y dipué al otro y al otro. Y cuando el generá Góme vio la tierra firme, de viaje ¡besó la tierra y cantó como gallo! Y el adivino, que se bía quedao atrá sacándole el agua al bote, miraba pa lo oscuro con ojo de enamorao, como si hubiera visto a una mujé encuera. Y en la noche oscura se le veía, claritico, claritico, la contentura de niño.
Y como yo vide al Generá que cantó como gallo y al adivino con el cuerpo que no le cabía dentro de la chamarreta azul, me dije: ¡Nos salvamo!, y como yo no sabía na de guerra, creía que eso era to lo que veníamo a hacé.
Y supe que no íbamo a virar pa tra cuando cogimo un trillo de monte y empezamo a subí loma. Y entonces me di cuenta de que Martí no era tan débil como yo había pensado al principio, y vide que era un hombrecito vivo que daba un brinco aquí y caía allá. Y todos etábamo cargao de mochila, machete, fusile. Y el hombre aguantaba como el que má, hasta como Góme, que en el monte echaba raíces. Y las veces que la noche lo tiró pa el suelo, yo me acerqué al adivino para tratar de levantarlo y él me decía: «No, gracias, no, ya...»
Lo demá día fue atravesar el monte con el adivino porque él veía más que nadie. Era como si uno fuera ciego y él fuera el único que viere. Y yo creo que el adivino veía tan bien porque él se bía criado en lo colegio y leía mucho libro que siempre llevaba consigo. Y a cada rato, cuando se detenía la tropa, que de culebra creció como majá, el adivino sacaba la pluma que me puso a mí en casa del generá Góme y se pasaba todo el tiempo en la escritura. Ponía do o tre palabras y se quedaba mirando pal monte con cara de novio a punto de casarse. Y así, todo el viaje.
Y por eso yo siempre trataba ir detrá de él. Pa verlo to mejor. Y era como si el adivino tuviera el cuerpo transparente, como agua en jícara, todo, menos su silueta de hombrecito delgado. Y yo le veía el monte dentro como si le estuviera mirando las tripas. Toíto junto, porque a pesar de lo chiquito que era, le cabía to adentro, hasta lo guajiro cubano. Y yo miraba a la espalda del adivino y por ahí veía el camino que iba abriendo el machete; y veía a Generá y a todos los demá; y veía el tronco recto y flaco de la yaya moviendo sus hojas lampiñas y sus flore blanca; el palo grueso de la sabina; y el curejeyal robándole la vida a la ceiba, alta, camino de las nubes; y la flor blanca de dagame donde se esconde la abeja; y el ateje que quiere parecé mata de café; y el júcaro, la guásima y la jagua y to los palos del monte. Y toas las piedras y los río. Y todo lo pájaro que le revoloteaban y cantaban dentro junto con la manada de palomas que él ya traía consigo y que de ve en cuando se le huía pa el cielo. Y uno no sabía entonces entre tanto aleteo qué palabra mirá.
Así fue lo do días que pasó hablando con el periodista americano que desde La Habana bía venido a la manigua, dipué que lo epañole lo bían asustao diciéndole que los mambises lo iban a matar, na ma que pa oír al adivino porque el adivino era, como decía to el mundo, el Delegado, el presidente de la guerra contra España, y era hasta Generá, porque Góme le bía dao los grados con un abrazo.
Ya era de noche cuando llegó el reportero, pero así y to el adivino, que ya se bía acostado, se salió de la hamaca, cogió uno cuantos papeles en blanco y se puso a hablar con el hombre que no sabía muy bien el epañol. Y las palomas de Martí le salían a veces con otro vuelo, y yo, que etaba por ahí cerquita por si el adivino quería tomar café, me quedaba muchas veces sin entender na. Pero algo se me metía siempre en las orejas.
Y a lo primero se pusieron a hablar de países y de gente que yo no sabía que existían y yo, más que por las palabras, quería entendé por los gestos. Y como a tres dormidos de distancia, yo me quedaba mirando al adivino con la cara encendida por el resplandor de la vela y no se etaba un momento quieto en sus movimientos de finura. Lo mimo se paraba, se ponía las mano en la espalda, se mordía los pelos del bigote, como buscándose la verdad, daba unos pasitos de aquí para allá y luego volvía a arrimarse al banco de piel de palma donde el periodista no dejaba de escribir. Y por los ojos del adivino yo sabía si la cosa que etaba diciendo era mala o buena. Esa lengua sí que la entendía.
Por eso supe que era cosa mala que los epañole a última, si la guerra se ponía fea para ellos, le iban a entregar la isla a los hombres del norte. Y el adivino habló, con ojo tristes, de los cubanos que, como caballo domao, no podían vivir sin amo. Y habló también de la virtude de la juntera de lo negro y lo blanco que hacía gente inteligente que echará el país palante cuando se acabara la guerra. Y cuando decía eso, con los ojos brillosos, era como si dijera de lo futuro, de lo que solo él, con su mirá de adivino, era capaz de ver.
Y lo mimo dijo la mañana ante de morir. Y por eso cuando terminó de hablá, con aquella frase que era como otra adivinanza: «Por la libertad de Cuba me dejaré clavar en la cruz», yo me puse a gritar con toda mis fuerzas junto a lo demá: «¡Presidente, Presidente!», a pesar de lo que bía dicho Góme sobre eso uno día ante: «Me lo tiene giro con eso de llamarle a Martí presidente... Martí no será presidente mientras yo viva; porque yo no sé qué le pasa a los presidentes, que en cuanto llegan, ya se echan a perder, excepto Juárez, y eso un poco y Washington...» y que al adivino le bían llenao ma el cuerpo de los supiro, que nadie sabía por qué ya venía resoplando desde la comelata con Maceo en La Mejorana.
Y esa misma tarde fue cuando ocurrió la desgracia. Etaban Martí, Góme y Masó hablando sobre el viaje que íbamo a hacer hasta Camagüey, al campamento de Las Vueltas, cuando sentimo los disparo que venían cayéndole atrá a un ranchero y su caballo. Y yo enseguida pensé en el convoy que habíamos etado esperando un día entero en las afuera de Remanganagua hasta que Góme recibió la carta de Martí donde decía de la llegada de Masó.
De viaje, nos subimos toiticos a los caballos. Y ahí fue cuando yo vide que el generá Góme, dipué de ponerle una mano en el hombro, le dijo a Martí: «Martí, usted no va...», y vide también la cara de angustia con que el adivino lo vio treparse a su caballo blanco.
A la legua y media, ya etábamos dándole machetazo y tiro a lo epañole, pero lo epañole etaban bien reguardao y tuvimo que retirarnos. Y entonces fue cuando yo sentí la descarga que trajo el silencio. Ni un tiro ma, ni un pájaro ma, ni el canto del río, ni na. Y yo creí entonces que me bía quedao sordo porque veía los fusile de los epañole echando humo y a alguno cubano dando toavía el último machetazo entre la maleza y la cerca donde se bía cobijao el enemigo.
Y se me quitó la sordera cuando de vuelta al campamento encontramo en el camino a Ángel de la Guardia, y el generá Góme le preguntó: «Muchacho, ¿y Martí?» Y el jovencito, que etaba lleno de sangre, le respondió: «General, tan pronto salió usted con la fuerza, Martí se fue al combate. Creo que está muerto o herido. Traté de salvarlo, pero nada pude hacer con tanta bala enemiga...»
Y el generá Góme no quiso oír ma, dio media vuelta a su animal y salimo a recatar el cuerpo de Martí. Pero no bíamos andado na cuando el río, que etaba crecío, como bravo, sí señó, se no metió en el medio y no dejó pasá pa el lao por donde los epañole se iban ligeros. Ahí yo supe enseguida por qué al río, con toda la furia que traía, no le sonaban las piedras.
Dipué, cuando el sol ya había terminado de bajá la loma del cielo, Ángel de la Guardia contó to lo que bía hecho el adivino al salir la caballería. Cuando la figura del viejito apenas se bía perdido en la polvacera del trillo, el Presidente ordenó que le ensillasen su caballo moro, una jaquita mansa, que le regalara José Maceo y que se dejaba dominá por cualquiera. Pero Martí no tomó el rumbo que Góme bía cogío, sino que salió pa la pelea por la derecha, y cuando vino a ver, él y la tropa que lo acompañaba etaban metío delante del fuego emboscao de los epañole. Entonces fue cuando sonó la descarga que dejó mudo al monte.
La jaquita se fue de cabeza a tierra entre un futeste y un dagame cundío de flores y la siguió el caballo de Ángel de la Guardia. El cuerpo de Martí sangraba por la boca y el pecho.
Y cuando la voz de Ángel de la Guardia se hizo llanto, yo me quedé aquella noche que parecía la última con el oído parao pal monte que seguía callao y como muerto. Y por eso yo creí que aquella noche íbamo a morir toitico porque el hombre siempre ha vivío del monte.
Y por la mañana del otro día, cuando ya el sol se bía trepao en la mata, el generá Góme, que seguía entristecío, me dijo: «Marcos, ahora por dos cosas, contra los españoles... por la libertad de Cuba y por la sangre de Martí». Entonces fue que vino a cantar el primer gallo...
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